– No necesitamos que nos paguen la bebida -informo, amablemente-. Ganamos un sueldo, que al menos es suficiente para costear las cervezas que tomamos. Dalia queria que la camarera te devolviera el dinero, y la camarera lo haria. Pero la he convencido de darle otra solucion al asunto. Te invitaremos nosotras. Pide lo que quieras, cuando te acabes eso.
– Lo hare, gracias.
Sybil senalo mi ejemplar de Le
– ?Te gusta el libro? -se intereso, como si fuera algo suyo. Y lo era, en cierto modo.
– Me gustan las obras de quienes murieron jovenes y un poco inexpertos. En realidad, habria que huir siempre de la experiencia.
– ?Que tiene de malo la experiencia?
– Nada, si no hay otra cosa con la que consolarse. Pero es mejor tener el corazon limpio.
– Ya veo -reflexiono-. ?Y hasta cuando esta limpio el corazon, segun tu?
– Mientras uno no recuerda nada que no pueda recuperar. Esa es la prueba definitiva.
– Nadie puede superar esa prueba -aprecio Sybil, incredula.
– Yo he podido, en otro tiempo.
– Debe enganarte la memoria.
– Puede. Puede que tengas razon y que no haya nadie con el corazon limpio. Yo preferiria creer que si, a pesar de todo. Lo dice Meaulnes, en alguna parte del penultimo capitulo: son los que no creen quienes lo echan todo a perder.
La nieta de Dalmau me contemplo con simpatia. En sus iris se entrelazaban hebras del color de la niebla y otras del color de aquel cielo que alguna vez habia existido en Madrid. Eran pequenos pero profundos, y lo bastante brillantes como para traspasar el aire y traspasarme en la atmosfera tenebrosa y algo cargada del Fez.
– ?Hay algo en lo que yo deberia creer ahora, en concreto? -dijo, deteniendose intencionadamente en cada palabra.
– No lo se. Hace demasiado tiempo que no estoy en un apuro semejante, si lo he estado alguna vez. A lo peor habias pensado que me dedicaba a esto de forma habitual.
Sybil disfruto de mi indefension durante un segundo.
– No lo habia pensado -rechazo-. Si lo hubiera pensado no habria venido hasta aqui. Tampoco habria consentido lo de este mediodia. Pero ahora tengo que irme. He venido con Dalia y va a enfadarse si no vuelvo con ella.
– Lastima. Estaba empezando a pasarseme el panico.
Se puso en pie y se me quedo mirando sin decir nada, como si estuviera debatiendo algo en su interior. Antes de emprender el regreso, me propuso, de improviso:
– Si tienes un papel y algo para escribir, no hara falta que me sigas mas. Te doy mi numero de telefono y me llamas algun dia. Otra tarde no tiene por que estar Dalia, desaprobandonos a ambos.
– Ya tengo tu numero de telefono, si puedo confesarlo sin que te enfades.
– No me enfado -decidio, tras una breve vacilacion-. Usalo. Hasta la vista.
Y se fue junto a su amiga, que no dejo de escrutarme hasta que abandonaron el local. Sybil, en cambio, no volvio la vista ni una sola vez. Se marcho como se marchan las muchachas a las que uno quiere en los suenos, dejando tras de si una impresion difusa que el sonador nunca adivina si es presentimiento de la melancolia que sufrira cuando despierte sin que la muchacha haya reaparecido, o anuncio de la alegria no imposible de conquistarla (a veces, no muchas, las muchachas de los suenos son sedentarias y complacientes).
Aquella noche acepte la invitacion de Raul para irme con el y con Michael a beber tequila a un bar tex-mex que habia a una manzana del apartamento del nigeriano. Cuando hubimos tragado el agua de fuego, y antes de que se manifestaran del todo sus demoledores efectos, subimos a casa de Michael para poder derrumbarnos tranquilamente. Hacia algunas semanas que no me embriagaba de aquella forma y di en hablar mas de lo habitual. Les conte a Raul y a Michael algo de mis investigaciones acerca de Dalmau, que habia llevado hasta entonces con total discrecion. Tambien les dije algo sobre Sybil, algo que debio sonar bastante mas preocupante de lo debido, porque Michael se apresuro a aconsejarme:
– No la llames nunca. Esa mujer puede hundirte.
– ?Que te hace pensar eso?
– Es una profesional. Puedo olerlas a distancia, porque yo tambien conoci a una profesional, hace algun tiempo. Esas mujeres saben todo lo que quieres y tu no sabes nada de lo que quieren ellas. Por eso no se asustan nunca.
– No se a que profesion te refieres -proteste-, pero me parece que es una chica honrada. Trabaja de ocho a cinco y vive en un edificio respetable, en la 75 Oeste.
– La profesion que te digo no tiene nada que ver con eso. Es la profesion de cogerte por lo mas blando y apretar hasta que no queda nada, hermano.
– No pierdas el tiempo, Mickey -tercio Raul, con un eructo-. Mi paisano no va a aflojar, porque esta enamorado como un imbecil y porque los espanoles no tememos el dolor del cuerpo y mucho menos el del alma -y dirigiendose a mi, agrego-: Disfruta de la chica, mientras dure, y olvidate de su abuelo. Si te vale mi opinion, ni se lo menciones a ella. Desde que estoy en esta ciudad donde hace tanto puto frio en invierno y tanto puto calor en verano, hay una regla que he aprendido a obedecer por encima de cualquier otra: muevete lo menos posible y nunca vayas donde no te llaman.
– Lo lamentara de todas formas -insistio sombriamente Michael, que era un africano fatalista.
En medio de aquel sopor alcoholico, me quede rumiando la advertencia de Raul y los aciagos auspicios de Michael. A aquellas alturas, ya casi no tenia intencion de ir tras Dalmau, pero estaba rendido a su nieta y lo que menos me importaba era que pudiera lamentarlo. Ni siquiera -jure, borracho perdido- me importaba que Michael terminase de tener razon y ella apretase hasta que no quedara nada. Nada de que, a fin de cuentas.
4.
Renuncie a llamarla al dia siguiente, porque no me atribuyera excesiva premura, pero no deje de hacerlo al segundo dia. Estuve dudando entre telefonearla a su casa o a la oficina y al final di en escoger lo segundo, previendo, erroneamente, que pudiera mostrarse menos desembarazada y por tanto un poco mas manejable.
– Fromsett -irrumpio su voz en la linea, ocupando sin resquicios el hueco dejado por la telefonista del despacho de arquitectos.
– Sybil -titubee, porque su nombre sonaba insolito en mis labios-. No se si me recuerdas. En el Fez, anteayer por la tarde.
Hubo un silencio. Tras el, Sybil asintio:
– Si. El que prefiere los corazones limpios, como Alain Fournier. Termine el libro anoche, y me fije en lo que citaste. La frase es muy cruel con la pobre Valentine.
– Los corazones limpios son crueles, a veces.
– El gran Meaulnes lo es demasiado a menudo, para mi gusto. Veo que sabes como me llamo yo. Y tu, ?tienes un nombre?
– Si. Hugo.
– Vaya, como el autor de ese musical de Broadway, Los miserables. ?Eres de origen frances? -pregunto, afectando ingenuidad.
– Hugo es el nombre de pila. Mi apellido es Moncada.
– Ah, eso si suena muy espanol. Como un nombre de caballero. Don Hugo Moncada -lo pronuncio sin deje anglosajon, con vocales diafanas y precisas.
– Hubo un caballero don Hugo de Moncada -informe, temeroso-. Fue capitan de un barco de la Armada
