– No te preocupes -intervino la irani, que hablaba un ingles lento y aterciopelado-. Estoy segura de que los otros se entusiasmaran igual cuando te vean. Ya me extranaria que hubiera otro candidato tan brillante.

– ?Por que me suena como si te burlaras? -se revolvio el hombre, subitamente susceptible.

La irani le observo con insolencia.

– Tu sabras -dijo.

– Vamos, Dalia, no le pinches -medio Sybil-. Tambien tu estarias nerviosa si tuvieras una entrevista tan importante esta tarde.

– Estoy nerviosa. Como no ande listo esta tarde, tendremos que seguir soportando nosotras su ilimitado amor a si mismo.

– ?A que viene eso? -se revolvio el hombre, irritado-. No sospechaba que la envidia te pudiera volver tan mezquina.

– Nunca podria tenerte envidia, Pete, ni aunque me esforzara. Aunque no me exhibo tanto como tu, se hacer todo lo que tu sabes hacer y muchas otras cosas con las que ni siquiera has sonado todavia. Dentro de algunos anos comprenderas a que me refiero, quiza.

– Muchas veces se me ocurre que deberian revisarse profundamente las leyes de inmigracion de este pais - opino Pete, con rencor-. Sin ir mas lejos, habria sido interesante que no consideraran que tu padre era un perseguido politico. Habria podido verse si eras igual de presuntuosa debajo de un velo y haciendo solo lo que te mandaran.

– Una reflexion inteligente -asintio Dalia-. Propia del americano medio. Quiza por eso vuestras autoridades se preocupan de que entre algun aire fresco de fuera de vez en cuando.

– Ya esta bien, ?no os parece? -se interpuso Sybil, con firmeza. Durante el combate que habian sostenido los otros dos se habia quedado en segundo plano, observandome. Habriase dicho que se complacia en poseer la clave de aquella enemistad y en ostentar ese conocimiento ante mi, que carecia de el y asistia a la refriega sin acabar de entender lo que estaba sucediendo. Sus companeros adquirian asi una condicion puramente instrumental, como si solo fueran juguetes cuyo funcionamiento me mostraba para distraerme. Era por dejar bien claro su ascendiente sobre ellos, supuse, por lo que interrumpia ahora la disputa.

– Un caso notable, tu cazatalentos -se dirigio a Pete, reanudando sin mas la conversacion en el punto donde habia quedado antes del incidente-. Siempre me ha llamado la atencion que haya personas que dependan tanto de lo que hacen otras personas, como tu amigo, o los representantes, o los entrenadores de gimnastas. Debe ser horrible que tu suerte se juegue siempre con dados que no estan tus manos.

– No creo que ellos piensen eso, y en algun caso es posible que no anden descaminados -sugirio Dalia, no sin intencion.

– Siempre se acaba perdiendo el control -la rebatio Sybil-. Por eso me resulta incomprensible que algunos pongan tanto interes en las vidas ajenas.

Ni Pete ni Dalia replicaron, pero no era a ellos a quienes Sybil destinaba su juicio. Mientras lo formulaba mantuvo el rostro vuelto hacia donde yo estaba, y en sus facciones no habia emocion alguna, solo una sonrisa quieta y desafiante. Como la vispera, en el vagon de metro detenido en la estacion de Times Square, su aplomo me desconcerto. Sin otro recurso, me aferre al libro que alzaba como una barricada entre ambos, olvidando que era por ella por quien las aventuras de Meaulnes ocupaban mis manos y que levantarlas de esa forma podia interpretarse como un signo de flaqueza.

Tal vez por eso aquella misma tarde, cuando salio de la oficina, cai en la ignominia de volver a seguirla como la tarde anterior, clandestinamente. Iba otra vez con Dalia, pero en esta ocasion, en vez de remontar West Broadway, fueron a coger el metro en Wall Street. Desde el vagon contiguo, al que subi para mayor seguridad, las vi abandonar el tren en la estacion de Bleecker Street, en el borde occidental del East Village. Aguante hasta poco antes de que las puertas se cerraran y fui tras ellas hasta lo que resulto ser su destino: el Fez, una especie de cafetin arabe en Lafayette Street. Cuando desaparecieron dentro de el, me detuve un instante a ordenar mis ideas. En realidad, habria preferido que Sybil estuviera sola, pero tambien habia que considerar que un lugar como aquel no dejaba de ofrecer sus ventajas. Entre otras, la oscuridad que previ desde fuera y corrobore al entrar en la especie de trastienda donde se hallaba el cafetin propiamente dicho. No habia ventanas, solo una imitacion a base de cortinas, falsos huecos y alfeizares fingidos en las paredes. Los clientes se repartian en mesas exiguas, apenas aptas para acoger a un par de personas cada una. Sybil y Dalia habian conseguido una de aquellas mesas y justo cuando yo llegue estaba desocupandose otra. Aproveche para pedir con rapidez una cerveza y preguntarle a la esceptica camarera (las camareras son a menudo escepticas, en Nueva York como en otros lugares):

– ?Han pagado en aquella mesa?

