cuales aquel ano resultaba ser Cesar Alvear.
El aire era realmente sano, y la comida abundante; pero apenas si les quedaba tiempo para estudiar. En cuanto a los catedraticos, siempre mostraban con los «famulos» una prisa exagerada.
De los trece habia diez que eran de la comarca, surgidos de los bosquecillos salvajes por los que el coche de linea cruzo. Esos lo resistian todo con facilidad pasmosa y hubieran allanado no una pista de tenis, sino un campo de futbol; para Cesar y otros dos chiquillos de la ciudad, la cosa resultaba mas seria.
Estos dos chiquillos fueron retirados por sus padres a primeros de noviembre, con gran escandalo por parte de las monjas. Cesar, en cambio, se sentia dichoso y asi se lo escribia a los suyos y a mosen Alberto.
En realidad, la jornada empezaba para el muy temprano: diana a las cinco y media, capilla a las seis. Desayuno y ayudar a misa hasta las nueve, mientras otros despachaban el comedor y encendian las estufas. A las nueve, primer piso. Cuarenta celdas a su cargo. Cuarenta camas que hacer, cuarenta veces la escoba. Y puesto que los estudiantes durante la noche quedaban incomunicados sin poder siquiera ir a los
Lo cierto es que Cesar llego a conocer las cuarenta celdas mucho mejor que la suya propia. Y a traves de ellas, a los cuarenta internos. Cada una llevaba un sello personal, sin razon aparente, pues estaba prohibido pegar nada en las paredes. Especialmente las camas revelaban mil tendencias. De algunos internos se hubiera dicho que no la rozaban; de otros que se peleaban con ella. Muchos vaciaban con comica exactitud su silueta en el centro del colchon, a un lado, en diagonal. Uno muy joven, pelirrojo, retorcia siempre la almohada como un pingajo. Habia noches extranas, en que los suenos dejaban por doquier humanos documentos.
A las once, clase hasta mediodia. A las doce, almuerzo; a las doce y media, lectura en el gran comedor. Le habian elegido… porque su voz era dulce. Despues de comer le situaban ante una enorme cuchilla con la que debia cortar doscientas cuarenta raciones de pan -merienda y cena-. Luego, clase, luego ayudar a las monjas, luego ponerse a las ordenes del director, o barrer la capilla, o reparar fusibles. Y asi hasta las nueve de la noche.
Uno de los catedraticos dijo de Cesar que era un pajaro; si la metafora fue angelica, acerto; si se referia a facilidad para volar… Porque lo cierto era que a Cesar le costaba horrores seguir aquel ritmo, a causa del corazon. Debia de tener un corazon muy grande, pues con frecuencia lo sentia latir aterradoramente.
Pero el chico estaba contento. No consideraba que servir fuera ninguna humillacion. Llevaba consigo una estampa de San Francisco de Asis, que le proporcionaba gran consuelo, excepto cuando le obligaban a matar ratas. En estas ocasiones sufria horrores. Sus companeros campesinos mostraban estar en su elemento, y las perseguian por entre las cajas y montones de lena pegandoles punterazos triunfales. Cesar las buscaba y las evitaba a un tiempo, y no concebia que sus alpargatas se tineran de sangre. Los campesinos conocian su flaqueza, y le situaban cubriendo la puerta del almacen, y ellos desde el otro lado lanzaban contra el verdaderos ejercitos de animales despavoridos; entonces Cesar mataba, por obediencia.
De San Francisco de Asis, inconscientemente, imitaba muchas cosas, pero sobre todo la cortesia. Era cortes con todo el mundo, empezando por los objetos. Ni que decir tiene que lo era especialmente con el latin. El latin, idioma de los papas. Estuvo mucho tiempo creyendo que Jesucristo hablaba en latin, y por ello daba a las declinaciones un sentido de acercamiento a la divinidad.
A veces se asustaba. Le parecia ser muy poca cosa y que nunca llegaria a un buen sacerdote. Tenia una idea muy vaga de lo que, desde el punto de vista humano, ser sacerdote pudiera significar. En realidad, no pensaba sino en que podria levantar la Sagrada Forma y perdonar muchos pecados. Perdonarlos y convertir. Su idea fija era convertir a mucha gente, empezando por su primo Jose, el de Madrid, y su tio Santiago.
Un hecho le estaba resultando incomprensible: que Ignacio, teniendo todo aquello a su alcance, hubiese preferido dejarse crecer el pelo y trabajar en un Banco. Banco significaba dinero y el no entendia que cosas podian comprarse. Y se azoraba lo indecible cuando de tarde en tarde subian camiones con viveres, y oia a los choferes hablar de que pronto se iba a utilizar aquel Colegio para la formacion de una nueva generacion de maestros.
Cesar rezaba mucho, sobre todo muchas jaculatorias. No sabia por que, pero se acordaba especialmente de su hermana Pilar. Habia algo en Pilar que le daba miedo. Sobre todo desde un dia en que la hallo en el balcon riendose como una boba porque abajo, en la acera, tres chiquillos habian encendido un pitillo con derecho a dos chupadas por barba.
