ale, hasta que se pudran.»

Fuera de estos empleados, la persona que menos se dio por enterada del ascetismo de Cesar fue mosen Alberto. Mosen Alberto estaba muy familiarizado con el ansia de perfeccion de los seminaristas en los primeros cursos de la carrera. «A partir del tercer ano -decia-, ya es otro cantar.»

Mosen Alberto le dijo: «Bien. Vamos a ver si ponemos un poco de orden en tus vacaciones. Mira, vamos a hacer una cosa, si te parece. De momento, todas las tardes te vienes aqui y me ayudas en el Museo. Luego veremos por las mananas que se puede hacer».

?Valgame Dios! ?Que otra cosa deseaba Cesar? En el Museo habia tallas de la Virgen, un cuadro que representaba el martirio de San Esteban…

Fue al Museo. Por un momento habia imaginado que haria cosas importantes. ?Cuanto podia dar de si el estudio de un retablo! Pero la realidad se impuso pronto. Todo aquello no era para su edad. ?Que sabia el chaval de la transicion del gotico o de la influencia bizantina en tal o cual cruz de cobre hallada en una ermita de la Diocesis? Lo que hizo fue, mas o menos, barrer, quitar polvo, soplando tambien de vez en cuando; montar guardia por si llegaban visitantes, frotar metales y llevar muchos, muchos recados al Palacio Episcopal.

La unica diferencia con el Collell estribaba… en el chocolate. Cuando menos lo esperaba, estando sentado entre una gigantesca armadura y la cama del beato Claret, aparecian ante el las dos sirvientas, que le trataban con una deferencia que le abrumaba, y le ponian en las manos una taza de chocolate y picatostes. Cesar, al principio, se opuso ?No, no, no faltaba mas! Pero en seguida leyo en los ojos de las sirvientas una tal pena que con ademan de automata tomo la taza. «?Es que no le gusta? ?Quiere que le preparemos otra cosa?» Cesar movio la cabeza. Se dio cuenta de que las dos sirvientas de mosen Alberto eran las unicas personas en el mundo que le trataban de usted. «Si, si me gusta. Claro, claro. Muchas gracias.»

Algunas tardes, las sirvientas eran las unicas visitantes del Museo porque de la ciudad no iba casi nunca nadie, excepcion hecha de algunos arquitectos -un tal Massana, un tal Ribas-. El resto eran, en todo caso, turistas extranjeros, gente extrana. Cesar tenia orden de echar escaleras abajo al primero que se presentara con calzon corto. «?Dios mio -rezaba, al oir que llamaban a la puerta-, que no sea un ingles o un frances con calzon corto!»

A veces le entraba miedo al sentirse guardian de aquellos tesoros. «?Que haria, pobre de mi, si ocurriera algo?» Habia tardes en que se entretenia leyendo cronicas antiguas sobre la ciudad, enterandose de mil detalles que le apasionaban y que fortalecian el gran respeto que habia sentido siempre por la parte antigua, por las piedras y los monumentos religiosos.

Puesto que las mananas, de momento, se las dejaba libres, se dedico a sus correrias de siempre. Volvio al cementerio. Y su reencuentro con los hombres retratados con el uniforme de la guerra de Africa y el nino del rincon sosteniendo un pato de celuloide, el hallarlos a todos en el mismo sitio y en identica posicion, le recordo la cosa definitiva que habia en la muerte, a pesar de los bailoteos del esqueleto de la clase de Historia Natural.

De regreso a la ciudad, sudaba. Sentia un poco de vertigo, solo en la carretera bajo el sol que caia. Pensaba en lo que le habia dicho su profesor de latin, que la religion era la unica potencia que habia creado edificios vencedores del clima: las iglesias. Entonces se decia: «Es cierto. En el Museo no hace calor». Tambien pensaba en los claustros de la Catedral, con el surtidor murmurando.

La Catedral: subia a ella con frecuencia. ?Como era posible que brazos humanos hubieran erigido aquel monumento? Aquellos bloques inmensos unos sobre otros. Los de la base eran comprensibles… Pero, por ejemplo, ?aquel ya cerca del campanario…? En el Collell, un interno le habia dicho: «Pues no era dificil, ?sabes? A base de esclavos». Cesar no lo creeria jamas. Tal vez hubiera intervencion de manos humanas. Seguro, claro esta, que hubo mano de obra. Pero el arranque de aquel monumento, el grito espiritual que el simbolizaba, obedecia a algo maravilloso. «Y si no, a ver… ?por que no se construian ya catedrales?»

Volvio al camino del Calvario, a las catorce capillas que jalonaban la colina. Siempre habia una mujer arrodillada ante la ultima estacion…

Un dia, remontando el rio Galligans hacia el valle de San Daniel, hizo un descubrimiento: el convento de clausura. ?Santo Dios! Aquello le atrajo de una manera especial, pues le habian dicho que albergaba dos monjas que llevaban mas de cincuenta anos sin salir de el. Ello significaba que si les pusieran los auriculares de la galena en las orejas, se llevarian un susto… Se detuvo ante la tapia y acercandose a la yedra, respiro hondo, respiro olor de santidad.

