otro, que la mano se queda pegada con asco a la barandilla. Vivirla: esa era la palabra, y respirarla.

Todo convergia hacia el mismo centro: las personas, lo directo, la entrana. Y le gustaba que fuera asi. Imposible concebir la existencia de otra manera. El propio Julio se lo advirtio a Jose, hablando de la huelga y de los metalurgicos despedidos: «Lo impresionante hubiera sido verlos».

Ignacio se dijo que debia de ser la causa de esto por lo que sus simpatias y antipatias eran tan manifiestas. Le parecio comprender por que la presencia de mosen Alberto le desasosegaba; porque debia de haber un desequilibrio entre las platicas dominicales del sacerdote y sus actos, su vivir cotidiano. En cambio, su afecto por el subdirector del Banco, aun tratandose de un hombre modesto y de ojos beatificos, se debia seguramente a lo contrario: a que este vivia sus ideas, a que por la CEDA aceptaba de buen grado crearse enemistades, arrostraba las bromas de los empleados y ahorraba durante cinco meses para poder regalar un ventilador al Partido.

Ello tal vez le indujera a no poder penetrar el sentido de ninguna doctrina sin verla encarnada por alguien. De ahi, probablemente, que se le escapara el fondo de muchas palabras que brincaban sin cesar a su alrededor y que iban tomando cuerpo: por ejemplo, la palabra comunismo.

No, el halito de la persona de Cosme Vila no le bastaba. Le seria necesario verle actuar…

Tampoco le bastaban las suposiciones de su madre y de Jose respecto de Julio: tambien seria necesario verle actuar.

Aunque, respecto de Julio, le ocurria algo singular. Iba creyendo que, en efecto, el policia era comunista. Algo instintivo le impelia a creerlo, y a afirmarlo… No el examen de la dialectica del policia -metodo empleado por Jose-, ni los viajes de Julio a Paris ni los brazaletes de dona Amparo Campo. El mecanismo deductivo de Ignacio operaba siempre en terrenos mas poeticos. Cierto, el primer dia en que Ignacio tuvo la intima certeza de que Julio era comunista, ello se debio a algo sencillo, absurdo y probablemente grotesco: al hecho de que Julio tuviera en el piso una tortuga.

Ignacio estaba solo, Julio hablando por telefono. Permanecio un cuarto de hora contemplando el animal, le vio avanzar implacablemente, con desesperante tenacidad, por entre las patas de la silla, bordeando la alfombra, siempre en el mismo sitio y a la vez un poco mas alla, con su universo a cuestas… y penso que Julio era comunista. Y desde entonces muchas veces penso en ello. Cuando el animal permanecia horas y horas quieto, el muchacho pensaba: «Esta preparando un gran salto». Y cuando su amo le acariciaba o le contemplaba sonriendo, el bicho cobraba vida de simbolo, a pesar de que dona Amparo sentia por el verdadero horror.

El companero de billar de Ignacio, Oriol, chico tuberculoso, al escuchar este relato le dijo: «Me gusta que tengas ese tipo de sensibilidad. A mi tambien me ocurren esas cosas».

Cada vez que Ignacio tenia un choque -una discusion en el Banco, el fracaso de un proyecto- se refugiaba en el billar. Con motivo de no aprobar, volvio a el. Y en esta ocasion descubrio en su companero de juego un ser nuevo. Es decir, acaso fuera el mismo de siempre, pero antes no se habia fijado mucho en el: su companero de billar era un muchacho sutil, muy inteligente y de una gran distincion. Le costo mucho darse cuenta de ello porque el chico era callado hasta lo inverosimil. Solo de vez en cuando decia, sonriendo: «En el fondo, el billar es perder el tiempo». Y entonces Ignacio comprendia que el chico jugaba porque su enfermedad le impedia hacer otra cosa mas importante.

Muchas veces habia pensado que las torturas a que el billar obliga debian de perjudicar a su amigo. Y, en efecto, de repente este quedaba tendido sobre el tapete verde, con el taco inmovil, y se ponia a toser, en cuyo momento la bola roja parecia de sangre; pero nunca se habia atrevido a advertirle. En todo caso, viendole ahora penso: «No cabe duda de que la aristocracia es un hecho». Y entonces volvio a sentir un inexplicable rencor.

Pero lo vencio. La primavera era tan hermosa en la ciudad que el simple hecho de mirar era un gozo. Desde los vestidos de las chicas hasta el matiz de los verdes de la Dehesa todo invitaba a la alegria, a crecer, a pujar. Ignacio a veces, despues de cenar, antes de meterse en cama con los libros de texto, llamaba a Pilar y entre los dos, con los codos sobre la mesa, iban rellenando en colores las paginas de sus cuadernos de nino que habian quedado sin pintar.

