color azul claro, bastante mas que los de su madre. Fue un encuentro fugaz al que no me parecio que ella concediera la menor importancia, pero si no tomaba alguna medida el proximo podia resultar menos casual. El unico remedio que tenia a mi alcance era darle la espalda, y eso fue lo que resolvi hacer. Sintiendo, lo estuvieran o no, clavados en mi sus pequenos ojos impasibles, fui contando los pisos que el ascensor iba dejando atras. Aunque a medida que subiamos hubiera mas sitio, gracias a los que se bajaban, siempre me ganaba otro a la hora de ocupar los espacios que iban quedando libres junto a las paredes. Seguia alli, en medio, cuando oi detras de mi que ella decia:

– Sorry, sir.

Me aparte inmediatamente, sin volver la cara. Dio igual. Al salir ella me la busco y agradecio con inusitada gentileza mi prontitud:

– Thanks so much.

Estabamos en el piso 63. Eche un vistazo al panel de botones. El mas alto de los que habian marcado los demas era el correspondiente al piso 72, asi que aprete el 73. En el 72 abandono el ascensor un individuo de traje negro, camisa blanca, corbata granate de fantasia y cabellos engomados. Durante el tramo final de la subida me habia venido observando con indisimulable sospecha. Me despedi de el, con correccion:

– Have a nice day.

El del traje negro no respondio a mis buenos deseos. Mientras bajaba, todavia resonaban en mis oidos las palabras de Sybil. Recordaba tambien, sin pararme a sopesar lo poco que convenia a mis planes de sigilo, la dulzura de su semblante al mirarme. Y la complicidad con que habia saludado a la recepcionista de la planta. Eso habia sido lo ultimo, antes de que volvieran a cerrarse las puertas del ascensor y yo ya no pudiera ver nada mas.

Abajo, en el directorio del edificio, me informe de que en el piso 63 habia un despacho de arquitectos y una productora de television. Mis especulaciones se inclinaron automaticamente por la segunda, pero habia una manera rapida de confirmarlas o desmentirlas. Tras las pertinentes averiguaciones, llame por telefono a los dos sitios y pregunte por Sybil Fromsett.

– Sybil what? -respondieron en la productora.

En el despacho de arquitectos, por el contrario, oi un chasquido en la linea y un segundo despues la voz de la propia Sybil.

– Fromsett -dijo, con sequedad

Por un momento pense en colgar, pero se me ocurrio algo, sobre la marcha. Hispanizando al maximo mi pronunciacion inglesa y adoptando un tono oficial, invente:

– Buenos dias, senora Fromsett. Soy Adrian Valverde. La llamo de la embajada espanola, en Washington.

– ?La embajada espanola? -Sybil reacciono como si una llamada de la embajada espanola en Washington fuese lo ultimo que esperaba recibir.

– Si. Disculpe si la interrumpo. ?Puede atenderme?

– Bueno, no se. ?Que es lo que quiere de mi?

– Estamos haciendo una encuesta entre hijos de espanoles residentes en Estados Unidos. Queremos conocer como se han integrado en la sociedad americana.

– Debe haber un error -aclaro Sybil, con rapidez-. Mis padres son americanos.

– En nuestros archivos consta una Susan Fromsett, nacida Dalmau, como hija de Manuel Dalmau, emigrado espanol. ?No es usted?

– Mi nombre es Sybil, no Susan.

– Ah. ?Y no tiene nada que ver con esta Susan Fromsett?

– Nada en absoluto -mintio, con seguridad-. Ya le digo que soy americana y que mi familia tambien lo es.

– Le ruego que nos perdone. Nuestros datos sobre estas personas son incompletos y nos vemos obligados a conseguir sus numeros de telefono por procedimientos poco fiables. Al coincidir la inicial nos ha debido despistar.

– No se preocupe. Buenos dias.

Y colgo. Me cogio un tanto desprevenido la decision con que se me habia quitado de encima, aunque podia no tener nada de extrano. No era precisamente anormal que a alguien le fastidiara contestar a una encuesta. Supuse que ahora debia aguardar hasta las doce y media o la una, cuando ella bajaria a almorzar. Fui a comprar el periodico y estuve dando una vuelta por el World Financial Center y el puerto de yates contiguo. Era agradable pasear a la orilla del Hudson a aquella hora, y sentirse ocioso al pie de los edificios donde todos trabajaban. La lluvia habia cesado de momento, aunque el cielo seguia cubierto y la atmosfera neblinosa. No muy lejos de donde me encontraba salian los transbordadores hacia Nueva Jersey. Nunca antes habia considerado la posibilidad de ir alli, pero pense que me sobraba el tiempo y el billete no era costoso. Subi al barco en compania de un grupo de turistas japoneses que se hartaron, mientras atravesabamos el rio, de hacer fotografias del lado oeste de la isla. Desembarque al fin en Nueva Jersey, cuyo aspecto en la cercania era mas lobrego que el que ofrecia a lo lejos, y alli estuve un buen rato contemplando aquella perspectiva para mi inedita de Manhattan, dominada, en primer termino, por las dos torres gemelas que se alzaban en la bruma.

