bastante antiguo, aunque restaurado primorosamente. No habia portero, porque solo eran diez vecinos y el gasto per capita habria resultado desmesurado. Sybil Fromsett, segun comprobe gracias al portero automatico, vivia en el segundo izquierda. Eran las doce de la manana y no sabia cuando podia entrar o salir, pero se me ocurrio que el mejor momento para esperarla era por la tarde o por la manana temprano. Por no pasar alli mas tiempo del debido, porque no la conocia y preferia no equivocarme, y tambien porque me apetecia oirla, la llame a la manana siguiente a las siete, que era una hora a la que supuse que estaria en casa. Una voz no somnolienta, es decir, perteneciente a alguien que ya se habia levantado hacia rato, surgio al otro lado de la linea:
– ?Quien es?
Colgue y volvi a llamar a las siete y media. Ya nadie cogio el telefono. Eso me obligaba a un maximo de media hora de espera, un lapso razonable. Al otro dia, muy temprano, mientras iba en el metro hacia la calle 75, trate de adivinar que aspecto tendria Sybil Fromsett. Su voz era grave y hablaba con acento de Nueva York, como si hubiera vivido aqui desde siempre. El mensaje del contestador automatico era muy revelador. Lo recorde: Esto es una maquina, lo que significa que no puedo o no quiero ponerme, asi que cuentaselo a ella. Si me interesa, cuando ella me lo cuente a mi te llamare. Si no lo hago, no me gastes mas cinta. Gracias. A pesar de todo, no tenia por que ser antipatica; algunos de mis conocidos mas afables grababan mensajes mucho mas hostiles que aquel. No me habia sonado muy joven, aunque tampoco podia tener arriba de treinta anos si era hija de Sue. Debia ser rubia y blanca, como ella; todo lo contrario de la exuberante y humeda morena que bajo la leyenda ?Harto de ese tatuaje? promocionaba una clinica dermatologica en uno de los anuncios del interior del vagon de metro. Tampoco me la imaginaba tan sofisticada y felina como Airiana, la flecha humana, que volaba hacia uno desde el anuncio contiguo, del circo Ringling, Barnum & Bailey. Acaso se pareciera mas a la mujer con portafolios de un tercer anuncio, Abogados especialistas en danos personales, llame 24 horas al dia. Deje vagar la mirada a mi alrededor, jugando a buscar otros modelos, hasta que me tope con el gesto de una altisima negra melancolica, que me cohibio.
A las siete menos cinco estaba enfrente del portal, apoyado detras de una furgoneta. Aparte de mi no habia nadie, lo que me forzaba a adoptar un aire lo mas natural posible, como si estuviera esperando a quien no me importaba que me viera, aunque no fuera ese estrictamente el caso. Entre las siete y las siete y cuarto, de las casas proximas salieron cuatro personas y del portal de Sybil una quinta que no podia ser ella. A las siete y diecisiete aparecio sobre la escalinata una mujer de unos veintinueve o treinta anos. Tenia una melena corta y rubia, algo desvaida, ojos pequenos y nariz estrecha, lo que en la distancia daba a su rostro una apariencia difusa. Vestia unos pantalones de cuero marron que sus piernas no llenaban, ni siquiera a la altura de los muslos; calzaba botas flexibles e iba envuelta en una blusa amplia, con el bolso en bandolera entreabriendosela. La piel de su garganta y del comienzo de su pecho, que se mostraba asi generosamente, era clara y luminosa. En Madison me habia llamado la atencion lo tersa que tenia la piel Sue Fromsett, para su edad. Cuando estuvo en la acera, Sybil, que no podia ser otra, cruzo los brazos y sin verme echo a andar decididamente hacia Columbus Avenue.
