Carmen Elgazu se asustaba porque sabia que la edad de Ignacio era crucial y porque entendia que sus ex abruptos eran fruto de los malos ejemplos. A la corta o a la larga, ella se enteraba de todo e iba pensando: «Mal asunto para Ignacio». De la quema de iglesias y conventos en Madrid acabo enterandose primero por los periodicos de Bilbao, que Matias no consiguio ocultar, y luego porque mosen Alberto se lo conto. Y se afecto extraordinariamente, tanto como Cesar. Desde entonces la Republica le daba un miedo inexplicable, que el tiempo no conseguia mitigar. Cuando leia que en Andalucia habia estallado un movimiento comunista libertario decia: «No me extrana, no me extrana». Cuando veia los modelos de traje de bano que se exhibian en los escaparates se horrorizaba. «No me extrana, no me extrana.» Y siempre pensaba que aquello podia abrir brecha en Ignacio. «Ver quemar una iglesia es comprobar que una iglesia puede ser quemada», filosofo a su manera, hablando con mosen Alberto. «Claro, claro -contesto el sacerdote-. Por ahi se empieza.»

En cuanto a Ignacio, salio de aquel incidente como Cesar del bano despues del viaje: limpio, con solo el vago recuerdo del escozor de la alfalfa. Y se dijo que, en realidad, lo que mas le impresiono de la advertencia materna fue lo primero: «En esta casa solo hay una persona que puede hablar de los pobres: tu padre». El origen humilde de su padre le causaba siempre gran respeto. Cualquier gesto de su padre, cualquier acto y el desarrollo de sus costumbres tenian para el un significado especial cuando pensaba en su origen humilde. A no ser por el recuerdo del «ta, ta, ta; ta, ta, ta» del aparato telegrafico, los puros que encendia Matias Alvear le hubieran sabido amargos. Ignacio se dijo: «Lo que tengo que hacer es llevar una vida normal y no complicar la de los mios». Por un momento casi deseo ser rico: hubiera querido hacerle un regalo a su madre, otro a Cesar, otro a Pilar. En esta disposicion de animo entro en agosto, viendo que las vacaciones de Cesar pasaban de prisa, de prisa…

Carmen Elgazu hubiera querido hacer una cura radical. Que aquello no fuera un bano, sino una purga. Y, al efecto, le habia dicho: «Puesto que no puedes impedir los movimientos comunistas libertarios de Andalucia, ni que los empleados del Banco sean como son, ni que sea como es Julio Garcia, por lo menos hazme un favor: obedece por una vez a mosen Alberto y no vayas ni a esa barberia ni al cafe Cataluna».

?Ah! Por ahi no habia nada que hacer… A Ignacio le ocurria como a Matias Alvear: tenia sus costumbres. Siempre decia que los chicos que cambian de barberia es que no tienen estabilidad; y en cuanto al cafe Cataluna…

A Carmen Elgazu no le gustaba la barberia de Ignacio -tampoco le gustaba mucho la de Raimundo, pero ?que hacer!- porque sabia que el patron y los dependientes eran muy extremistas y estaban abonados a todas las revistas pornograficas. «Dios sabe lo que oiras mientras te cortan el pelo, hijo mio.» Ignacio no tenia ninguna intencion de cambiar. No encontraba nada especial en el establecimiento, pero ya le conocian; y, ademas, uno de los dependientes tenia un hermano casado con una malaguena. Aquel detalle le fue simpatico.

Poder entrar en la barberia y preguntar: «?Que, que tal su cunada?, ?que cuenta de Malaga?», le traia a la memoria mil recuerdos de infancia.

Y en cuanto al cafe Cataluna, la cosa era mas seria. Poco a poco el ambiente habia ido penetrando en el. Carmen Elgazu detestaba aquel cafe porque le parecia ordinario: futbolistas, limpiabotas, tratantes de ganado que jugaban al julepe y por la noche al bacara…; pero Ignacio tenia sus razones.

La primera era el billar. Continuaba jugando al billar, especialmente los domingos, sacando la lengua y levantando la pierna derecha cuando la bola pasaba rozando, lo cual le ocurria con machacona frecuencia. Su padre siempre le decia: «En el billar, mientras no se domina el «retroceso» no hay nada que hacer». E Ignacio no acertaba con el. En cambio, su companero de juego, Oriol, poseia taco propio, el cual le permitia hacer retroceder su bola cuanto le daba la gana.

Y luego le gustaba, porque entendia que aquel cafe era un gran campo de experiencia. Ignacio creia que habia hecho en el dos descubrimientos claves: el de que los limpiabotas eran, entre el pueblo, una institucion tan importante como el clero entre la clase media y alta, y el de que los obreros en paro eran seres muy desgraciados y facilmente infalibles.

Los limpiabotas eran practicamente el centro en torno al cual giraba la vida del bar Cataluna. Todos los de la ciudad se reunian en el, por turno, y entre todos lo sabian todo e informaban de todo a todo el mundo.

