La ultima de aquellas abreviaturas, SASE (self addressed stamped envelope) ofrecia una pista elocuente. Solo admitian manuscritos que vinieran acompanados de un sobre franqueado y con la direccion del autor, para agilizar y abaratar la devolucion. Los demas los rechazaban sin leerlos.

La editorial estaba en la calle 50, y ocupaba parte de un edificio gris no demasiado atractivo. La informacion que proporcionaba la guia era lo bastante precisa como para detallar que la persona a la que deseaba ver estaba en el piso 11. Llegue hasta el ascensor sin problemas (no suele haberlos en muchos edificios de oficinas de Manhattan, salvo que uno vaya por ahi con una indumentaria amenazadora) y pulse el boton correspondiente. En la planta habia unas puertas de vidrio con el nombre y el emblema de la editorial. Las atravese, di los buenos dias a la recepcionista y pase de largo ante ella. La recepcionista, que resultaba atender tambien el telefono, titubeo un instante, dividida entre quien tuviera al otro lado de la linea y mi intromision. Algo, acaso los libros que yo llevaba en la mano, resolvio la duda en favor de la llamada telefonica. Cuando quiso reconsiderarlo, si lo quiso, yo ya estaba dentro, tratando de encontrar en el relativo desbarajuste de aquella oficina el despacho o el hueco que ocupaba Melisa Chaves, editora jefe de literatura extranjera. En los cubiculos que llenaban la parte despejada de la oficina, enterradas bajo los manuscritos que se amontonaban por doquier, habia personas muy distintas, desde ancianos de pelo blanco de porte germanico hasta jovenes negras con profusas melenas trenzadas. Casi todos llevaban gafas y muchos parecian sumidos en un sueno, ya estuvieran susurrandole al telefono o pasando paginas mecanografiadas como quien pasara hojas de papel pintado. Los fui observando sin disimular. Nadie me impidio que me moviera por alli a mi antojo. Nadie me pregunto siquiera a quien estaba buscando.

El despacho de Melisa Chaves estaba cerca de una esquina. Lo rodeaban unas mamparas que eran de cristal desde media altura hasta el techo y dentro tenia unas persianas que estaban bajadas pero con las varillas orientadas de forma que no evitaran la vision del interior. En la mesa de aquel despacho habia una mujer rechoncha, de aspecto puertorriqueno, que estaba enfrascada en su ordenador de sobremesa.

Golpee en la puerta y la abri antes de ser autorizado.

– ?Melisa Chaves? -pregunte, sin forzar una pronunciacion inglesa de su nombre.

Ella se volvio hacia la puerta, quedo durante un instante como aturdida, y despues de pensarselo me hablo en espanol:

– Si. ?Quien es usted?

Sirviendome del mismo idioma que ella, repuse:

– Me llamo Hugo Moncada. Venia a traerle un libro.

– No recibimos manuscritos personalmente -informo, con aplomo-. ?Como es que lo han dejado a usted pasar?

– Abri y pase. Nadie me dijo que no pudiera.

– Pero comprendera que no podemos recibir personalmente a todo el mundo.

Sonriendo, proteste:

– No soy todo el mundo. Y no traigo un manuscrito, sino un libro.

Melisa Chaves se tomo algun tiempo para calibrarme. Tambien se fijo en los libros que tenia en la mano. Uno era el de Dalmau. El otro, un ejemplar de la travesura de juventud que habia publicado yo mismo anos atras, en Espana.

– No me impresiona que traiga un libro -hablo al fin-. He visto antes otros. Mandelo junto con un sobre franqueado con su direccion y lo leeremos. Si no le importa, estoy ocupada. No lo supongo a usted tan tonto como para obligarme a avisar al servicio de seguridad del edificio. Andese solito.

Y dejandome archivado bajo aquel diminutivo, proferido con deliciosa blandura caribena, retorno a su ordenador. No importaba. Ahora que ya estaba dentro, podia cambiar tranquilamente de tactica.

– Le agradeceria que tomase el libro -le rogue-. He venido desde Madrid.

– Pero imagino que no vino solo para esto -dedujo, sin apartar la vista de su ordenador-. Alli en Espana tienen ustedes correo, ?o no?