Otra cosa le azoraba: quitar el polvo de las imagenes de la capilla. El problema era insoluble. Comprendia que la cabeza de San Jose merecia estar limpia y que dejar crecer telaranas entre las siete espadas de la Dolorosa era sacrilego; pero, por otra parte, no hallaba el medio a proposito para impedirlo. Sus companeros utilizaban simplemente el plumero; a el le parecia un instrumento demasiado frivolo. Tampoco un trapo le satisfacia, pues a fuerza de frotar saltaba la purpurina, especialmente la de las coronas y tunicas. Paso muchas semanas intranquilo, y generalmente se decidia por soplar. Preferia soplar, con cuidado, aun a riesgo de que el polvo regresara como un alud a sus ojos.
Con el esqueleto de la clase de Historia Natural le sucedio algo extrano. Fiel a su proposito de contrariar continuamente sus pequenos impulsos y deseos, habia resistido siempre a la tentacion de tirar del cordel que salia, por un agujero redondo, de la vitrina. Una manana tuvo un momento de flaqueza y tiro de el: y entonces el esqueleto se puso a bailar. Su impresion fue tan grande que retrocedio. Porque aquello modificaba por completo su concepcion de la muerte, asimilada en el cementerio, que se basaba en la inmovilidad, y aun la del cielo, que se basaba en la contemplacion extatica. Cuando se confeso de su falta al profesor de latin, este le pregunto:
– ?Te asustaste mucho?
– Si, padre.
– Pues en penitencia tiraras del cordel una vez por dia, durante una semana.
Cesar obedecio. Cesar obedecia siempre, con lo cual su paisaje interior se iba enriqueciendo. Hablaba poco, pero de repente, como les ocurria a los hombres de la calle de la Barca, acertaba con imagenes extranamente poeticas, que nadie recogia. Hacia pequenos sacrificios, como dar el mejor pan al interno que le tratara peor. Algunos de estos internos le tomaban por loco y le jugaban bromas pesadas. Siempre salia quien le defendia, y varios habian intentado ofrecerle un par de pesetas de propina, que el habia rechazado con gesto entre energico y asombrado.
Un dia rogo a sus superiores que los domingos por la tarde le permitieran recorrer, solo, durante un par de horas, los alrededores del Collell. Nadie hallo inconveniente en satisfacer su deseo; Cesar, entonces, en estas excursiones, alcanzo una compenetracion muy directa con la naturaleza.
Porque el mundo en los alrededores del Collell era impresionante. Mucha tierra y muchos arboles y muchos pequenos abismos. Arboles duros, de figura gigantesca, presididos por robles y alcornoques. Cesar palpaba los troncos y, al sentirse totalmente incapaz de trepar por ellos, se reia. Con los pies ponia buen cuidado en no hacer crujir con excesivo dolor la hojarasca. La hojarasca era un gran elemento otonal y dia por dia iba tomando el color rojizo y arrugado de la tierra. Tierra apretada, residente alli desde miles de anos. De trecho en trecho, un barranco, corte hecho por alguna cuchilla mucho mayor que la que el utilizaba para las raciones de pan. Arroyos venidos de Dios sabe donde se compadecian de vez en cuando de los barrancos, y bajaban dulces o tumultuosos a arrancar de ellos profundas sonoridades; Cesar se sentaba y oia, y algunas veces se quedaba dormido.
En el fondo, todo aquello era una revelacion. El saber que era seminarista habia revelado en el mil disposiciones latentes, igual que le ocurrio a Ignacio al saber que no lo era. Desde el punto de vista de cualquier estudiante comodon y bromista procedente de Barcelona, el chico cometia muchas excentricidades; pero este punto de vista era discutido por el profesor de latin, quien decia que ponerse cabeza abajo para ver el cielo puede ser un acto muy meritorio.
El pelado al rape le habia dejado al descubierto una cabeza minuscula que, de serle permitido, a gusto hubiera cubierto con una boina, pues sentia frio. Para las faenas duras se ponia una bata amarilla que habia encontrado en el almacen, y que por milagro llevaba siempre impecable, mientras los demas «famulos» andaban siempre con manchas de cloro. Crecia mucho. El no se daba cuenta, pero se estiraba. Por ello estaba delgado y sus ojos, heredados de Carmen Elgazu, le ocupaban la mitad de la cara, rodeados de un cutis muy fino. Ahora andaba de prisa, como dando grandes saltos. Varias de las monjas sentian adoracion por el.
En Gerona solo se enteraban del aspecto positivo de su vida en el Collell. Acaso Matias Alvear hubiera olido entre lineas que el trabajo no era tan escaso como se les dijera. Pero Carmen Elgazu asistia alborozada a aquel despliegue de entusiasmo. Mosen Alberto decia: «Cesar llegara al altar».