Habia algo en su cara -o tal vez en su faja y en sus pantalones de pana- que les conferia autoridad. Muchos clientes del cafe los escuchaban como a un oraculo, y los rodeaban como los muchachos jovenes rodeaban a los ases del futbol. Entonces, sin gesticular, ellos hablaban lentamente, y poco a poco iban vertiendo opiniones de una violencia inaudita, eficaces porque por su forma de expresion no parecian exageradas, sino al contrario. Hasta el punto que, excepcion hecha de un tal Blasco, anarquista militante que alardeaba de serlo, Ignacio no conocia la filiacion exacta de ninguno de ellos. Aunque era evidente que eran mucho mas extremistas que Raimundo y el barbero de Ignacio juntos. Ignacio, a veces, habia pensado que en el oficio de aquellos hombres, en tener que arrodillarse ante el cliente, estaba el origen de su resentimiento.

En todo caso, exaltaban sistematicamente a todo el mundo, incitando a uno y otro a esto o aquello y tratando de vender piedras de mechero y postales pornograficas. En opinion del companero de billar de Ignacio, algunos futbolistas se habian convertido en desechos de hombre -bebiendo y jugando- a causa de los limpiabotas. Estos siempre decian: «Hay que ayudar a la Republica a hacer la revolucion. Encuentra muchos enemigos». El 10 de agosto, cuando Sanjurjo se sublevo en Sevilla, los limpiabotas fueron los que pidieron en el Cataluna, con mas sangre fria, la cabeza del general y de los demas militares comprometidos.

Ignacio habia notado que sus victimas mas faciles eran los segundos seres motivo de su observacion: los obreros en paro. Obreros silenciosos muchos de ellos, que se sentaban en la acera fumando o dejandose caer la gorra sobre los ojos, para protegerse del sol. Los limpiabotas les daban tabaco y aun les pagaban alguna copa de anis, a cambio de que les oyeran lentas y complicadas segregaciones oratorias. «Dile a tu mujer que vaya a ver al obispo para que te de trabajo. Por lo menos, podra sentarse en un buen sillon mientras espera.» Ignacio, viendo aquellos obreros, sentia por ellos una gran pena. Deseaba que las cosas se arreglaran para sus familias, que la Republica llevara a cabo, en efecto, la revolucion. Los futbolistas se lamentaban: «Los ricos no vienen ni siquiera al futbol. Si nosotros cobramos alguna prima, es gracias a la clase media y a los obreros».

En cuanto al juego, fue otro descubrimiento del muchacho. En seguida comprendio que, de tener dinero, se aficionaria a el como algunas personas que estaban alli dia y noche, con la baraja en las manos. A veces, encontrandose en el salon del billar, se le acercaba un limpiabotas y le decia: «Mira en aquella mesa. A duro y a poner todos». A Ignacio aquello le atraia cuando la apuesta era importante. Sufria tanto como los propios jugadores.

Su padre le habia advertido muchas veces: «Lo que quieras, pero las cartas no». Por eso le ocurrio lo que le ocurrio. El dia en que el director del Banco le comunico que iba a proponer a la Central, a Barcelona, que le admitieran como meritorio, con aumento de sueldo, no solo penso que las seis pesetas que dio a la vieja le eran devueltas con creces, sino que no pudo resistir la tentacion de decirle al limpiabotas: «Ahi van tres pesetas. Juega por mi». Le parecio que, no teniendo el las cartas, no desobedecia tan gravemente a su padre.

Y no obstante, el dinero ganado -once pesetas en menos de diez minutos- le produjo tal emocion, tal desconcierto, que comprendio que aquello no era bueno. Los dos duros y la peseta le tintineaban en el bolsillo como si fuesen campanillas. Llego un momento en que le parecio que todo el mundo las oia, especialmente los obreros parados. Entonces salio del cafe incrustandose las monedas en el fondo de la mano cerrada.

Carmen Elgazu, que no cesaba de observar a Cesar, veia que el seminarista estaba contento. Contento primero por el cambio que estaba dando Ignacio; y luego porque habia tenido una idea que, expuesta a la familia -fue excluido Matias Alvear- merecio la aprobacion mas entusiasta, especialmente por parte de Pilar.

Fue un pequeno complot, que Ignacio dirigio con arte consumado. Ocurrio un domingo por la manana, el ultimo domingo de agosto, proximas a su fin las vacaciones.

A las diez, Matias, en pijama y silbando, segun su costumbre, salio de su cuarto y colgo el espejo en la ventana que daba al rio, dispuesto a afeitarse. Su rostro expresaba la mayor felicidad.

Apenas dio media vuelta en direccion a la cocina para recoger sus enseres, cuando Cesar salio de ella triunfalmente blandiendo una navaja, jabon y brocha, en tanto que Ignacio retiraba el espejo y la propia Carmen Elgazu preparaba una silla de cara a la luz, y con ademan cortes invitaba a Matias a sentarse en ella. Detras de Cesar, por encima de su hombro, sonreian Pilar… Nuri, Maria y Asuncion.

– Pero… ?que pasa? -barboto Matias, horrorizado al ver la navaja en manos de su hijo-. ?Que complot es este?

– ?Nada, nada! ?Que Cesar va a afeitarte! -explico Pilar.

– ?A mi…?

– ?A ti, si! -rubrico Cesar-. ?Tengo que aprender!

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