– Alli no podia comprar sellos americanos para franquear el sobre de vuelta.

Melisa Chaves se rio.

– Claro, todo un problema. Nunca se me ocurrio. Haber metido diez dolares. Anyway, ahora si puede comprar sellos americanos. Hay una oficina de correos muy cerca de aqui, pregunte al portero del edificio.

Cuidadosamente, deposite mi libro sobre su mesa rebosante de papeles, algunos ya amarillos. Melisa Chaves no era una mujer pulcra.

– Se lo dejo. Lee lo que quiera y si no le gusta lo tira. Yo tengo mas.

– Esta bien, haga como le parezca -transigio, perdiendo la paciencia-. Y ahora vayase. Lo del servicio de seguridad lo dije en serio. No me tome por una antipatica, pero no me gusta que me organicen entrevistas contra mi voluntad.

Hice ademan de marcharme. Pero antes de volver a cerrar su puerta retrocedi y admiti:

– En realidad, tiene usted razon.

– ?Que?

– No he venido solo a traerle mi novela.

Esta vez tome asiento, aunque ella no me habia invitado. Subitamente, su rostro se lleno de furor y echo mano al telefono. Mientras ella descolgaba el auricular, puse un dedo sobre el interruptor del aparato, cortando la comunicacion.

– Solo le pido cinco minutos. Cinco minutos y ya no me ve nunca mas el pelo -prometi-. Mas rapido que el guardia. ?Le suena este libro?

Le mostre el libro de Dalmau. Melisa Chaves se sereno para admitir, con notoria desgana:

– Claro que me suena. ?Que pasa con el?

– Solo quiero una pequena informacion. Me gustaria ponerme en contacto con el autor.

– Esto no es una agencia.

– No le pido nada mas que me diga a donde puedo escribirle.

– ?De verdad cree que me dedico a dar informacion sobre nuestros autores al primero que viene a pedirla? Usted podria ser enemigo suyo, o una especie de admirador loco, lo que seria todavia peor.

– No soy ninguna de las dos cosas -asevere-. Tengo mucho interes en conocerle, pero por una razon inofensiva. Estoy escribiendo una tesis sobre escritores espanoles exiliados y sobre la influencia del exilio en sus obras. De Espana ha tenido que irse mucha gente en los dos ultimos siglos, por una u otra causa, pero cuando supe del libro de Dalmau me impresiono. En Espana nadie esta al tanto de su existencia.

Este breve discurso la amanso, o creyo de pronto que no era aquella la mejor forma de reaccionar. Sin la dureza de un minuto antes, se disculpo:

– Desgraciadamente, no puedo ayudarle. No conozco a Manuel Dalmau.

– Alguna relacion habra tenido, si le ha editado.

Melisa Chaves se reclino en su sillon.

– No le miento. Todo lo que tengo de el es un apartado de correos y un numero de cuenta bancaria, donde le transferimos periodicamente sus royalties. No son grandes sumas, si es que lo intriga a usted el detalle.

– Pero, ?esta vivo?

– No lo se, es decir, podria no estarlo, si alguien se las arregla para mantener abierta su cuenta y paga su apartado. Hace un ano que no recibo noticias suyas. Tampoco esperaba ninguna. Siempre le liquidamos puntualmente y justificamos las ventas de forma razonable.

La mujer me desarmaba por el sencillo procedimiento de darme todos los antecedentes, o gracias a un embuste bien tramado y endosado con soltura. Fuera lo que fuese, le constaba que tendria que conformarme y disfrutaba con mi zozobra.

– ?Y no podria facilitarme ese apartado de correos? -resisti aun.

– No -se planto, sin misericordia.

– Al menos digame, ?es un apartado de Nueva York?

– No. Creo que esto es todo, senor. Ya que no me deja llamar por telefono, me voy a ver obligada a gritar.

– No se moleste -dije, mientras me levantaba-. Gracias por recibirme.

– De nada.

Antes de que yo terminase de salir de su despacho, a Melisa Chaves debio asaltarle una duda, nada importante, apenas lo justo para no despedirme tan destempladamente. Me llamo:

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