corredor lateral, semi-vacio, y me propuso remontar a la superficie de la avenida para tomar un taxi.

– ?Yo te invito, yo pago! -me dijo.

Ante mi negativa me tendio el brazo, doblado con fuerza como si se tratara de sostener un bulto de cemento, y al mezclarnos con la muchedumbre que corria hacia el extremo del corredor, me confeso que las estaciones de metro le producian un malestar insufrible.

– No comprendo por que tan pocas personas se suicidan en el metro. Conozco casos de estudiantes que se han suicidado con gas, o tirandose de un quinto piso a la calle. Durante meses no han tenido con quien cruzar una sola palabra. ?Sabes que el ano pasado se suicidaron cuatro estudiantes en Paris?

– Pero, ?no te has enterado de que hay en Paris quinientas mil mujeres que vagan solas por las calles, de las cuales muchas tienen que ser jovenes y bonitas?

– Y, ?donde estan esas mujeres bonitas que se encuentran solas en Paris? Yo no conozco todavia la primera.

Hablaba agitando los brazos, congestionado, con la frente perlada de sudor. Yo lo escuchaba sumisamente, esperando sin impaciencia mi oportunidad.

El gordo tenia la molesta costumbre de caminar diez pasos y detenerse, pues no podia pensar ni hablar sino en reposo. A mi me sucede todo lo contrario. Pienso mejor mientras camino, como si la actividad corporal estuviera en mi intimamente relacionada con el movimiento ascensional del espiritu. El esfuerzo muscular que hacia el gordo para desplazar aquella ingente masa de carne, le impedia pensar.

– bla, bla, bla, bla!

Lo deje con la palabra en la boca y escape rapidamente por el primer corredor lateral que se abria a mi derecha. Trepe de cuatro en cuatro peldanos una escalera interminable; torci a la izquierda; me detuvo una traba metalica que abria en sentido contrario al que yo imaginaba; retrocedi hasta la base de la escalera; segui la flecha que indicaba la salida al exterior, al Boulevard Hausmann. Tenia casi trescientos francos en el bolsillo y el paquete con mi traje nuevo. Tenia los pantalones recien estrenados, aunque me quedaran estrechos, pues el Padre que los habia comprado tenia una triste idea de mi estatura; y mis zapatos todavia relucian. Tenia, en fin, la libertad y el mundo por delante. Al salir al bulevar tomaria un taxi para trasladarme a la estacion de Austerlitz. Al ultimo momento habia pensado que me convenia mas pasar a Espana y detenerme en San Sebastian. Para Espana no se necesita visado y yo llevaba mi pasaporte en el bolsillo. Podia servirme un certificado sucio y arrugado del tiempo en que me matricule en la facultad de la rue Saint-Guillaume. Mas que en Belgica, en Italia o en Suiza, en Espana podia encontrar algun trabajo de oficina, o gestionar una beca en el Instituto de Cultura Hispanica. En San Sebastian deberian encontrarse centenares de hispanoamericanos ricos e ingenuos pasando el verano, y desde hace anos tengo la ilusion de volver a ver toros.

El torrente de pasajeros que circulaba por los corredores en sentido contrario al que seguia yo, me impedia andar de prisa. Cuando llegue a las pesadas puertas metalicas de la salida -ya solo me faltaba subir unos veinte escalones para encontrarme en la calle- me detuvieron un grito, un juramento -y una mano que me agarro violentamente por el brazo-. Era el gordo, jadeante, congestionado, sudoroso, con los ojos desorbitados e inyectados de sangre.

Estalle en una risa convulsiva cuando subimos en el taxi y logre, al fin, desprenderme de la pesada garra que me sujetaba el antebrazo.

– Me senti mareado y queria salir a la calle en busca de aire.

– ?No querias arrojarte a la carrilera del metro? ?No querias escapar? ?Me lo juras? ?Te sientes bien?

Al llegar a la clinica, donde tenia el proposito de tirarme en la cama a descansar un largo rato, el gordo me ofrecio comprarme el traje que no habia querido probarme.

– Como te parezca -le dije.

– Cuando llegues a tu tierra y a tu casa lo puedes arreglar si te queda largo de mangas.

