Sus hijas repitieron la frase del sepulturero: «Ya esta bien, ya esta bien».

El Responsable comprendio que tenian razon. El era un triunfador. El fracasado era el sargento, el novio de su hija mayor, al que se le atasco el fusil tres veces, como si una maldicion le impidiera disparar.

La fracasada era su mujer, que en el Manicomio continuaba rezando el Rosario todo el dia y a la que el Comite Revolucionario de Salt habia arrancado ?por fin! las cuentas de las manos. Los fracasados eran los treinta y seis que habian sentido en sus carnes la justicia del pueblo.

El Responsable hablaba de los muertos, de su mujer y del sargento porque no conocia el verdadero fracasado de la noche, el que mas raquitico se sintio, mas hundido y poca cosa, mas avergonzado de ser hombre: Teo.

Teo fue el gran fracasado de la noche. Porque, al fin y al cabo, los que murieron, no fueron abandonados por el hecho de morir, sino que se llevaron de los vivos, y dejaron entre ellos, algo consubstancial. Por otra parte, ni uno solo, entre los treinta y seis, murio sin compania, excepcion hecha de don Pedro Oriol.

En cambio, Teo se encontro solo, absolutamente solo. Sin coche, sin patrulla, sin objetivo fijo. Murillo le habia seguido las bromas mientras llevo alba, casulla, bonete, encuadrando sus feroces bigotes; pero llegada la noche se habia separado de el.

Teo habia hecho mil calculos y todos le fallaron. Imagino que le bastaria un gesto para que la valenciana acudiera a su lado, y no fue asi. La vio un momento y ella volvio la cabeza, con coqueteria, y prosiguio su marcha. Tambien habia supuesto que los murcianos le pedirian que les capitanease, como en el incendio de San Felix; tampoco fue asi. Los murcianos, desde la requisa de coches, habian cambiado mucho, y parecian valerse por si mismos.

De modo que Teo se encontro solo. Se habia dirigido a su casa para cenar algo, pensando que tal vez a ultima hora, cuando las operaciones empezaran, encontraria el apoyo de alguien, tal vez de algun taxista. De modo que se decia: «?Claro que si!» Pero… no contaba con San Narciso. Al abrir la puerta del piso se encontro, inesperadamente, con la urna que contenia el cuerpo de San Narciso. La impresion que recibio fue extraordinaria, porque la posicion del Santo, con las manos cruzadas sobre el pecho, era de un patetismo insolito, a pesar de que, de nino, Teo habia oido que su madre decia: «Parece que duerme».

Teo quiso sobreponerse aun, vencer el miedo atacandole de frente, acercarse al santo y contemplarle sin ambages, de tu a tu, con lo cual se cercioraria de que era de madera y todo aquello desapareceria. Pero entonces le ocurrio lo doblemente singular. No solo le parecio que el rostro no era de madera, que era realmente de carne, sino que aquella carne no estaba muerta. Le parecio que era un rostro vivo, que los labios balbuceaban algo. Algo asi como «ba, bo…» Entonces, quien sintio que sus musculos se agarrotaban fue el. La gorra impidio que se le erizaran visiblemente los cabellos. No pudo cenar. Salio dando un portazo. Le parecio que sonaba. Y paso toda la noche vagando solo, sin atreverse a hablar con ningun taxista ni participar en ninguna operacion. Ello le permitio ser testigo y fiscalizar muchas cosas. El guino constante de las estrellas, la impenetrabilidad de las piedras, las llamas lentas y pobres de todos los edificios desmoronados por los incendios, convertidos en solares. Teo recorrio toda la ciudad. Veia como los coches se detenian y por las siluetas reconocia a los ocupantes. «Este es Blasco, este es Santi.» A Santi le reconocia porque entraba en las escaleras dando un salto, al Cojo por su cojera, a la valenciana porque su escote brillaba… Se ocultaba en los portales, en las esquinas. Vio que trasladaban alguien al Hospital, procedente del domicilie de don Jorge. No comprendio. Vio los esqueletos ante el convento del Corazon de Maria. ?De repente, en el rio, alguien erecto, con los brazos en cruz! Era el Cristo de la iglesia de los jesuitas, que continuaba cabeza abajo. La soledad de Cristo en el rio fangoso era indescriptible. Teo se apoyo en la barandilla y lo contemplo. Tambien le parecio que balbuceaba algunas silabas. Entonces temio volverse loco. Escupio. Finalmente, agotado, se fue a la cuadra donde dormitaban sus dos caballos y el carro. Alla encontro respiraciones amigas y consiguio dormir.

CAPITULO XCII

A media manana, el fantasma de la muerte recorria la ciudad. Una sensacion colectiva de responsabilidad flotaba a ras de las cabezas. En realidad, los treinta y seis no se habian ido: estaban presentes, tanto mas cuanto que su marcha se produjo con tanta sencillez.

La gente se daba cuenta de que los enemigos contaban en la ciudad y en la vida de cada uno. Seccionados, quedaba un vacio. Las mujeres de los milicianos se sentian incompletas sin don Santiago Estrada.