Ignacio no perdia detalle de las correrias de su hermano. Sabia que este, estimulado por las cronicas antiguas que leia en el Museo, y por mosen Alberto, se dedicaba a estudiar el barrio antiguo de Gerona, convencido mas que nunca de que ocultaba tesoros de todas clases. Trozos de muralla, extranas rejas, losas que retumbaban… todo excitaba su imaginacion. Con frecuencia, a la hora de comer, el seminarista llegaba sudoroso y contaba que con la ayuda de unos companeros estaba sobre la pista de tal o cual capilla, o de las catacumbas… ?Las catacumbas! Esta palabra obsesionaba a Cesar, pues se decia que San Narciso, patron de la ciudad, habia sido martirizado en ellas.

Ignacio era su aguafiestas.

– Es perder el tiempo -le decia-. No hallareis nada. Se ha edificado encima, ?comprendes? La Catedral esta encima de la antigua basilica; con San Felix ocurre algo parecido. ?Las catacumbas eran una pieza de seis metros de largo, no mas!

Un dia, Carmen Elgazu, mientras arrancaba la hoja del calendario para leer la historieta del dorso, comento:

– Bueno, ?y que? Dejale. ?En que mejor emplear las vacaciones?

E Ignacio contesto, inesperadamente:

– En pensar en los pobres.

?Santo Dios! Toda la familia le miro. La respuesta le salio en tono desorbitado. En realidad, el ataque tenia mucha amplitud en la mente del muchacho. Y el origen era antiguo: se remontaba a los tiempos en que Ignacio hacia aquellas visitas a la calle de la Barca; ahora su gran curiosidad por la miseria se habia despertado en el de nuevo, con brio insospechado. Las causas eran muchas, algunas sutiles, otras vulgares; las mas recientes, el comportamiento estupido de un cliente del Banco y unas novelas de Baroja que le presto Julio.

Cierto, en el Banco se hablaba mucho de la injusticia del mundo, pues las cifras que arrojaban los libros de contabilidad daban que pensar al menos impresionable. Habia familias que guardaban en el sumas enormes, dinero sobrante que permanecia alla anos enteros sin convertirse en pan para nadie; y el jefe de una de estas familias era don Jorge de Batlle, rentista del que se contaba que poseia ochenta masias en la provincia y que cuando las visitaba les decia a los colonos: «Si no me robais, teneis casa hasta la muerte». ?Hasta la muerte!

Ignacio acababa de conocer a don Jorge… y de ahi el ex abrupto del muchacho en el santo almuerzo familiar. Don Jorge: mediana estatura, sombrero hongo, guantes, su hijo menor al lado, en proteccion simbolica. El encuentro entre el propietario e Ignacio no pudo ser mas desafortunado. Ocurrio en el Banco. Habia caido un chaparron enorme, veraniego, e Ignacio, que continuaba siendo el ultimo del escalafon, habia olvidado sembrar serrin en la entrada. Don Jorge abrio la puerta del Banco y al sortear los charcos que habian formado los paraguas al escurrir, enrojecio, llamo al director, y con el indice iracundo le fue senalando el curso del agua y las salpicaduras en sus botines.

El director, con la pipa apagada, llamo a Ignacio y le reprendio con hipocrita severidad. Ignacio enrojecio como la grana y la sonrisa de Cosme Vila le sulfuro mas aun. Miro a don Jorge. Dio media vuelta. Fue en busca del serrin y lleno un cubo, sintiendo que no fuera materia mas resistente para hundir en ella las manos, aranandola. Regreso vaciando su contenido, luego fue por otro cubo y luego por otro, con la evidente intencion de levantar un parapeto de serrin. El director le dijo:

– Cuando hayas terminado, entra en mi despacho.

El segundo toque de alarma fue Baroja. Los personajes de Baroja le parecieron victimas de don Jorge, o almas que se rebelaban contra el y sus semejantes. Golfos, mujeres malolientes, aventureros, anarquistas, con un punto de crueldad, tragicos, fugaces, sin Dios, cerebros sin esperanza. Ignacio habia leido tres libros consecutivos de Baroja, La Busca, Mala hierba, Aurora Roja, y sin saber por que se habia sentido proyectado violentamente contra una serie de cosas en que creia. Todas las bromas anticlericales de los empleados del Banco le parecieron menos gratuitas, como si Baroja les hubiera proporcionado justificacion psicologica. Vagas intuiciones de que la vida era un desorden afloraban a su piel, y de que en realidad el mundo estaba lleno de peces grandes que se comian a los chicos, de indices que senalaban los charcos de agua.

Todo ello le llevo a pensar, cuando veia a mosen Alberto en su casa oliendo el cafe que le habia preparado

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