Le emocionaban mucho las cartas de la familia, en las que casi siempre firmaban todos. Y le parecia hermoso que su madre rayara previamente a lapiz el pedazo de papel que le correspondia, asi como que su letra se pareciera grandemente a la de la abuela. Se preguntaba si podia guardar las cartas. Todo el mundo le decia que podia hacerlo; pero el acababa por quemarlas y esparcir las cenizas al viento.

La marcha de Cesar y la llegada del invierno habian alterado el ritmo de la casa. Le echaban mucho de menos. El chico era un gran elemento de serenidad. Las semanas en que Matias Alvear hacia turno de noche en Telegrafos, habia cierto desconcierto en la familia, pues tenia que dormir durante el dia. De todos modos, el hombre no faltaba nunca a la mesa, presidiendola.

Por su parte, Ignacio habia empezado a trabajar. Habia empezado el primero de octubre, tal como estaba previsto.

El Banco Anis era lo que dijo Julio: poco espectacular, pero solido.

Un oscuro vestibulo para el publico, frente a una hilera de ventanillas bajas. Al otro lado de las ventanillas, doce mesas de escritorio y doce sillones que crujian; ocupando estos sillones, doce «caracoles humanos».

Ignacio fue recibido con perfecta indiferencia, que le humillo. En realidad, pronto advirtio que le habian empleado en calidad de botones. El director le dio ordenes como si fuese una simple prolongacion del botones anterior, que partio alegando que queria aprender un oficio. Los empleados le mandaban a buscar periodicos, sellos y bocadillos.

Cinicamente el cajero, ya entrado en anos, demostro acogerle con franca simpatia. Por lo menos le llamo y de un tiron y sonriendo abrio ante sus ojos la gran caja de caudales. Ante aquellas montanas de billetes en cierto modo muertos, Ignacio experimento vertigo y oscuras tentaciones cruzaron su mente.

Habia un empleado que, por lo altisimo y tartamudo, sugeria la idea de la Torre de Babel. Habia otro tan bajito que nunca se sabia si estaba sentado o de pie. La mayoria llevaban gafas, tenian la tez amarillenta y sumaban a velocidades increibles. Continuamente se metian clips en la boca. Cambiaban muy a menudo de plumilla y tambien muy a menudo se levantaban para estirarse o ir al lavabo. Cuando el director se encerraba en su despacho, inmediatamente iniciaban una gran conversacion en voz alta. Los temas preferidos parecian ser las nuevas bases de trabajo que estaba redactando el Sindicato -U.G.T.- y el gol que Alcantara metio en Burdeos.

El encargado de los cupones parecia el mas rico de la comunidad. Parecia incluso mas rico que el cajero. Con sus tijeras en la mano hacia pequenos montoncitos de cupones trimestrales, que luego ataba con una gomilla y que contemplaba con una seguridad de rentista que anonadaba. Parecia decir: «Estos son mis poderes».

El encargado de la correspondencia trabajaba aparte, en un cuarto-miniatura. Eran el, su lampara y su maquina de escribir. A Ignacio le mandaron alla a pegar sellos y sobres, siguiendo un sistema en cadena muy ingenioso.

Todos estos empleados sentian por el director una viva repugnancia. No solo porque representaba al Amo, sino porque, al parecer, adulaba a los clientes, mientras que con los inferiores era un despota. El encargado de los cupones habia advertido que la pipa que le pendia siempre de los labios humeaba en presencia de los empleados en tanto que se le apagaba automaticamente en cuanto se enfrentaba con un cuentacorrentista.

El subdirector era muy catolico, muy sensato y muy calvo.

Ignacio hizo cuanto pudo para ganarse las simpatias de aquella sociedad, pero fue inutil Se le imputaba un grave cargo: tener aire de senorito de Madrid. «?Como cambiar mi aire? -pensaba Ignacio-. Imposible: el aire es uno mismo.»

Por anadidura, salia del Seminario. Era una rata de sacristia, un beato. Un dia le preguntaron si era virgen: el contesto que si. Su virginidad corrio de escritorio en escritorio. Todos los sillones crujieron, excepto el del subdirector. El encargado de la correspondencia, muerto de risa, pulso sin darse cuenta el boton de las mayusculas.

El se indigno, y sin pensarlo mucho lanzo un discurso que le salio magistral, diciendoles que era la primera vez que veia a unos seres humanos reirse de un hombre que lucha y vence. El argumento reboto en la risa de los empleados; sin embargo, el de los cupones confeso que la postura de Ignacio tenia cierta dignidad.

