mas o menos? Total, tampoco le habria cabido en la gorra.

Todo aquello constituia una experiencia. Y la Cuaresma avanzaba. Eran tantas las personas como Carmen Elgazu que habian prohibido a sus hijos silbar y cantar, que el ambiente de la ciudad era silencioso. Abstinencia y ayunos abundaban como el bacalao en las tiendas. Las piedras parecian mas grises. En torno de la Catedral flotaba una aureola de recogimiento.

Todo aquello habia terminado por impresionar a Ignacio, quien se preguntaba si no seria hora de ir a confesar. Porque las personas a las que las manifestaciones cuaresmales molestaban, y que querian contrarrestarlas por medio de altavoces, espectaculos picarescos o carreras ciclistas, conseguian arrastrar a muchos, pero no a Ignacio. A Ignacio le vencia la constancia de Carmen Elgazu y la cara de espanto de Pilar cuando se sorprendia a si misma tarareando un vals. «?Dios mio!», exclamaba. Y se llevaba la mano a la boca.

Ignacio queria confesar su caida con dona Amparo Campo. De pronto le producia verdadero horror, pensando que al fin y al cabo Julio era amigo suyo y de la familia. Pero nunca se decidia, dandose pretextos y excusas. «Cuando no tenga que estudiar tanto. Si el vicario de San Felix no se hubiera marchado a Fontilles…»

Pero, por otra parte, le causaba viva inquietud entrar en Semana Santa sin haberse reconciliado con Dios. La Semana Santa habia impresionado siempre a Ignacio de una manera especial, incluso en el Seminario. Empezando por el Domingo de Ramos y terminando por la Pascua de Resurreccion.

Y Gerona, desde luego, ofrecia un marco unico para conmemorar aquellos acontecimientos.

– ?No sabes adonde ir los domingos? -le decia Carmen Elgazu-. ?Vente conmigo al Via Crucis del Calvario, ya veras!

El Via Crucis en las capillas que ascendian Calvario arriba, al otro lado de las murallas. Catorce capillas blancas. Las tres primeras destacaban aun entre torreones y recuerdos belicos, por un camino empinado y pedregoso parecido al que Carmen Elgazu vio en «Rey de Reyes» y que conducia al Golgota. Pero las demas se erguian ya entre los prados frondosos que se caian por la izquierda, barranco abajo, hasta el rio Galligans y los olivares que trepaban por la derecha. Olivares eternos, de propietario desconocido, puestos alli para esperar a que por Cuaresma se formara la gran comitiva del Via Crucis hasta la ermita.

Un domingo Ignacio acepto. Y luego hubo de aceptar muchos otros domingos. Entendio que haria tan feliz a su madre acompanandola, que le dijo: «Vamos al Via Crucis del Calvario». «?A que hora es?» «A las tres, hijo. Saldremos juntos de aqui.»

Asi lo hicieron. El Democrata ridiculizaba aquel acto de publica penitencia; pero, por lo visto, habia muchas personas que no le hacian el menor caso. Porque en el lugar de concentracion, detras de la Catedral, se congregaba siempre una considerable multitud que se ponia en marcha apenas el sacerdote que habia de leer las Estaciones salia del Palacio Episcopal.

Pronto cruzaban la antigua puerta de salida de la ciudad y atacaban en silencio la cuesta pedregosa. Ignacio se sentia en el acto prendido en el ambiente de religiosidad. El lento avance de aquella multitud, el subito ensanchamiento del horizonte y la vision de la primera capilla le obsesionaban.

La gente arrastraba los pies, con la vista baja, avanzando a veces sobre la hierba que orillaba el camino y de pronto levantando la vista en direccion a la ermita que aparecia alla arriba, escueta y solitaria. El sacerdote que llevaba el Via Crucis iba en cabeza y al llegar ante cada estacion subia al pequeno estrado y, abriendo el librillo, gritaba: «?Quinta Estacion!» Y se persignaba y la multitud le imitaba, haciendo una genuflexion ante la naturaleza y murmurando: «Senor, que con tu sangre redimiste al mundo…» Y el texto describia la primera caida de Cristo, la segunda, la tercera, cuando le dieron a beber hiel y vinagre…

A veces, hacia viento y los olivos se unian al coro: «Senor, que con tu sangre redimiste al mundo…» Las murallas abrian cuanto podian sus grandes boquetes para oir. La Catedral surgia ciclopea, increiblemente lejana, a espaldas de la comitiva.

Los mas rezagados apenas si oian al sacerdote. La comitiva era tan larga que cuando este habia llegado a la undecima estacion, ellos todavia estaban en la cuarta. Seguian la Pasion con los brazos caidos, el cuello inclinado hacia el pecho. Algunos se cansaban y se sentaban en el camino, con una flor del campo en los labios. A veces surgia un lector espontaneo, y entonces las voces de este y el sacerdote que iba en cabeza se unian en el aire.

