Levanto el pesado bulto sobre los hombros y me pidio le siguiera. Mas antes le solicite me devolviera aquel documento que le confiara, lo que hizo, y lo guarde entre mis ropas. Entonces le segui. Llevaba el trofeo como si se tratase de una carga liviana, cuando para mi representaba un considerable esfuerzo levantarlo.

Llegamos al salon comunal sin que nadie lo advirtiese, pues ya era noche cerrada. Abrio la puerta de un puntapie y al estruendo suspendieron el ademan los guerreros que dentro holgaban. Se apago el grito y el bullicio; tambien las mujeres quedaron suspendidas por la rudeza, en el aire el ademan con los jarros de hidromiel que llevaban. Aquella pareja quedo abrazada, suspendida la caricia, aquel otro mantuvo en el aire la palmada que destinaba a las generosas posaderas de la moza, y el eco de las risas quedo resonando por las paredes. Todos contemplaban la puerta, que acababa de traspasar Mintaka, mientras mi propia figura quedaba enmarcada entre las jambas con el fondo de la oscura noche a mis espaldas. Debi de resultarles extrano, cubierto de pieles, sucio, enmaranados los cabellos, con la apariencia de un loco o un lobo.

Sin decir palabra, desafiante, Mintaka arrojo el fardo en el centro de la multitud, y se agacho para soltarlo. Extendio las doce pieles en el suelo, las runas hacia arriba. Cada piel mostraba un unico agujero en el lugar del corazon.

Y resonaron sus palabras:

«?Leed, guerreros, la gloria del principe Haziel, que ha matado doce osos!»

En medio del asombro, provocado por el solo anuncio de la hazana increible, pues guardaban en la memoria la idea de un cobarde, de un salto me coloque encima de las pieles, pisando la de Oso Gran Espiritu que sobresalia tanto por su tamano como por la extension de la leyenda que contaba la proeza de su caceria e historia. Me despoje de mi rustica vestimenta, y me exhibi desnudo para que contemplaran sobre mi carne tan gran numero de cicatrices que no quedaba el espacio de un pellizco descubierto. En aquel momento evidenciaba, con la postura y el gesto, soberbio orgullo que me poseia.

Sin pronunciar una palabra basto mi gesto mudo para recuperar mi honor. Las palabras eran de Mintaka: cantaba que ningun vikingo llevase antes a cabo proeza como la mia, que superaba incluso al mismo rey Thumber, mi padre, orgullo de todos los guerreros norses, danes y esvears, que constituian la gran nacion vikinga. Proseguia el bardo refiriendo la historia de Oso Gran Espiritu, que sostuvo combates con diez reyes, y mostraba su cuero con las cicatrices de las batallas que mantuviera con mis antecesores; solo Haziel habia desafiado a los mismos dioses y acertado con el cuchillo en su corazon, en un abrazo de muerte.

El bardo de las palabras de oro semejaba un iluminado al cantar la gesta inconcebible de mi nombre, que proclamaba era orgullo de la raza vikinga, ante cuya noticia temblarian los enemigos, que gemirian como mujeres al solo conjuro de mi presencia, y bastaria para rendirles anunciar que ante ellos se encontraba el principe Haziel, el de los Doce Osos. Y comunico a los reunidos que como mandaba la tradicion emprenderia un viaje de aventura para probar mi arrojo ante el enemigo, para traer a casa un grandioso botin, el mas rico que pudieran concebir los hombres. Con Haziel se encontraba la ocasion de los valientes.

La vida, que se les quedara suspendida a todos con mi presencia y el canto del bardo, revento de subito al concluir el poeta. En una cascada de entusiasmo, gritos y jubilos, me rodearon los hombres y las mujeres, y me presentaban sus jarros de hidromiel. Con ellos se ofrecian para acompanarme, y el entusiasmo se reflejaba en sus rostros, especialmente de los veteranos guerreros curtidos en mil batallas, que ya me acompanaron cuando recorrimos el sendero de las ballenas, los mas entusiastas seguidores que ahora me rodeaban orgullosos de mi gloria, que era la suya.

Bebi de muchos, con avidez, para ahogar una sed insaciable, pues era mi orgullo malherido por el desprecio de tantos anos el que reclamaba ahora, en un instante, lavar sus cicatrices, colmar su ansia de reconocimiento, la valentia y el honor reconstruidos, que fuera proclamado mi furor, ser reconocido no una vez, sino millones de veces, que no habia existido guerrero como el principe Haziel entre toda la gran nacion vikinga.