Ignacio se dio cuenta en seguida de que era muy inexperto. Aquella gente proyectaba sobre muchas cosas un foco de luz muy violenta, que sacaba a flote su angulo ridiculo. En sus dialogos usaban mucho la frase: «?Os acordais de…?» Evidentemente, eran personas mayores que el, que tenian un pasado.

Los mas parecian ateos. Hablaban de Dios con ironia de caracol resentido. Empleaban los mas extranos argumentos: «?Que venga y compruebe estas sumas con los ojos vendados!», decia uno cuando las cuentas no le salian. «?Que convierta este tintero en un jamon!», provocaba el empleado bajito, que siempre tenia hambre.

El mas consciente de los ateos tal vez fuera el de la correspondencia. Se llamaba Vila, aunque todo el mundo le llamaba por su nombre y apellido, Cosme Vila, no se sabia por que. Era un hombre de unos treinta y cinco anos, cuya cabeza, a la luz de la lampara de mesa, cobraba un volumen extraordinario. Siempre miraba las paredes del Banco como si todo aquello fuera provisional para el. Cada frase suya tenia tres o cuatro sentidos. Con frecuencia se inhibia por completo de las preocupaciones de los demas y se ponia a leer folletos, que escondia bajo la maquina de escribir.

Hablando de religion, era de una dureza inconcebible, que a Ignacio le sento mal desde el primer momento.

– A ver, a ver, cuentame cosas del Seminario. ?Que os decian, por ejemplo, de la Virgen? Ya os dirian que tuvo varios hijos, ?no?

Ignacio en varias ocasiones, le suplico que le dejara tranquilo. Por ultimo, al ver que el empleado insistia metiendose incluso en detalles intimos de su conciencia, le dijo:

– ?Verdad que yo no te pregunto si crees en el diablo o no? Como vuelvas a molestarme en mis cosas te partire la maquina de escribir en la cabeza.

Este era el doble juego del muchacho. Su brusca entrada en el mundo de los seres libres le habia producido tal conmocion, que se abrian brechas a su felicidad. La sensibilidad le jugaba malas pasadas. De ahi que mientras en el Banco se dedicaba a defender con valentia y aun fanatismo sus convicciones, precisamente a causa de la hostilidad que encontraba, en su casa procedia a la inversa, sin darse a si mismo explicacion aceptable. En su casa no queria confesar que su contacto con aquella gente constituia de momento una especie de fracaso. Por el contrario queria dar a entender que estaba aprendiendo muchas cosas. Y cuando su madre le advertia que a todo cuanto oyera opusiera su fe, el contestaba que si, que desde luego, pero que ahora veia claro que muchas cosas en el Seminario se las habian explicado de una manera somera, elemental.

Carmen Elgazu empezo a sospechar que los empleados del Banco Arus se echaban como cuervos sobre su hijo.

– A ver. ?Quienes son los que se entenderian conmigo de todos tus companeros de trabajo?

Ignacio reflexiono un momento.

– ?Contigo…? Me parece que hay uno solo: el subdirector.

Matias les daba poca importancia a las opiniones religiosas flotantes en el Banco. Su teoria era muy simple: «Mucho chillar, pero acabaran como yo mismo: comulgando por Pascua Florida». Se interesaba preferentemente por la filiacion politica de los empleados. E Ignacio le informo de que todos, excepto el subdirector, pertenecian a partidos izquierdistas.

Matias lo estimo muy logico, vistos los sueldos miserables que percibian y las condiciones en que trabajaban. No obstante, Ignacio senalo que lo que no comprendia era la gran diversidad de sus tendencias y ademas que todos criticaran tan ferozmente a los jefes de su Sindicato, jefes que ellos mismos habian elegido. Como fuere, el era tambien victima de aquel atraso social: el primer ano cobraria sesenta pesetas mensuales.

Los empleados le gastaban bromas respecto a las ideas politicas que debia de profesar la familia Alvear. A veces simulaban hablar entre si, concluyendo que, habida cuenta de la inclinacion sacerdotal de los hijos, la ficha de los padres era facil de establecer: el padre, monarquico recalcitrante; la madre, presidenta del Ropero Parroquial y probablemente admiradora de Mussolini. Un dia, Ignacio les contesto:

– ?Bah! Son mejores republicanos que vosotros. -Y el cajero, rodeado de pedestales de duros sevillanos, le hizo signo de asentimiento.

Al cajero le complacia que Ignacio demostrara caracter. Sin embargo, era dificil luchar contra quince. Julio Garcia le dijo: «Solo los venceras actuando. No tengas prisa. Tendras ocasion de demostrarles quien eres».

Pero al muchacho le roia un gran malestar. Esperaba la ocasion con delirio. No se atrevia a soltar ningun exabrupto por miedo a perder el empleo; al fin y al cabo, era el ultimo de la fila y no le quedaba mas remedio que

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