Marie.
– ?Y si no quisiera regresar, y si resolviera quedarme en Paris?
– Tu tienes un plazo de la policia para abandonar el territorio frances.
– ?Que he hecho yo para que me expulsen de Francia?
– ?Que no has hecho tu para que te expulsen, Dios mio!
– Y si me expulsa el gobierno frances, pero el mio no quiere repatriarme por segunda vez, ?quien va a pagar mi regreso?
– No hagas preguntas ociosas. Ahora lo importante es que te mejores pronto. Para muchas personas Paris es una enfermedad, y tu has estado muy enfermo.
Veia el modesto saloncito con su sofa y dos sillas de estilo indefinido, forradas en una tela barata y ordinaria. Veia la mesa del comedor cubierta con un mantel de hule de cuadritos blancos y azules, cuyas manchas e imperfecciones podia detallar con una precision fotografica: un redondel negro dejado por una cafetera caliente, una isla de huevo frito, un corte con la cuchilla de afeitar que usaba mi hermana en sus labores de modisteria. Veia a papa, sentado en un sillon viejo y destartalado, leyendo el periodico de la manana antes de irse a dormir. Y la mesita con una mata de esparrago en el centro geometrico de la estancia, y la pantalla de papel rosado que pendia del cielo raso atada con un cordon cubierto de deyecciones de mosca. Aquellas imagenes me producian una profunda tristeza. Si regresara algun dia cambiaria el mantel de cuadritos, y el forro de los muebles, y las oleografias de la sala: un puerto en el Cantabrico, un trineo en un camino cubierto de nieve y una andaluza bigotuda con peineta de nacar y manton de manila.
Insensiblemente caminaba mas de prisa aunque no tuviera necesidad de hacerlo. No podia sustraerme a la presion y la succion simultanea que la muchedumbre ejercia sobre mi. Un negro me rozo al pasar. Pense que ni siquiera habia tenido la precaucion de buscar un amigo de color cuando todavia era estudiante y frecuentaba la rue d'Assas o la rue Saint-Guillaume.
Nunca he tenido verdaderos amigos. He sido un blanco entre los negros y un negro entre los blancos, pues algo hay en mi que distancia a los demas o a mi me impide entrar en comunion con ellos. Los hombres somos espejos que reflejan a quien se inclina a mirarlos, pero no proyectan en los otros su propia imagen. De nino me preocupaba no tanto el que los espejos devolvieran tan fielmente la mia, como el no poder pasar a traves de ellos. Y es curioso: acabo de pasar a traves de una viejecita que va delante de mi, arrastrandose trabajosamente apoyada en su baston. Es tan jorobada que no puede mirar de frente, sino torciendo la cabeza y levantando la barbilla capruna con tres cerditas blancas en la punta. Aun no siendo sino un bulto mal hecho de huesos y de trapos, debe pesar diez veces mas que la muchacha que la rozo con el ala, como una golondrina en pleno vuelo, con sus pantalones negros y su camisa blanca. Corri detras de ella, pero se perdio a lo lejos entre la muchedumbre. Era una muchedumbre silenciosa que ni siquiera producia el ruido caracteristico de las pisadas en el cemento del piso.
Solo se escuchaba a intervalos regulares el estruendo de los trenes que ruedan por abajo o por arriba del tunel, pues la estacion es un queso gruyere perforado por muchas generaciones de gusanos. Me acercaba rapidamente al tapiz rodante, o a alguna escalera mecanica, porque un ruido monotono y regular iba creciendo poco a poco. Para estimular mi entusiasmo me ponia de tiempo en tiempo, o de cuando en cuando -sin saber cuando habia perdido toda nocion de tiempo- a perseguir una melena rubia que ondulaba a lo lejos, o una melena roja que fulguraba un instante, o un mono que coronaba, como una voluta de espuma, la corriente de los viajeros.
Dentro del estado de lucidez en que mi espiritu flotaba, el instinto que me sirve para orientarme en la vida rutinaria, funcionaba muy debilmente y en un plano inferior. El haber pasado a traves de la viejecita solo podia concebirse en unos pocos casos que mi instinto -no mi conciencia- descomponia de esta manera:
Primero: La viejecita no es un ser de carne y hueso, sino una apariencia proyectada por mi imaginacion.
Segundo: La viejecita es un fantasma despojado de su envoltura carnal.
Tercero: Yo estoy muerto desde hace un rato, tirado en aquel recodo donde un ciego, sentado en un taburete de tijera, tocaba un acordeon y me miro con ojos opacos y lechosos.
