hechizos, para los hijos desobedientes o borrachos, para las hijas mal casadas, para dejar los vicios, para localizar tesoros enterrados, para proteger de robos carros y apartamentos… Por doquier se anunciaban abogados capaces de arreglar papeles de residencia y tambien proliferaban otras industrias orientadas a los emigrados, como los establecimientos para remitir dinero o los centros de conferencias video telefonicas.

Durante el breve itinerario que seguimos por Jackson Heights, por primera vez acaso en todos los meses que llevaba en Nueva York, fue como si estuviera en casa. Muchas circunstancias me alejaban de aquellas personas, desde su casi exclusiva ascendencia india (que ponia en entredicho la eficacia del mestizaje de razas de la conquista) hasta su precaria situacion. Pero habia algo recondito, aunque no fuera la sangre, que compartiamos gracias a los hombres de mi tierra que habian atravesado el oceano siglos atras. Viendo como se daban la vez en la panaderia, como manoseaban el genero o charlaban sin embarazo, me parecia recuperar intactas las escenas del barrio de mi infancia.

Despues, ya en el Little Colombia, nos colocaron cerca de una mesa enorme donde se celebraba un banquete de comunion, y me vino el recuerdo de que yo tambien habia hecho la comunion y se me habia dado un banquete semejante. En el mi abuelo se habia sentado a mi lado, como estaba al lado del nino el abuelo de aquella fiesta colombiana en Queens. Los asistentes al convite componian una linda estampa. Nadie hubiera dicho que aquel fuera el mismo barrio en el que segun los periodicos se ametrallaban con regularidad.

Cheryl, como casi todos, encontro la comida colombiana sobreabundante, aunque aprecio que la preparaban con gracia. Era una estadounidense atipica, mas abierta que la media, tanto como para haber desposado a un hispano, lo que no era poco. Sin embargo, en un momento de la conversacion que tuvimos en torno a la mesa, y a raiz de un comentario inocente de Raul, sin lugar a dudas el menos proclive a la patrioteria de todos los reunidos, estallo un pequeno incidente a proposito de prejuicios nacionales.

– En todo caso, ahi teneis el ejemplo de Filipinas -afirmo Cheryl, con suficiencia-. Si todos hablan ingles es porque nosotros enviamos maestros y les ensenamos a leer, lo que no habiais hecho los espanoles.

Vi a Raul mirar al techo. Como repetia a menudo, estaba convencido de la inutilidad de salir al paso de un yanqui cuando proclamaba alguna de las cien mil facetas en las que los Estados Unidos eran mas (grandes, fuertes, rapidos) que cualquier otro pais sobre la tierra. Yo no sostenia una teoria diferente, ni si hubiera reflexionado habria adoptado otra postura que la suya, pero de pronto algo me ardio dentro y replique a Cheryl:

– Lo que dices es discutible. Y ademas, los espanoles tenian que ir de Cadiz a Manila en barco de vela. Vuestros maestros iban desde San Francisco en vapores y mas tarde incluso en aeroplanos. Los esfuerzos no son comparables.

– Tampoco os intereso. Los espanoles siempre fueron por el oro y a explotar a los indios.

La observe fijamente. Nada me causaba mas fastidio que erigirme ante una americana en vocero de las rancias soflamas apologeticas del imperio espanol. Pero la cara de satisfaccion de Cheryl me impedia callarme.

– Hay hechos que no pueden negarse -dije-. Los espanoles persiguieron al principio a los indios con perros y hasta el final se llevaron todo el oro que pudieron. Eso es un hecho. Otro hecho, que vale lo que vale, es que antes de que acabara el siglo dieciseis ya habia indios licenciados en las universidades espanolas de Mejico y del Peru. Doscientos anos despues, tus antepasados seguian cazando a los indios de aqui como si fueran monos. Y eso tambien es un hecho y tambien vale lo que vale.

– Deberias darte una vuelta por el museo de Brooklyn -repuso Cheryl, contenida-. Estuvimos alli ayer, visitando una exposicion sobre la conquista de Mejico. En ella se muestra como os ensanasteis con un pueblo que no conocia el hierro. Los hombres blancos que vinieron del oriente y que trajeron la enfermedad, os llamo un poeta indigena.

– El pueblo que no conocia el hierro levantaba ciudades y piramides y tenia ejercitos de miles de hombres, contra los que se enfrentaron unos pocos cientos de espanoles. Puestos a ensanarse, que tenga algun merito - alegue, para provocarla. Pero tambien me arrastraba el aura de aquella otra epoca en que el desatino espanol habia corrido parejo con el arrojo, cuando los hambrientos de Castilla, porque siempre son los hambrientos, habian salido a ganar el mundo, aunque fuera para desperdiciarlo y perderlo luego. Estar alli, en Jackson Heights, donde sobrevivian otros hambrientos, me acercaba a aquel origen y a aquella fiebre que los mios, gracias a los vientres satisfechos, habian olvidado sin que el olvido lograra ennoblecerles.

