Ignacio se decia: «Todo el mundo esta de acuerdo. Y yo sin confesar. Y manana la Procesion, a las diez de la noche, bajo la luna llena».

?Ah! La procesion era distinto. La procesion de Viernes Santo tenia muchos, muchisimos detractores. El Democrata entendia que habia algo dantesco en el conjunto, inventado para dar miedo a los ninos, Cosme Vila sentenciaba: «Es el carnaval de la Iglesia».

Pero los detractores no pudieron impedir nada. El Viernes Santo llego, y todo ocurrio en el como desde siglos. Las tres horas de Agonia por la tarde, tragico sermon que hizo estremecer a Carmen Elgazu. Arena sembrada a lo largo de todo el itinerario que seguiria la procesion, para que los que llevaran los Pasos no resbalaran. Unas horas de suspension total de la vida, porque todo el mundo sabia que Cristo estaba muerto.

Luego, hacia las nueve de la noche, los primeros penitentes subieron hacia la Catedral, lugar de concentracion. Y la multitud abrio los balcones y empezo a situarse en ellos silenciosamente. Seria preciso cenirse mucho: tantos eran los que tenian que caber. Y era necesario calcular que en el momento de pasar el Santo Sepulcro tendrian que arrodillarse.

Los detractores no pudieron impedir nada, la concentracion de fieles era ingente, la Procesion se iba a celebrar. No pudieron impedir ni siquiera que de pronto la luna apareciera, en efecto, tras la linea de Montjuich, redonda y gigantesca, derramandose sobre los tejados.

Su aparicion fue saludada por miradas de agradecimiento. Todo el mundo sabia que a la luz de la luna los colores serian mas hermosos, las llamas de las antorchas temblarian mas misteriosamente.

Todo estaba preparado. En la sacristia de la Catedral, un notario -el notario Noguer-, un dentista -«La Voz de Alerta»-, el director de la Tabacalera, don Emilio Santos, y un comerciante en maderas -don Pedro Oriol- sostenian sobre sus hombros el Paso de la Dolorosa, esperando la senal de partida.

Las Cofradias estaban alineadas, cada una con su color. Habitos blancos -redencion-, habitos negros -luto-, habitos amarillos, habitos rojos -sangre derramada-. Y los capirotes, ocultando el rostro. Capirotes blancos, negros, amarillos y rojos se mantenian enhiestos bajo la boveda de la catedral, esperando la senal de partida.

De cada habito surgia una mano que sostenia un cirio o una antorcha. Todas estaban apagadas. Pero de pronto una se encendio. Y aquella primera llama fue transmitiendo a las demas el fuego sagrado. Nacian las lenguas de fuego como nacen en la noche en los camposantos.

El subdirector llevaba el pendon de la Adoracion Nocturna con orlas y letras doradas. Don Santiago Estrada llevaba otro que ponia: «Instituto de San Isidro».

Un coro de monaguillos esperaba, partituras en la mano, y lo dirigia el director del orfeon, el de la gran cabellera al que todo el mundo queria pintar.

Las autoridades llevaban chaque y sombrero de copa; afuera esperaban los penitentes. Los que irian descalzos, los que llevarian una cruz a la espalda, o arrastrarian cadenas. Todos habian hecho promesas: «Si se me cura el pecho; si mi hijo vuelve al buen camino». Examinando con atencion los pies descalzos, se descubria un crecido porcentaje de mujeres.

Todo el mundo estaba en su lugar. Carmen Elgazu le habia dicho a Matias: «?No te das cuenta? Todos los hombres van a la procesion menos tu, todos hacen algo», Matias habia contestado: «No seas asi, mujer. Si no hubiera gente en los balcones, perderia su gracia».

Y, ademas, Matias entendia que con un representante de la familia, Ignacio, habia bastante.

Los detractores no pudieron impedir que a las diez en punto mosen Alberto, con una suerte de baculo de plata, pegara tres golpes en las losas de la Catedral, muy cerca del lugar en que Carmen Elgazu las habia besado, y que al oir la senal la comitiva se pusiera en marcha, al compas del redoblar de los tambores.

El descenso de las escalinatas de la Catedral, con la doble hilera de cirios y antorchas, parecia el descenso hacia un lugar ignoto, hacia un valle mistico y desconocido en el que se iba a celebrar el juicio de la ciudad.

Por lo menos, asi se lo parecia a Ignacio. Porque Ignacio era uno entre mil. Ignacio llevaba capuchon y habito negros. Formaba parte de la Cofradia de la Buena Muerte. Era uno mas entre los dolorosos fantasmas.

Bajo el capuchon, en el fondo de los dos agujeros que se abrian en el desorbitadamente, sus ojos titilaban inquietos. El muchacho sabia perfectamente cual era su aspecto de fantasma, pues al vestirse en su cuarto se miro al espejo del armario. El habito hasta los pies le impresiono enormemente; las mangas anchas, la faja, la punta del capirote tocando el techo. Pilar se habia quedado pasmada y le dijo: «?Por que no te pones en el capuchon la estrella blanca del Belen, para que te conozcamos?» Pero Ignacio sabia que lo bueno era que nadie reconociera a nadie, que solo se vieran capuchas, habitos de distintos colores, ojos inquietos y manos anonimas que surgieran sosteniendo un cirio o una antorcha, descendiendo las escalinatas.

