– Te localice asi, pero no te segui por eso.
– Siempre supe que le conocias -dijo-. Por esa falsa llamada desde la embajada, mencionando su nombre. Pero no intentaste nada. Si hubieras querido algo de el lo habrias intentado. No habrias sido siempre tan vulnerable. Han cometido un error.
Meneaba la cabeza y agitaba las manos, desolada.
– Ahora ya no tiene remedio, Sybil. Nunca me habian esperado en mi habitacion tres hombres dispuestos a pulverizarme. Las pocas tonterias en que se ha ido mi vida hasta ahora no me han preparado para esto. Dile a Dalmau que no se preocupe, que me esfumo.
Y esta vez arranque con fuerza, para que ella no pudiera detenerme si volvia a agarrarme del brazo. No se movio. Me aleje diez o quince metros antes de que ella reaccionara. Oi sus pisadas, rapidas e irregulares, que avanzaban hacia mi. Aprete el paso, pero Sybil corrio y logro rebasarme. Trate de esquivarla, sin exito.
– Por favor -implore, fatigado-. El juego ya ha ido bastante mal. ?No te cansas nunca?
– No ha sido Dalmau -dijo, como si eso lo excusara todo.
– No me interesa, Sybil, de veras -proteste.
– La culpa la tiene Pertua, ese paranoico.
– ?Pertua?
– Escucha -Sybil me sujeto por un hombro y me dedico su gesto mas persuasivo-. Si es Pertua el que anda detras, y apuesto que es el, puede arreglarse facilmente. Confia en mi y no vayas a ninguna parte. Alguien ha sido demasiado listo.
Acaricio mi mejilla, como si fuera la de un nino a quien hay que confortar de una pesadilla que ya ha pasado.
– Te llamare -prometio.
Y se fue avenida abajo. Viendola irse, aquella leve silueta de muchacha sonada en la lenta tarde de junio sobre la bahia, tuve un raro sentimiento. Dalmau, Sybil, quiza incluso Kyriakos, formaban parte de algo que me correspondia. Podia temerlos, podia huir, podia aceptarlos. Pero nunca podria repudiarlos, a ninguno de ellos, y menos que a nadie a aquella muchacha empenosa que se alejaba deprisa, por la avenida que moria en el oceano.
7.
Sybil incumplio su promesa de aquella tarde, al menos en la literalidad de sus terminos. Cuando sono el telefono, a la manana siguiente, y lo cogi creyendo que podria ser ella, en la linea surgio la voz de un hombre al que no conocia. Era una voz cadenciosa y un tanto timida, aunque pronto me di cuenta de que era una timidez enganosa. Hablaba en espanol, con un acento sudamericano indefinido, no demasiado fuerte.
– ?Hablo con Hugo Moncada?
– Si -repuse, indeciso.
– Soy Pertua. Llamo de parte de Sybil Fromsett.
Guarde silencio. Lo que hubiera de decirse, lo diria el.
– Creo que le debo una disculpa y una explicacion -continuo, entendiendome-. No obstante, tal vez no sea el telefono el mejor medio. Quisiera proponerle que viniera a verme, si no esta demasiado ocupado.
– Ir a verle donde -dije, con cautela.
– No estoy lejos. En el Rockefeller Center, Quinta Avenida. Lo conocera, seguramente.
– Desde luego.
– Le doy el piso y la
– No me consta que pueda fiarme de usted -alegue.
– Puede hacerlo. Estoy muy avergonzado y deseo ofrecerle una reparacion -hizo aquella confidencia, casi intima, sin variar la entonacion, como si solo fuera su deber y nada pudiera oponerse. Mas tarde averiguaria que el deber era para Pertua lo primero en la vida.
– De acuerdo. Ire. Deme una hora.