Y luego se cantaba. Ignacio no olvidaria jamas la impresion que le produjo oir cantar a su madre al aire libre, entre unos prados verdes y un olivar, en direccion a una ermita. «Ahora si puedes cantar, hijo.» «?Perdonadnos, Senooooor!» La voz de Carmen Elgazu salio frenetica, algo chillona, pero con tal sinceridad que la de Raimundo, en el orfeon, era ridiculamente frivola a su lado. «Perdonadnos, Senooor.» Al final se prolongaba como si cada ser tuviera escondido un eco en la garganta. ?De que debia perdonar el Senor a su madre? A el, si, que manchaba la amistad, que llegaba un momento en que oia sin pestanear que lo que hacia falta eran inyecciones y no martires. Pero a su madre, con la mantilla en la cabeza, el rosario colgandole de los dedos, tacones altos a pesar del camino pedregoso…

En la duodecima estacion Cristo moria, y se hubiera dicho que la voz del sacerdote abria tambien en canal el paisaje, despedazaba las rocas. Pocas veces el cielo se cubria de tinieblas amenazando tempestad. Casi siempre era el sol el que presidia la ceremonia, un sol grandioso que se iba cayendo como una Hostia, tras las montanas de Rocacorba.

Todo terminaba de pronto, con sencillez, y entonces las mujeres descansaban en los bancos de piedra delante de la ermita y los mas presurosos regresaban a la ciudad, guardando aun el silencio. Otros mas valientes continuaban subiendo hasta las dos Oes, dos arcos, restos de muralla, que coronaban toda la comarca.

Ignacio regresaba a su casa del brazo de su madre. Si Pilar los acompanaba, a Carmen Elgazu le invadian grandes escrupulos. Porque se sentia tan madre, tan orgullosa entre los dos, que casi se olvidaba de que el camino por el que bajaban conducia al Golgota. Pero se recobraba y decia: «Con que devocion lee mosen Alberto, ?verdad? ?Habeis oido en la duodecima estacion?»

A Carmen Elgazu, una de las cosas que mas le impresionaban, sin saber por que, era lo de Simon Cirineo; en cambio, a Pilar le impresionaba lo de la Veronica. En Ignacio imprimia huella especial la palabra de Cristo a San Juan: «Juan, aqui tienes a tu Madre».

Era dificil, desde luego, subir al Calvario y sentir que se acercaba Semana Santa sin ir a confesar. ?Cuantos de aquellos que cantaban entre los olivos estaban en pecado mortal? Tal vez el fuera el unico, como en tiempos le ocurrio en el dormitorio del Seminario.

Y, sin embargo, al llegar a casa y entrar en su cuarto, se distraia. Y se ponia a estudiar. Y a veces a la media hora escasa se sorprendia silbando. Y entonces hacia lo que Pilar: se llevaba, asustado, la mano a la boca.

De este modo llego el Domingo de Ramos. Sin ir a confesar, a pesar de la palabra de Cristo a San Juan.

Y en ese domingo se excuso aun, porque mejor que de penitencia le parecio un oasis de alegria en medio de las Estaciones. Las palmas de los ninos, la evocacion de la entrada triunfal en Jerusalen.

Pero luego vino el Lunes Santo, y el Martes y el Miercoles… Y no solo en las iglesias dieron comienzo los grandes sermones de meditacion, sino que de pronto Carmen Elgazu cubrio con un pedazo de tela morada el Sagrado Corazon del comedor. Aquella vision obsesiono a Ignacio, pareciendole a la vez tenebrosa y dulce. La tela ocultaba la imagen, pero silueteaba su contorno, el de la cabeza e incluso el del globo terraqueo que llevaba en la mano. Todos los anos ocurria lo mismo. La pequena Virgen del Pilar del cuarto de la nina era cubierta tambien por una especie de capuchon morado, lo mismo que los crucifijos de las cabeceras. Y Matias veia desaparecer su radio galena en el fondo del armario de la alcoba.

?Que hacer ante aquel acoso de las fuerzas del alma? Incluso en el Banco, en aquellos dias, se notaba como una tension. El dinero se escurria de las manos como algo pasajero. A Padrosa le resultaba dificil imaginar que al llegar a su casa se pondria a estudiar el trombon, sustituto del organo de la Catedral y del clavicembalo. Y la Torre de Babel se iba al Ter, pero su triple salto era menguado. Y el de Cupones pasaba raudo con la bicicleta por las calles, pero tocaba el timbre lo menos posible.

El silencio dominaba la ciudad, convirtiendola en fantasmal y nocturna. Incluso personas como los arquitectos Ribas y Massana admitian que nunca las piedras milenarias adquirian tan alto sentido como en aquella Semana. Y al llegar Jueves Santo, desde cualquier balcon contemplaban el discurrir de la gente visitando monumentos. Familias enteras entrando en la iglesia, y saliendo a poco, mujeres con peineta y mantilla, vestidas de negro, algunas con claveles rojos en el pecho y en el pelo. Habia algo hermoso y oloroso en el ambiente y tenia gracia que los poco habituados hundieran las manos en las pilas de agua bendita sin acordarse de que en aquellos dias estaban vacias.

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