Aquella primera manana no la segui. Me quede apoyado tras la furgoneta, observando como se alejaba, deprisa, los hombros y las caderas oscilando al ritmo que los tacones de sus botas iban marcando sobre el pavimento. Pese a la ropa holgada, pude apreciar la brevedad de su torso. Causaba una impresion contradictoria, tan tenue de cuerpo y tan resuelta en sus ademanes. Antes de doblar la esquina con Columbus, se revolvio un par de veces el cabello sobre la frente. Un segundo mas tarde se habia esfumado. Recuerdo que era viernes y que su imagen no se me quito de la cabeza en todo el fin de semana. Algo en ella, algo que no habia acertado a encontrar en su madre, me remitia poderosamente al mundo de Dalmau. Podia imaginarla, a Sybil, caminando con aquel paso firme por las calles del Madrid que habia retratado su abuelo, seduciendo a los personajes que el habia creado y consolandolos de sus faltas. Pero habia algo mas. La nieta de Dalmau resucitaba en mi una ternura irreflexiva que no me negue a reconocer, aunque la temia. Por experiencia me constaba que esa ternura era la fuente de donde manaban, y nunca estaria tan mermada como para que dejasen de hacerlo, el hambre de calor y la sed de carne ajena.
2.
El lunes siguiente la aguarde ya en Columbus Avenue, donde podia pasar mas desapercibido. En contraste con las precedentes, la manana amanecio plomiza y lluviosa, lo que no facilitaba mucho mis intenciones, aunque me proporcionaba el parapeto del paraguas para salir del paso en alguna situacion comprometida. Ella no llevaba paraguas, sino uno de esos engorrosos impermeables transparentes que solo protegen de la lluvia. Debajo del plastico iba vestida como la vez anterior, con la sola excepcion de la blusa, reemplazada por otra del mismo estilo. Le di una ventaja prudencial y sali tras ella. Bajo por Columbus hasta la 72 y una vez alli torcio hacia el parque. Presumi que cogeria el metro, y no erre.
En la estacion cruzo sin detenerse la zona de las taquillas. Dejo caer en uno de los torniquetes su
No levanto la vista del libro hasta la estacion de Canal Street, cuando el conductor la anuncio por los altavoces. Nueve meses despues, a mi me seguia costando trabajo entender a los conductores del metro. Habia llegado a averiguar que cuando decian
En Canal Street transbordamos a la linea E, que seguia un par de estaciones mas hasta terminar en el World Trade Center. Aqui Sybil ya no pudo sentarse y tampoco se esforzo demasiado por lograrlo. Cuando llegamos al final de la linea el tren se vacio tumultuosamente, como correspondia a la hora y al lugar. Los oficinistas entre los que caminabamos tenian prisa por alcanzar los ascensores de su torre respectiva y hacerle saber cuanto antes al ordenador central de la empresa para la que trabajaban que ya se hallaban a su disposicion. Para ello, dependiendo de los casos, debian encender su ordenador personal o les bastaba con atravesar el arco invisible que a la entrada de la oficina activaba el microcircuito electronico de su tarjeta de identificacion. A juzgar por el ritmo de su marcha, que no era tan apresurado, Sybil no llevaba una tarjeta con microcircuito electronico, o no se cuidaba especialmente de las horas que le apuntaba o dejaba de apuntar un ordenador central. Asi y todo, se dejo arrastrar por aquella hueste y tras un buen trecho de corredores y escaleras y una breve intemperie nos vimos ante una bateria de ascensores. No me fue facil ponerme en situacion de subir al mismo ascensor al que subiera ella, procurando al mismo tiempo no colocarme tan cerca que ella pudiera fijarse en mi. Sin embargo, todas mis precauciones se arruinaron cuando, careciendo del adiestramiento del que disponian los demas, trate de hacerme un hueco en el ascensor en cuestion. Los mas avezados, entre ellos Sybil, ganaron todas las plazas proximas a las paredes y yo me quede en el centro, desconcertado y completamente expuesto.
Durante una fraccion de segundo mis ojos se cruzaron con los suyos, y pude apreciar que eran frios y de un