en el vestibulo. Mientras aquel dialogo no cesara, podia registrar a mi antojo. Los apuntes en los cuadernos, como alguno de los libros, versaban sobre el truculento escritor checo Hermann Ungar. Entre las paginas de un ejemplar de su novela Los mutilados asomaba un sobre con el filo rasgado. Lo saque, teniendo cuidado de no perder la pagina. En el remite se leian el nombre Sybil Fromsett y unas senas de Nueva York, que me apunte sin perdida de tiempo en la palma de la mano. De la carta solo me dio tiempo a leer el encabezamiento, Dear Mum, y un irrelevante parte sanitario y meteorologico, el primero referido a la remitente y el segundo a la ciudad. Pude guardarla en su sitio antes de que reapareciese Sue en el salon. Al verla, me levante.

– Creo que no debo molestarla mas -dije-. Ha sido muy paciente al escucharme. Le dejo mi direccion y mi telefono, por si cambia de parecer o le interesa alguna vez ponerse en contacto conmigo.

– ?No quiere beber algo? Se lo ofrezco de veras. No quisiera que creyese que aqui echamos a los visitantes - Sue, nadie habria podido creer lo contrario, era una de esas personas de cortesia inflexible.

– No, se lo agradezco -y le tendi mi tarjeta.

– Muchas gracias -la tomo, con delicadeza-. Ya sabe donde estoy yo. Enseno literatura centroeuropea en la universidad. Si hay alguna cuestion profesional en la que pueda serle util, no dude. No siempre tengo por que guardar secreto.

Sue Fromsett salio a despedirme a la puerta de su codiciable residencia. Mientras maniobraba hacia la calle la vi por el retrovisor, con los brazos cruzados bajo el porche. Ella era lo mas cerca que habia llegado a estar de Dalmau, y no era poco. Algo debia tener de el, algo que habria estado ahi, a mi disposicion, si hubiera sido capaz de discernirlo. Siempre es dificil, en todo caso, rastrear el caracter de una persona en lo que resultan ser sus herederos. Conduje sin prisa a traves de la ciudad y aun me detuve cinco minutos a mirar las velas blancas que salpicaban la rizada superficie negruzca del lago Monona. Los hijos de Dalmau, a lo que se veia, padecian la necesidad de tener un horizonte acuatico a su alcance, incluso viviendo tierra adentro.

Aquella tarde crei, prematuramente, que jamas volveria a Madison, y al alejarme senti una leve amargura, porque en aquel lugar, intui, habria podido vivir. A veces sucede que los paisajes por los que viajamos no parecen ajenos, sino algo que podria pertenecemos, o formulando de forma mas apropiada la relacion, algo a lo que podriamos pertenecer. Tambien puede vivirse durante anos en un sitio sin llegar a considerarlo propio, como en parte me ocurria a mi con Nueva York, despues de ocho meses. Como sospechaba que le ocurria a Dalmau en America, aunque su hija estuviera convencida o hubiera tratado de convencerme de lo contrario.

En la autopista, rumbo a Chicago, pense largamente en Sybil Fromsett. Fue entonces cuando debi contemplar la posibilidad de que Dalmau, tras su empalizada impracticable, casi ciego y misantropo en ejercicio, dejara temporalmente de ser el norte de mi brujula en beneficio de su todavia incognita nieta. A fin de cuentas, ?a quien podia apetecerle sortear toda clase de impedimentos para acceder a donde no iba a ser bienvenido?

Apuntar a la hija de Sue era una frivolidad, lo admitia; pero en octubre o en noviembre podia estar de regreso en Madrid, metido en la misma mugre de antano, y la perspectiva me inclinaba a juzgar que no habia ninguna razon para omitir aquella distraccion. Ignoraba, al razonar asi, que estaba a punto de tomar un atajo hacia Dalmau y que aquel atajo, aparte del camino mas recto, era tambien, y con diferencia, el mas peligroso.

IV. SYBIL

1.

Una ternura irreflexiva

Cuando llegue a mi casa desde el aeropuerto encontre en el buzon un sobre de aspecto oficial. En la carta que habia en su interior, con el membrete del National Visa Center, se me comunicaba a los efectos oportunos que habia sido favorecido por la fortuna en el sorteo anual de permisos de residencia y se detallaba la documentacion complementaria que debia aportar para que el permiso me fuera concedido. No era demasiada, aunque me impuso la carga de realizar un par de gestiones en el consulado, donde fue inevitable tener mas trato con espanoles, y con la manera espanola de hacer las cosas, del que a la sazon me confortaba. Una vez que hube remitido todos los papeles, Raul, que me acompano a la oficina de correos, certifico:

– Enhorabuena. A los efectos, ya eres practicamente un green card holder y un proyecto de exiliado.