E Ignacio, que consideraba metal mas puro la alegria que el oro, ahora pintaba las ovejas de color azul.

En este estado de animo le hallo Cesar. ?Santo Dios! El muchacho se trajo del Collell un soplo de aire bienhechor. Opero, como siempre, un subito cambio de decoracion. Parecio como si al entrar borrara del umbral de la puerta la imagen de Jose y devolviera a la familia su verdadera razon de ser, regular y humilde.

Carmen Elgazu tuvo una alegria infinita al verle. ?Alto, definitivamente alto! Con cara malucha, desde luego. «Pero vas a ver como te trata tu madre. ?Pobre, pobre! En un mes vas a engordar seis kilos.»

Cesar habia traido una carta del Director, dirigida a Matias Alvear. Este la abrio muy intrigado, pues era la primera vez que tal cosa ocurria: «Cuiden a su hijo. Se desmaya con frecuencia».

Matias no se atrevio a hablar de ello con su mujer. En cambio, se lo dijo a Ignacio y este repuso, repentinamente indignado: «?Natural! ?Hace tonterias!»

– ?Que tonterias?

Ignacio le conto lo del cilicio. Matias se enfurecio hasta un punto indescriptible. Llamo al muchacho, le toco la cintura y leyo en su rostro una expresion de dolor. Entonces le pego una bofetada.

– ?Pero…!

– ?Quitate eso en seguida! -Cesar, mudo y como alelado, fue a su cuarto y empezo a desnudarse.

– ?A ver, dame eso!

Matias tomo el hierro en sus manos. Con la yema de los dedos fue tocando las pequenas puas. No acertaba a comprender: «?Este verano haras lo que yo te diga! Menos mosen Alberto y mas…»

– Pero, papa… Mosen Alberto no sabia nada de esto.

Apenas si Matias le oyo. Habia salido del cuarto, cruzado el comedor y echado al rio el hierro de su hijo.

Cesar permanecio inmovil, con los ojos humedos. Ignacio entro a peinarse y salio, sin decirle una palabra. El seminarista no sabia que hacer, todo aquello era durisimo e inesperado. ?De ningun modo queria contrariar a los suyos!

Matias hablo con su mujer, teniendo buen cuidado de ocultarle el incidente del cilicio. Llevaron el chico al medico. Nada alarmante: «Llevenle al optico».

Asi se hizo y Cesar aparecio a las pocas horas llevando lentes con montura de plata. ?Que suspiro dio el muchacho al saber que todo su vertigo y su inestabilidad provenian de la vista!

Mosen Alberto se puso en contra de Cesar. Le dio ordenes severisimas de no tomar ninguna decision de tipo corporal sin consultarselo antes.

Cesar dijo:

– Muy bien, padre; pero… es que yo quiero perfeccionarme.

– ?Pues por eso! Obediencia. ?Que sabes tu lo que te conviene? Hay quien lleva cilicio porque asi se siente a cubierto, o porque le cuesta menos obedecer.

Cesar quedo desconcertado, pero asintio con la cabeza.

Solo una larga serie de comuniones fervorosas consiguieron devolverle la tranquilidad. De pronto, el bofeton le dolia como si los dedos hubieran sido tambien de hierro. ?Habia debido de darle un gran disgusto a su padre para que se decidiera a pegarle! ?Como era posible que un acto bueno, o por lo menos bienintencionado, pudiera traer consecuencia tan graves?

Matias no pudo soportar ver sufrir a Cesar. Seguia sin comprender, pero entro en su cuarto y le tiro de una oreja.

– Ya sabes lo que te dije. Este verano, descansar. Lo maximo que te permitire sera que vuelvas a afeitarme.

Fue un rayo de luz para Cesar. Era evidente que su padre no queria cortarle todas las alas. Faltaba convencer a mosen Alberto, que el verano anterior ya le habia dicho: «?Te prohibo que tengas escrupulos!», y le habia inundado de tazas de chocolate.

El chico saco fuerzas de flaqueza para hablar con el sacerdote.

– Padre -le dijo-. Ya no llevo nada, ?ve? -Y se toco la cintura-. Le prometo tambien que no ire al cementerio ni me pondre sal en el agua. Le prometo tambien que obedecere a todos mis superiores. Pero… queria pedirle una cosa: que me permitiera afeitar…

?Afeitar…! Mosen Alberto estaba al corriente. Sabia que durante el invierno, en el Collell, el muchacho le habia dado a la navaja… ?Como negarle este permiso…?

– ?Pues anda y afeita a quien quieras…! -Y el sacerdote miro como el seminarista se lanzaba escalera abajo y desaparecia.

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