– Todavia no -dijo la camarera, con tono aburrido.

– Cobrelo todo de aqui -y le tendi cincuenta dolares.

– Claro -aprobo, sin cambiar de entonacion.

Me sente en el sitio que habia quedado vacio. Para entonces Sybil ya se habia percatado de mi entrada y volvia a haber en su semblante la misma sonrisa impavida del mediodia. Dalia hablaba y ella hacia como si atendiera, aunque resultaba ostensible que su mente no estaba en lo que la otra pudiera decirle. De pronto, el que ella me vigilase como yo la vigilaba a ella me alarmo. Por primera vez se me ocurrio que podia pasar que se cansase o se asustara, reacciones ambas de todo punto justificables ante mi estrafalario comportamiento, y organizara un escandalo o avisara a la policia. Era lo que cualquiera habria debido prever, y sin embargo nada en su actitud auguraba una salida de ese cariz. Mas bien se mantenia a la espera, como si me estuviera sometiendo a una especie de prueba que solo podia reputarse temeraria. Ninguna mujer juiciosa de Nueva York se habria arriesgado a descubrir cuando fuera demasiado tarde lo que podia pretender un desconocido que demostraba una aficion tan extrana y pertinaz por su persona y costumbres.

Estuvieron alli durante cerca de una hora, cuya longitud entretuve en una insoluble cavilacion acerca de la pertinencia o inoportunidad de levantarme y abordarlas. Al final me retuvo la irani, quien por lo visto con Pete, y aunque el asunto no fuera con ella, habria dado en despreciarme y podia desempenarse de forma mas aspera de lo que me convenia. Si hubiera tenido que juzgar solo por Sybil, por el contrario, habria sacado la conclusion de que algo semejante era lo que se esperaba que hiciera. Incluso podia ir mas alla: a medida que transcurrian los minutos sin que mi decision llegara a formarse, me dio la impresion de que mi pasividad la defraudaba.

A pesar de todo, deje pasar el tiempo hasta que pidieron la cuenta, con la subrepticia esperanza, sospeche despues, de que los acontecimientos escaparan a mis designios. Cuando la camarera les dijo que todo estaba pagado y les senalo en mi direccion, Dalia me miro con reproche y Sybil no dio muestras de inmutarse. Tras un corto intercambio de pareceres, en el que su amiga ofrecio perceptibles reservas, Sybil se separo de ella y vino sin prisa hacia mi. Viendola acercarse, y derribar asi todo el furtivo aparato de los ultimos dos dias, se me acelero el pulso como hacia anos que no me lo aceleraba nadie. No era solo su forma de moverse y de caminar, o el hecho de tenerla por primera vez enteramente de frente. Con mi irregular conducta le habia otorgado un poder que nadie habia tenido sobre mi desde que habia dejado de ser un muchacho, y ahora estaba expuesto al uso o abuso que a ella se le antojara hacer de aquella prerrogativa.

– Puedo sentarme, supongo -dijo, sirviendose de la silla que habia frente a mi.

– Seria muy extrano que me negase -admiti, milagrosamente sin trabarme.

– No eres de Nueva York.

– No. De Madrid.

– Madrid -y dejo un silencio evocador-. ?Es verdad que el cielo de Madrid es mas azul que el de ninguna otra ciudad? -pregunto, como si se acordase de pronto y tuviera prisa por despejar la duda.

– Lo era. ?De donde sabe una americana acerca del cielo de Madrid?

– No todos los americanos lo ignoran todo del resto del mundo.

– No queria decir eso. El color del cielo es un detalle muy particular.

– ?Por que has pagado lo que bebiamos mi amiga y yo?

– Habria preferido hacer algo mas ingenioso. Pero no conseguia que se me ocurriera nada. Tu amiga me intimida.

Sybil meneo la cabeza, riendose. Yo estaba atento a la actividad de sus dedos, con los que tamborileaba sobre la mesa. Eran finos y huesudos y llevaba las unas no muy largas, pintadas con un esmalte naranja palido. No habia anillos ni sortijas en ellos.

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