Aunque no solia ponerme corbata, habia llevado alguna, y se me ocurrio que aquella era una buena ocasion para utilizarla. Con corbata, debia ser el entrenamiento o alguna confianza inconsciente, me las arreglaba para ofrecer un aspecto relativamente respetable. Sin ella, porque carecia de elegancia natural o me faltaba envergadura, era mucho mas improbable que se me tomase en serio. En los anos cuarenta y cincuenta, cuando el respeto que a uno le tuvieran era decisivo, todos los hombres, aun los que debian quitarselo de comer, llevaban chaqueta y corbata. Incluso los galanes de cine, a quienes las mujeres habrian admirado igual en atuendo deportivo, se pertrechaban invariablemente con estos accesorios, asi fuera para protagonizar peliculas en las que debian rodar todo el tiempo por los suburbios, unos suburbios de pega en los que llovia siempre, o casi siempre. Juzgue que tambien yo debia procurar que Pertua me tomara en serio, aunque ello me obligara a sufrir un poco mas el calor matinal. En suma, me puse corbata.
Gracias a las indicaciones de Pertua, llegue sin esfuerzo a la suite cuyo numero me habia dado. Era una puerta blanca en un pasillo enmoquetado lleno de puertas blancas, que recorri entero sin tropezarme con nadie. Llame al timbre y a los cinco segundos zumbo lo que debia ser el mecanismo de apertura. Empuje la puerta. Al otro lado habia un vestibulo no muy grande, pero bien iluminado y amueblado. Junto a la entrada habia una recepcionista y mas alla otras dos mujeres, plausiblemente secretarias. Me fije en que las tres eran muy atractivas, demasiado como para no haber sido seleccionadas con un miramiento singular hacia aquella cualidad que les era comun. La que por ahora me incumbia, la recepcionista, aguardaba con una anchisima sonrisa a que le diera razon de mi presencia alli. Era una morena de pomulos saledizos y ojos brumosos.
– Vengo a ver al senor Pertua -informe.
– ?El senor Moncada?
– Si.
– Le espera. Acompaneme, si hace el favor.
Cuando se puso en pie, vi que ademas de atractiva era desaforadamente alta. Fui detras de ella, sintiendome como siempre se siente uno al lado de alguien que le aventaja demasiado en estatura: deficiente y un poco ridiculo. Afortunadamente, el itinerario no fue largo. A lo largo de el habia otras mujeres y tambien algunos hombres. Unos y otros trabajaban pacificamente en sus ordenadores. Al fin fuimos a parar a otra zona amplia donde habia otras tres secretarias, dos de ellas tan jovenes y atractivas como las de la entrada y una tercera, a la que nos dirigimos, que era mucho mayor y tambien, pude apreciarlo cuando estuve cerca, de lejos la mas atractiva de todas.
– Buenos dias, senor Moncada -dijo, levantandose, antes de que me presentara yo o lo hiciera la muchacha gigante que me traia-. Pase usted, por favor.
Y me abrio la puerta que vigilaba, sin perder siquiera un segundo en anunciarme por telefono. Al otro lado habia un despacho de buen tamano, sin llegar a la ostentacion. Tampoco el mobiliario era suntuoso. De pie tras la mesa habia un hombre de unos cincuenta anos, calvo, tirando a bajo y no muy bien vestido, a quien no sorprendia mi entrada.
– Gracias por venir, senor Moncada -me saludo, en espanol, y sin detenerse despidio a la secretaria, con un ingles mejorable-: No me interrumpas por nada, Myrtle.
Myrtle asintio, se deslizo hasta el pasillo y cerro, sin hacer el menor ruido. Me quede frente a Pertua, analizandole, o mas bien el me analizaba a mi, porque yo estaba con la atencion dividida entre su traje arrugado y pasado de moda, el cabello hispido que le crecia a ambos lados de la cabeza, los ojos negros y vivaces. Tambien me distraia la vista de la Quinta Avenida que habia tras el. Al cabo de unos segundos, me tendio la mano y yo no rehuse estrecharla, por saber como la tenia. Unas manos humedas o frias denuncian a un hombre. Pertua, sin embargo, las tenia secas y templadas.
– Sientese, por favor -en el rostro de Pertua habia una expresion ambigua, multiuso, que igual debia servirle para ir a una fiesta, despedir a un empleado o velar a un muerto. Era una sonrisa congelada en sus ojos, casi sin