Y si el bardo Mintaka, mi viejo, querido companero, mi casi padre, se sentia arrastrado por tan excelsa inspiracion que seguia pregonando un canto panegirico sobre mi combate singular, era aquella una voz que sonaba fuera de mi, mientras en mi interior crecia tan deprisa y desmesurada mi propia estimacion que mi talla debia desarrollarse como la de un gigante, hijo de Odin. Ese era mi sentimiento: no me consideraba como un hombre, sino grande y poderoso como un dios. Creo que hasta el mas miserable, a fuerza de alabanzas, puede convertirse en un gigante. Aunque debo reconocer era mas fuerte mi pasion que las alabanzas ajenas, la pleitesia de sus gestos, el ofrecimiento de sus jarros llenos del licor divino, que rebosaba en mi boca y se derramaba mi gloria. Contagiado por la orgia, en que las parejas se excitaban hasta el frenesi y el arrebato, quise retener a una mujer que me ofreciera su jarra, de la que estuve bebiendo a tragantadas, sujeta por la camisa que acabo escurriendose de su cuerpo. Pero no huyo, sino que se acerco con una sonrisa y junto su carne caliente a la mia. La rodee con mi brazo y derrame el hidromiel sobre sus senos, mientras ella reia ruidosamente y contorsionaba su piel contra mi piel. Y en derredor, sobre los cueros, yacian parejas empenadas en combate, que ningun vikingo rehusa mostrar su virilidad en publico, de la que se siente orgulloso, como exhibicion de la naturaleza, sin que tenga necesidad de ocultarse, como los cristianos. Incluso mi madre se negaba siempre a hablar sobre el tema, poseida de recato y discrecion.

Al despertar me encontre sobre las pieles, que ahora se extendian por el suelo de mi propia casa, desnudo como antes. Y a mi lado, sentada, aparecia Aludra con iluminada sonrisa, como esperando que al abrirse mis ojos se produjera el primer rayo de la amanecida.

Su felicidad parecia inmensa. Pense en aquel momento que Mintaka, y quizas tambien otros guerreros del salon, me trajeran a casa junto con las pieles, cronica de mi proeza, que ahora la proclamaban a los ojos de mi amada, quien regaba mis cicatrices con hidromiel y las secaba con sus propios labios, las acariciaba con sus rosados dedos flotantes como alas de mariposa.

Era arrobamiento lo que se reflejaba en su rostro. Vislumbre se encontraba velada solo por el fuego de su cabellera, pues al entreabrirse las guedejas en sus movimientos, aparecia la sorpresa de sus remontados pechos, sus blanquisimos brazos, sus muslos de rosa. Y por encima de los latidos de mis pulsos, la velocidad de mi sangre y los golpes de mi enfebrecido corazon, que pugnaba por reventar, me senti poseido por el deseo. Un deseo tan inmenso como mi orgullo. Pero que nacia en otras fuentes.

Aunque todavia hube de contener mi impulso, rebuscando entre mi vestimenta el rollo que habia recogido a Mintaka, para extraerlo ante los ojos de la doncella y decirle:

«No tienes obligaciones de esclava, Aludra. Desde que marche eres una mujer libre, como antes.»

Se detuvo un instante, un breve instante, en que la sonrisa parecio reflejarse mas profunda, y de repente busco mis labios.

La estreche con mis poderosos brazos, con la misma fuerza que acabara con los doce osos cuyas pieles nos servian de lecho, y reventaron en mis oidos sus exclamaciones, sus gozos, sus alegrias, sus jubilosos gritos, y en aquel momento, solo en aquel segundo, mi cuerpo y mi mente fueron conscientes de haberse colmado la plenitud de mi ser.

VII

Antes que los cascos de mi corcel, alertaron a Longabarba los ladridos de los perros, que mantenia sueltos, pues corrieron a mi encuentro para acompanarme en el corto trecho que nos separaba.

De nuevo me inundo aquella emocionada inquietud al contemplar la figura del anciano, aureolada con el nimbo de luz que despertaba en mi conciencia la incognita del futuro, al estar seguro de que se trataba de una predestinacion que inevitablemente habria de afectarme, aunque ignorase el modo. De tal suerte me embargaba aquel pensamiento que nada mas saludarle y descabalgar asi se lo manifeste.

«?No os lo he dicho? Sois el primero entre los paganos que distingue este halo luminoso que me envuelve, segun decis. Nadie mas es capaz de verlo, ni siquiera yo mismo. Y existe otra persona entre los cristianos, a quien conoci hace mas de veinte anos. ?No sentis curiosidad por saber de quien se trata? Os lo dire: Avengeray, quien debe de seros conocido. Le encontre antes de que fuera rey, cuando andaba empenado en la venganza que le absorbio toda la vida.»

«He oido mucho de esa vieja historia, santo peregrino: de labios de mi padre y de Mintaka, mi tutor. Tambien de mi madre, aunque ella mas bien prefiere no mencionar aquellos tiempos e ignorar los sucesos.»

Longabarba parecio meditar. Me sugirio que descansase antes de emprender la vuelta, y lo aprecie, pues al

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