Cuarto: Sin proponermelo, por pura fuerza de inercia mental, estoy inventando una nueva novela.
– No necesito saber quienes han hecho esta obra de caridad… Torci ironicamente los labios, del lado del hueco de la mandibula… la obra de caridad de devolverme a mi tierra, y no en un barco, sino en avion, seguramente en turismo y no en primera clase. Desde la aparicion de las prestaciones sociales, la caridad se ha vuelto una actividad de segunda.
Lejos de fastidiarse con mi observacion, el Padre sonrio comprensivo. Estoy persuadido de que piensa, lo mismo que el medico y las enfermeras de la clinica, que padezco un trastorno psiquico. Mas que de un colmillo y dos muelas que me extrajeron, y de un ataque de disenteria amibiana que me curaron, debo padecer una enfermedad nerviosa y tal vez me asaltan alucinaciones alcoholicas. Dos o tres veces me han sugerido ponerme en manos de un psiquiatra, pero les he dicho que un psicoanalisis en una lengua que no es la mia, solo serviria para enloquecer al psiquiatra.
– Muchas personas han ayudado a esta empresa de… de rescate. En primer lugar, las autoridades francesas que accedieron a no hacer efectiva la orden de expulsion mientras no estuvieras en condicion fisica de viajar. En segundo lugar el Consul, quien se mostro dispuesto a desistir de cualquier accion contra ti -por aquella historia del automovil de tu amigo Miguel, ?te acuerdas?- a condicion de que abandonaras a Paris lo mas pronto posible.
– ?Quien mas?
– Dos o tres compatriotas tuyos a quienes probablemente no conoces.
– Ni me interesa conocerlos. No podria oirlos mentar sin sentir una profunda verguenza. Usted me comprende…
– Te comprendo.
– ?Quien mas?
– Otras dos personas cuyos nombres, por esas y otras razones, no podria decirte.
Esas dos personas mas tenian que ser Miguel y Rose-Marie. Miguel es capaz de tenderme otra vez la mano. En cuanto a ella, el solo pensamiento de que se hubiera interesado en ayudarme no me dejo dormir aquella noche. No podia ser otra, sino ella, quien llamaba diariamente a la clinica sin decir su nombre ni esperar siquiera una palabra de agradecimiento de mi parte. Si a pesar de lo que habia sucedido me llamaba, tenia que ser… ?seria posible?… ?con que derecho me atrevia a pensarlo?… ?y por que no tendria ese derecho?… tenia que ser por la razon de que, a pesar de todo, me seguia queriendo. El corazon de Rose-Marie, como el mio y como el de todo el mundo, es un organo caprichoso de cuyo trabajo incesante solo se percata quien esta enfermo del corazon.
La posibilidad de que me quisiera todavia, y puesto que me llamaba sin decir su nombre era la demostracion de que todavia me queria, echaba por tierra, de un golpe, la tranquilidad y los buenos propositos de mi convalecencia. Si al oir mi nombre se ruborizaba sin querer; si al llamar a la clinica su voz se empanaba de angustia; si sonaba en mi; si no podia desprenderse de mi imagen y mi recuerdo, yo no abandonaria a Paris ni me resignaria a perderla. Trabajaria con las manos, conseguiria una nueva beca, removeria cielo y tierra para evitar que me expulsaran de Francia. Me humillaria ante el Consul y besaria las manos del Padre de la rue d'Assas, y pediria limosna por las calles… No existe en este mundo sino una realidad, que es ella, e indudablemente ella me quiere todavia. Si no fueran las dos de la manana, llamaria al Padre para decirle que venga inmediatamente a explicarme por que, sin consultarme, me van a meter como a una maleta dentro de un avion para llevarme al otro lado del mar, a un pais al que no quiero volver.
La enfermera de turno vino a preguntarme por que no habia apagado la luz y me dio unas pildoras con un vaso de agua. Puesta la cabeza en la almohada, un torrente de imagenes paso ante mis ojos cerrados. Encendi nuevamente la luz y me puse a escribir…
Volvi sobre mis pasos y al llegar al cruce donde habia tomado hacia la derecha, resueltamente avance por el tunel que se abria a mano izquierda, estrecho y lugubre, banado por una claridad macilenta. Aunque me moviera en sentido contrario al de la muchedumbre, esta no me estorbaba el paso ni yo le presentaba un obstaculo fisico. Pero dentro de aquel laberinto interminable no logre encontrar a la anciana del baston ni llegar a mi punto de