A las doce y cuarto estaba de nuevo ante los ascensores, aunque esta vez me preocupe de esconderme debidamente. A las doce y media salio de uno de ellos Sybil, acompanada por otras dos personas. Una de ellas era una bellisima mujer de aspecto arabe o irani, impecablemente vestida, de larga cabellera negra y labios perfectos pintados de color rojo sangre. El otro era un hombre joven, trajeado y desenvuelto, que no paraba de echarse hacia atras su media melena peinada a un lado. Les deje veinte o treinta metros y pude seguirles sin tropiezos hasta un restaurante de comida rapida de Liberty Street. A traves de las vidrieras del establecimiento vigile sus maniobras en el interior. Antes de entrar, espere a que se sentaran, ademas de cerciorarme de que habria algun lugar donde pudiera acomodarme y pasar desapercibido. Una vez dentro, pedi una hamburguesa doble con queso y beicon, preparado mas bien inmundo a cuya ingesta me entregaba en ocasiones como una forma torcida e inconfesable de placer gastrico, y me fui con ella al rincon que habia elegido para espiar a Sybil y a sus companeros de mesa.

Durante la comida hablo sobre todo el hombre. La irani (termine por admitir que era demasiado blanca para ser arabe) le escuchaba con una cierta displicencia y solo Sybil le daba alguna replica. Al estar demasiado lejos para oir lo que decian, debia quedarme con los gestos. En alguna ocasion Sybil se dirigia a la irani, y esta asentia sin tomar nunca las riendas de la conversacion. Cuando finalizaron su almuerzo, el hombre se levanto el primero. Sybil retuvo entonces un instante a su companera y le susurro algo al oido. De pronto, la irani se echo a reir, y al hacerlo fue mas ruidosa de lo que sin duda pretendia. Sybil la cogio carinosamente por la nuca y la conmino a guardar silencio.

Volvia a llover. Sybil y su amiga hicieron el camino de vuelta hasta las torres bajo el paraguas de la segunda, mientras el hombre, cuya postergacion era ya notoria, se mojaba y maldecia. Luego desaparecieron en los ascensores y yo me quede con otras cuatro horas por delante. Para entretenerme tuve una idea. Me acerque a una de las librerias del centro comercial proximo. Despues de rastrear un poco, di con un ejemplar de Le Grand Meaulnes. Lo compre y me fui a leerlo a un cafe. Aquella traduccion inglesa era sentida y pulcra, bastante mas legible que la version espanola en que yo habia conocido el libro. En aquellas cuatro horas, saltando algunos trozos, pude llegar hasta el final, hasta la hermosa escena en que Augustin Meaulnes regresa para llevarse a su hija y dejar al narrador, que en su ausencia ha concebido la esperanza de que podra ser un padre adoptivo para la nina, sumido en la soledad y la rendida admiracion que siente por su amigo nomada.

Sybil bajo a las cinco y cuarto, acompanada por la irani. Aunque la lluvia arreciaba, no fueron al metro. Subieron por West Broadway hasta la confluencia con Varick Street. Iban las dos cogidas del brazo, bajo el paraguas que la irani debia sujetar con fuerza porque no lo movia el aire que venia de frente y que me dificultaba no poco su seguimiento. A nuestro alrededor empezaba a organizarse el atasco de la hora punta. En la tarde gris destellaban con fuerza las luces de freno de los coches que se iban amontonando a lo largo de las calles. Recorrieron Varick entera, hasta West Houston, y una vez en esta torcieron hasta Hudson Street. Entonces supe a donde iban. Aquel era uno de los cines en los que ponian peliculas que no venian de Hollywood, categoria eminentemente marginal en la que quedaban comprendidas el resto de las americanas, las europeas y las de otros lugares exoticos. Sybil y su amiga entraron a ver una pelicula italiana sobre emigrantes albaneses que habia tenido cierto exito en Espana poco antes de mi partida. Yo no la habia visto y me parecio una buena forma de

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