– Afortunadamente, Canada carece de historia -intervino Gus-. Eso evita la diversidad de interpretaciones, aunque haya que soportar a una reina como la de Inglaterra.

Con esto se disolvio la polemica, en verdad esteril. Despues de la comida tomamos el metro de regreso y admiramos de nuevo, esta vez acercandose y bajo el atardecer, la linea de torres de la isla opulenta. Volviamos alli porque ese (o Brooklyn Heights, tanto daba) y no Queens era el lugar en el que nos correspondia dormir. Ninguno, y habia que cargar con la culpa o la verguenza que por ello nos tocase, estaba preparado para aceptar que le despertara el tableteo de un fusil de asalto en mitad de la noche.

5.

Primeras indagaciones

La primera tentativa de encontrar a Dalmau fue tan modesta como insoslayable. Siempre me habian fascinado los detectives que en las peliculas americanas localizaban sobre la marcha, en la sobada guia telefonica de cualquier cabina publica, al exacto Will Smith o a la mismisima Jenny Parker que andaban buscando. Daba igual que la guia fuera de Los Angeles o de Nueva York, solo habia uno y era el bueno. En mi caso, no obstante, aquel resultado no era demasiado inverosimil. Dalmau no era un apellido corriente en Estados Unidos. Escasamente lo era en Espana. Sin embargo, y aunque recorri todas las guias telefonicas que pude conseguir de todos los boroughs de Nueva York, por ninguna parte aparecio el ansiado apellido. Este primer fracaso me hizo dudar acerca de la posibilidad de continuar mis investigaciones. Dalmau podia estar muerto, o podia no merecer la pena hallarle, si habia de ser a traves de diligencias mucho mas costosas.

Durante varios dias no me ocupe del asunto. Segun progresaba abril, el tiempo se suavizaba y la ciudad volvia a ser placentera. Despues de haberla soportado en la crudeza de su invierno, la benignidad de las mananas en los despoblados senderos de Prospect Park creaba la ilusion de que nada era necesario, salvo dejar que el sol le calentase a uno la piel y que los olores de las plantas renacidas le adormeciesen. Pero Dalmau seguia ahi, agazapado, y pude constatar hasta que punto cuando proyecte sin gran premeditacion ni aparentes vacilaciones la siguiente maniobra.

Para ejecutarla me llegue antes de nada hasta Barnes & Noble, sucursal de Broadway con Columbus, que ya conocia como la palma de mi mano. Curioseando por los anaqueles de la libreria habia dado en cierta ocasion con una seccion entera dedicada a guias para escritores. No era la unica seccion inexplicablemente grande para un espanol, ni en esa ni en las demas librerias de la ciudad. La seccion Gay/Lesbian, por ejemplo, ocupaba en casi todas el doble de espacio que la de narrativa inglesa. El caso es que el oficio de escritor resulta gozar entre los estadounidenses de un prestigio desmesurado, el suficiente como para justificar no solo el tamano de aquella seccion, sino tambien la existencia de innumerables talleres de escritura. Por alli debian acercarse los modernos epigonos de aquel personaje de On the Road, de Kerouac, que desde un pasado azaroso en el Oeste habia venido a Nueva York solo para que le ensenasen a escribir. Tanta estima por la literatura me habia parecido desde el principio una tipica paradoja americana: en la misma ciudad donde se presume al viajero medio del metro incapaz de multiplicar por 1,5 y se le ofrece una tabla en la que se informa que un viaje vale 1,50 dolares, dos viajes 3 dolares y asi hasta veinte viajes, 30 dolares, Robert Musil es un escritor casi popular, cuyos libros pueden adquirirse sin dificultades en cualquier tienda y se ven en manos de muchachas de menos de veinte anos.

En una de aquellas guias para escritores, o aspirantes a serlo, donde se resenaban con profusion desbordante premios, escuelas, editoriales y revistas, di sin esfuerzo con lo que me interesaba: la direccion en Nueva York de la editorial de Dalmau y el nombre de la editora jefe encargada de literatura extranjera. Tambien averigue cual era el procedimiento para remitirles manuscritos, y ello pese a venir descrito con una multitud de abreviaturas para iniciados que el profano solo podia descifrar con ayuda de una tabla escondida en una nota a pie de pagina.

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