Fue una manana lenta, en la que las heridas de la vispera se abrieron a plena luz. Los edificios incendiados, los pianos en el rio, un pez dormitando en las teclas de uno de ellos, la horrible mancha negra de las imagenes en la Rambla, con la torpe circunferencia trazada por Santi; una bandera roja coronando la Catedral; cerca de la estacion, dos coches flamantes convertidos en chatarra.

A las once el decorado cambio. Los milicianos volvieron a salir. Habian dormido unas horas, empezaba otra jornada. Con ellos reaparecieron los coches, en los que se veian, excitadas, muchas mujeres llevando tambien mono azul. De pronto, las mujeres se apeaban y detenian a los transeuntes clavandoles una banderita. «Socorro Rojo Internacional.» «Para la Milicia Popular.» Los dos confesonarios del Carmen habian sido colocados a ambos lados del Puente de Piedra, a modo de garitas de arbitrios, y dos milicianas sentadas en ellos admitian donativos.

La ciudad volvio a llenarse de ruidos, en tanto que la gente iba de prisa, excepto aquellas personas que se regocijaban de lo que habia ocurrido o lo juzgaban natural. Entre estas personas se contaban muchas de las que nunca se hubiera sospechado. Uno de los carteros, amigo de Matias, le corto a este la respiracion cuando le dijo: «?Bueno, por fin habra pisos que se alquilen!» Otras habian comprado El Proletario y leian con sorprendente fruicion las listas de las personas consideradas facciosas de la ciudad.

Los cafes y barberias habian abierto y se llenaron de milicianos, algunos de los cuales aseguraban que los militares no habian sido derrotados, ni mucho menos, en todas partes. Que en muchos lugares de Espana dominaban la situacion y que en otros el pueblo continuaba combatiendo. Aquello ponia furiosos a los oyentes, pensando que el comandante Martinez de Soria y los demas oficiales continuaban protegidos por las autoridades. No se hacian a la idea de que pudieran matar curas, pero no a los principales responsables. ?Y no solo eso, sino que los familiares de estos gozaban tambien de proteccion oficial! La esposa del comandante Martinez de Soria, Marta… Todo el mundo creia que Marta continuaba tranquilamente en su casa.

Un hecho era evidente: la gente queria pensar en los rostros conocidos que no volverian a ser vistos nunca mas, y no podia. Leyes imperiosas, de defensa propia, se imponian a todo otro pensamiento. Los coches volvian a constituir una obsesion -muchos de ellos ya bautizados con nombres parecidos a los del Comite de Salt-. Y mas aun que los coches, las ordenes que continuamente salian del Comite Revolucionario Antifascista. Prohibido llevar luto, prohibido preguntar por un desaparecido, prohibido investigar en las carreteras, prohibido salir de Gerona sin un salvoconducto con el sello del Comite. Acababan de constituirse los controles. A cada salida de la ciudad, centinelas armados vigilarian el paso de los vehiculos y personas, pidiendoles este salvoconducto. Bandos pegados en los muros informaban que el Comite Revolucionario Antifascista habia instalado las oficinas necesarias para asegurar el funcionamiento de este servicio. «?Sabeis si esta permitido ir a tal barrio…?» «Parece que no.» Todo el mundo, instintivamente, dejo de llevar sombrero. El sombrero desentonaba en medio de los monos azules de los milicianos. Acaso los unicos sombreros que quedaran en la ciudad fueron el de Julio Garcia, ladeado, y el de Matias Alvear.

En seguida fue localizado uno de los grandes peligros: las criadas. Las criadas eran las que se dedicaban a denunciar quienes escondian a quien. Salian, detenian a un miliciano por la calle y le decian: «En el tercer piso se esconde un cura».

Ello ocasiono un panico indescriptible. Las personas flotantes, en busca de refugio, se contaban por docenas. Llegaban monjas de fuera, de pueblos lejanos, disfrazadas como podian, y llamaban a la puerta de los parientes. «?Santo Dios! ?Tu aqui…?» Las criadas, las criadas habian observado su entrada.

La criada de don Emilio Santos denuncio ante Salvio a tres fabricantes procedentes de Barcelona, que con bigote postizo y cazadora de cuero habian entrado en el inmueble vecino.

Continuamente pasaban milicianos conduciendo detenidos hacia el Seminario, convertido en carcel. Por ello muchas personas abandonaron sus pisos, que eran ocupados por los milicianos o para instalar algun servicio revolucionario. Blasco y el Cojo se instalaron en el domicilio del notario Noguer, donde se enteraron con estupor,

Вы читаете Los Cipreses Creen En Dios
Добавить отзыв
ВСЕ ОТЗЫВЫ О КНИГЕ В ИЗБРАННОЕ

0

Вы можете отметить интересные вам фрагменты текста, которые будут доступны по уникальной ссылке в адресной строке браузера.

Отметить Добавить цитату