Ahora sabia la impresion que hacia llevar en la cabeza un gran capuchon erecto, sentirse enfundado como las imagenes de los altares. Daban ganas de rezar y de llorar. ?Y todo era visible gracias a los dos agujeros a la altura de los ojos! ?Cuanta importancia la de los ojos! Los ojos bastaban para ver y vivir el mundo.

Ignacio ponia buen cuidado en no quemar con su antorcha al que tenia delante. ?Quien era? Alto, altisimo. ?No seria la Torre de Babel? En el centro, detras, el Cristo enorme, el desgarrado, el que segun El Democrata llegaba a los balcones. Hombres forzudos, con fajas transversales, lo llevaban y se relevaban a cada momento. No llevaban capucha. Se les veia la cabeza, se percibia el esfuerzo de sus musculos. Eran un panadero, dos matarifes, dos o tres campesinos. En el Banco se decia que cobraban por aquel trabajo.

Al llegar al pie de la escalera, se unieron a la procesion los caballos que abririan la marcha. Seis caballos montados por oficiales del Ejercito, el comandante Martinez de Soria en cabeza. Y detras de los animales, uno de los personajes mas importantes de la procesion: un vejete, Ernesto, hombre de sesenta y cinco anos, con blusa azul, un capazo y una paleta, para ir recogiendo los excrementos.

Mosen Alberto lo dirigia todo y era evidente que servia para ello. Hacia una senal, y los tambores se callaban. Pegaba un golpe en el suelo y los monaguillos se ponian a cantar: «Miserere nobis». Las monjas del convento del Pilar, tras las celosias, contemplaban aquella gran sinfonia de colores negros, amarillos, blancos y rojos y veian cerrando la comitiva un peloton de soldados custodiando el Santo Sepulcro tras el cual el senor obispo caminaba lentamente, entre pajes que sostenian cojines morados.

La poblacion no participaba aun de la ceremonia. En la Rambla, en la calle de la Plateria, en la plaza Municipal, en las aceras y balcones, se decia solamente: «Ya ha salido, ya baja los escalones de la Catedral».

Ignacio no conocia el itinerario. Prefirio no saberlo. Prefirio descubrirlo. Ahora pensaba en el indice de Julio diciendole: «?Tu llevaras capucha negra?» «?Que rezaria en aquellos momentos la mujer del Responsable?» Probablemente, los misterios dolorosos.

De pronto comprendio Ignacio que, en vez de atacar la bajada de San Fermin, se bifurcaba hacia la Barca: era preciso, por lo tanto, cruzar de parte a parte el barrio de las mujeres de mala nota.

?Santo Dios! Esta fue la segunda gran impresion que recibio. Porque en cada ventana habia dos de ellas, o tres, con mantilla, cara ingenua, enharinada, la mayoria con rosarios en las manos. Algunas guardaban su abanico cerrado y lo abririan, emocionadas, al pasar el Santo Sepulcro…

El Santo Sepulcro… Ignacio habia visto muchas veces la imagen de aquel Cristo yacente, de color de pergamino. Era el mas inmovil de todos los Cristos que habia contemplado.

Pero ahora el Santo Sepulcro quedaba atras, no le veia. Tampoco veia los Pasos del Nazareno, de la Flagelacion, de la Coronacion de Espinas, pues iban mucho mas adelante; ya debian de estar desembocando en la parte centrica de la ciudad. El se hallaba entre el Gran Cristo y el Paso de la Dolorosa, el que llevaban, sudando y respirando con fatiga, el notario Noguer, «La Voz de Alerta», don Emilio Santos y don Pedro Oriol.

Impresionaba, mucho mas aun que en el Via Crucis del Calvario, el ruido de los pies arrastrandose. La arena sembrada crujia, y, ademas, eran muchos centenares de pies. De pronto se callaba el coro, se callaban los tambores y se hacia el silencio absoluto. Cristo estaba muerto. Entonces volvian a oirse los pasos arrastrandose y las llamas silueteaban en los muros conos fantasticos.

Cruzaron la calle de la Barca. Aquello era ya la ciudad. Ahora ya la multitud participaba de la ceremonia. Todo el mundo apinado en los balcones y ventanas, en las esquinas. En las esquinas habia gitanos, ninos, mujeres de las que en verano comian arenques y sandias en las aceras. Un crio muy pequeno, sentado en un alfeizar, llevaba una nariz de carton con gafas de alambre.

Ignacio no reconocia a nadie. Eran muchas caras con los ojos asombrados. ?En la puerta de su establecimiento, el patron del Cocodrilo! Se habia quitado la minuscula gorra y se le veia la casi afeitada

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