Aunque la tarjeta verde de residente a que aludia Raul todavia no estaba en mis manos, al salir de la oficina de correos pense que acababa de traspasar una raya, y que al otro lado de ella habia mas posibilidades, siquiera teoricas, de que las cosas fueran diferentes y de que los cambios no fueran reversibles. Raul iba incluso mas alla:

– Quien sabe. Esto es el principio. A lo mejor algun dia te ves jurando la constitucion de Estados Unidos y recibiendo un pasaporte nuevo. ?Que harias en ese caso con el pasaporte rojo?

– No cambiare nunca de pasaporte -asegure, y lo sentia-. Para darme este no me obligaron a jurar nada. Esa es una ventaja que ningun otro puede salvar.

– ?Estas seguro de que no juraste nada? ?Ni en la mili?

– Hice reserva mental, mientras gritaba con el resto de la formacion.

– ?Y que tenias contra la bandera? -se mofo.

– Contra la bandera nada. Contra los juramentos colectivos.

– Pues yo jure, como un imbecil, y hasta me lo crei -rememoro-. Claro que tenia dieciocho anos. Ademas, siempre he sido un individuo complaciente.

Lo afirmaba en serio, y en parte no faltaba a la verdad. Aunque era dificil que Raul guardara mucho respeto por nada, resultaba igualmente improbable que resolviera enfrentarse con alguien, incluso provocandole a ello. Preferia transigir, que era una forma tan buena como cualquier otra de reservarse y quedar al margen de todo. Sin ir mas lejos, el si habia jurado la constitucion de los Estados Unidos y tenia un pasaporte azul. Nunca me dijo que habia hecho con el rojo y nunca hice por investigarlo.

A mi vuelta de Wisconsin, aumentaron las dudas acerca de seguir buscando a Dalmau. Sospechando la inutilidad del empeno, que equivalia a dar por absurdas mis recientes andanzas como detective y por superfluas todas las afinidades presentidas entre ambos, me percate de cuanto habia llegado a depender de unas y de otras. A veces diriase que la existencia no es mas que el problema de medir el tiempo, y que los sucesivos afanes en que uno se va embarcando no son sino maneras de solucionar esa medicion. Cuando alguno de los sistemas metricos que uno ha adoptado se revela de pronto inoperante, la urgencia primordial es dar con otro que lo reemplace, para que su funcionamiento haga olvidar que en realidad nadie sabe para que sirve medir o por que debe hacerse, ni si el tiempo no es en realidad una vejacion que habria que sacudirse de encima. Todos estamos prevenidos por uno de nuestros mas sabios instintos para rehuir estas cavilaciones y para persistir en el cultivo de rutinas mensurables. Los dementes y los suicidas son, posiblemente, personas que dejan de tener una vara milimetrada junto a la que ir poniendo la lentitud o la velocidad de los dias.

Mientras tanto, habia llegado mayo y la alteracion espiritual que siempre se produce hacia mediados de primavera se dejaba notar con singular virulencia en la ciudad. Era por lo aspero del invierno, o por la fragilidad de abril, por lo que aquel mes llegaba como una conmocion, entre las flores que se abrian en los parques, los negros que cantaban en las calles y las muchachas desabrochadas. Incluso, como apuntaba Raul, regocijandose en la discutible sutileza de la senal, volvian a oler los excrementos de los perros; los pocos que desafiaban la prohibicion, sancionada con multa de 100 dolares, y los muchos que los duenos obedientes, con guantes de plastico, recogian de las aceras y guardaban en bolsitas.

Fue en medio de aquel trastorno estacional, jubiloso para unos y resignado para otros, como inicie mi aproximacion a Sybil Fromsett, la hija de Sue y nieta de Dalmau. Lo primero que consegui de ella fue el numero de telefono. No era la unica Fromsett, S. que en el listin electronico figuraba como residente en Nueva York, pero si la unica que vivia en aquel numero de la calle 75, entre las avenidas Columbus y Amsterdam, no lejos del Museo de Historia Natural y en lo mejor del Upper West Side. Despues fui a ver la casa, un edificio de cinco pisos

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