Dormi dos o tres horas de un tiron, con la cabeza vacia, sin imagenes, sin recuerdos, sin suenos, sin ideas, y al despertar me puse a escribir un borrador de carta para Rose-Marie. Me costo un inmenso trabajo. Se trataba de decirle, con las debidas precauciones y los eufemismos necesarios, que yo estaba convencido de que ella todavia me queria. Conozco a las mujeres, y sobre todo la conozco a ella. El hecho de que hubiera llamado todos los dias a preguntar por mi cuando supo que me encontraba enfermo, contradecia las palabras que me habia dicho el Padre y con seguridad no se ajustaban al sentido que ella habia querido darles. Y puesto que estaba persuadido de que todavia me queria, y yo la adoraba con un ardor renovado, pensaba que cometeriamos un crimen contra la naturaleza si nos dejaramos separar por quienes nos querian condenar a una eterna desgracia.

Rehice dos y tres veces aquella primera parte, pues aunque las ideas fueran claras y los razonamiento inobjetables, la delicadeza con que tenia que exponerlos, apenas insinuandolos, me planteaba serios problemas de redaccion epistolar. Yo no se escribir cartas.

En la segunda parte le decia que en vista de lo anterior, y despues de meditar en su situacion y en la mia, habia decidido permanecer en Europa y concretamente en Espana. Alli reorganizaria mi vida descuadernada y ociosa. Le exponia mis planes de actividad periodistica, con una exageracion venial al declararle que ya tenia un contrato de colaboracion muy bien pagada en el mejor periodico de mi pais y en una revista espanola. Lo unico que le pedia era que, antes de partir yo, me escribiera cuatro palabras a la clinica. No me atrevia a llamarla por telefono. Temia que al escuchar otra vez su voz nada ni nadie en el mundo pudiera arrancarme de Paris, y por obedecerla y no contrariarla habia resuelto marcharme. Bese la carta y le hice dos o tres cruces con el dedo antes de cerrarla, como lo hacia mi abuela con las suyas, pero mas por aguero que por religiosidad. La enfermera -la gorda, menos curiosa que la bonita que me habia cortado el pelo- la echo en el correo automatico aquella misma manana. Mientras tanto, cavilaba en un nuevo procedimiento de fuga para el dia siguiente.

El gordo me llamo cuando yo daba vueltas por el jardin como un leon enjaulado. Se le habia presentado algun inconveniente y solo podria venir el dia siguiente a la clinica. El Padre me mandaba decir que dentro de un rato me haria una visita para despedirse de mi, pues se marchaba a Lourdes con una peregrinacion de senoras. No debia preocuparme de nada. Ya estaba arreglada la cuenta de la clinica, el gordo haria las compras que aun me faltaban, el portero del Consulado con una carta del Consul pasaria por mi para llevarme al aeropuerto, etc. Habia que llenar una formalidad desagradable pero imprescindible. Con el portero y el gordo vendria un agente de la seguridad con el objeto de registrar mi partida.

El medico en persona me dio unas pildoras tranquilizantes para que pudiera dormir. Me puse a escribir en este cuaderno el capitulo culminante de mi novela, cuando enloquecido por el hambre y la soledad el protagonista se tira de cabeza a la carrilera del metro en la estacion de Chatelet. No habia escrito diez lineas cuando me quede profundamente dormido.

Desperte muy tarde al dia siguiente. El gordo y el portero del Consulado daban vueltas por el cuarto metiendo mi ropa y dos o tres libros que tenia, dentro de una maleta de carton que uno de ellos habia traido.

– Tienes que apresurarte -me dijo el gordo-. El avion sale dentro de dos horas.

– Pero, ?si es muy temprano!

– Son las siete y los viajeros deben estar en Orly a las nueve. El avion sale a las diez de la noche. ?Si yo pudiera irme contigo!

– ?No me ha llegado una carta? ?No me trajeron una carta mientras dormia?

El portero y el gordo se miraron desconcertados. El gordo metio las manos en mi maleta y se puso a arreglar y desarreglar febrilmente, sin necesidad, las camisas y los trajes que se encontraban alli. El portero me dijo sin mirarme:

– La senorita le mando decir conmigo que su carta no tenia respuesta.

En el automovil se encontraba un funcionario, tal vez un agente de policia vestido de civil, que apenas me saludo llevandose dos dedos a la frente. Me colocaron entre el funcionario y el gordo, y el portero se sento delante con el chofer. Ni siquiera me conmovio la noticia de que 'la senorita fue esta manana al Consulado y luego salio con el Consul y otro senor a almorzar en la Embajada de Chile'. El gordo hablaba del transito de Paris,

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