selvatica y canosa, y volvio a sonreir, moviendo la jaula, ofreciendosela, sostenida con las dos manos, al extranjero.

– ?Porque tu eres extranjero, no? -pregunto el mendigo, serio de pronto, los vivos ojillos posados en los grandes ojos negros del hombre del jubon azul, el baston de cana con puno de plata y la sortija de oro con la piedra violeta. Y a como tientas de ciego, o mejor como lamiendo con la mirada de aquellos ojillos que brillaban bajo las espesas y revueltas cejas, recorria el rostro del extranjero, o de lo que fuese, se fijaba en las ricas ropas, en la hebilla del cinturon que figuraba una serpiente que se anillaba en un ciervo, y en las finas manos, y en el puno de plata del baston. Y en las altas botas cubiertas del verdoso lodo de los caminos de mas alla de los montes, mas verde cuanto mas seco.

– Si eres extranjero, tienes que ir al juez de forasteros, al que diras tu nombre. Te pondran un sello rojo en la palma de la mano derecha. Tendras que declarar tus posibles. ? Que moneda traes?

El extranjero, o lo que fuese, metio la mano derecha, mojada como la tenia, en un bolsillo interior del jubon, y saco una moneda de oro. Se la mostro al mendigo, quien seguia ofreciendo la jaula, sostenida con las dos manos. Y fue entonces la sorpresa de que el mirlo, al ver el oro, se puso a silbar una marcha solemne, aprendida acaso de los pifanos de la ciudad, como de entrada de rey o de galera, una marcha que marcaba los graves pasos o el golpe unisono de los remos, y entre boga y boga, el trino subia como quien iza una bandera amarilla.

– ?Esto es de profano! -exclamo el mendigo-. ?Es la parte que llaman de «El leon entra por puertas»! ?Piripan, pan, pan, tiro, tiro, piripan? Estuvo prohibido muchos anos, y se puso de moda cuando suprimieron la censura, y por eso la sabe mi mirlo. Los ninos gritabamos en la plaza, escondiendonos detras de las columnas: «?Que entra el leon!», y decian que al oirnos, los reyes se escondian en una camara secreta que tenian. Nunca se supo quien habia inventado ese juego.

– ?Que es de los reyes? -pregunto el extranjero, si es que lo era, guardando la moneda de oro. Lo pregunto con voz amable pero distante, por simple curiosidad, como si nada le importase de los reyes de aquella ciudad, y solamente lo hiciese por cortesia hacia aquel mendigo peludo, sucio y harapiento.

– Nada, no hay novedad. Una noche, un mosquetero licenciado, borracho perdido, que trabajaba de leon en la pantomima de San Androcles en el teatro, salio vestido con la piel de la fiera, y grito desde la torre, donde le dejaban abrigarse en las noches de lluvia: «?Que viene el leon!». Los reyes, segun los senadores que nos gobiernan, corrieron a esconderse en su camara secreta y tardaron en salir un mes, que con el susto se les habia olvidado la palabra que abria la puerta. Un criado del magistrado de linternas me aseguro que se les habia olvidado la palabra porque el susto los encontro fornicando.

El extranjero, o lo que fuese, y el mendigo entraron en la taberna. El oscuro vino del pais, cuando hubo llenado los vasos, se corono a si mismo con cincuenta perlas iguales. El mendigo no podia apartar su mirada de los ojos del hombre del jubon azul. Vacio el vaso de un chope, y comento:

– Si hace unos veinte anos hubiese llegado a la ciudad un hombre como tu, tan rico y tan laconico, y yo hago correr la voz, la boca metida en el oido del interlocutor, claro, o simplemente apretando una mano en las tinieblas, de que habia llegado el leon, habria que cortar el miedo con un cuchillo para poder entrar en cualquiera de nuestras posadas.

El hombre del jubon azul bebio a su vez, a sorbos, paladeando mas que el vino de aquella hora el recuerdo de un vino de otros dias. Se limpio los labios con un panuelo que llevaba en el bolsillo de la manga derecha del jubon, y sonriendo le dijo al mendigo:

– No, no te pregunto si el leon tenia el nombre de un hombre.

Primera Parte

I

El oficial de forasteros se puso el sombrero de copa, adornado con las dos hebillas de plata, y requirio el paraguas, pero al llegar ante la puerta de su despacho vacilo, y finalmente volvio el paraguas al paraguero y colgo el sombrero en la percha, una amplia cuerna de ciervo sobre el cofre de los legajos. Se sento ante su mesa, en el sillon giratorio, y de un bolsillo del chaleco saco el reloj. Abrio la tapa posterior, y extrajo un papelillo doblado, que poso encima del vade verde.

– ?Hace diez anos que no recibo un parte sobre este asunto! -comento mientras guardaba el reloj. Y se sorprendio a si mismo de haber hablado en voz alta.

Pero el asunto era el asunto. Se repantigo en el sillon, cruzo las manos tras la cabeza, y con la mirada fija en el papelillo doblado recordo todas sus intervenciones en aquel caso.

El oficial de forasteros tenia un tio en las postas reales, llamado senor Eustaquio, al cual correspondia el revisado de mojones de legua, que estaba ordenado que siempre tuviesen la numeracion clara: «A Tebas, doce leguas». Y por amor de su oficio, y porque tenia fina letra de lapida a la manera antigua, el mismo pintaba los mojones, y anadia debajo del numeral una sena, poniendo aqui una liebre y alla una paloma, un lobo o un san Jorge, y asi las leguas eran llamadas por los viajeros por estas senas, la legua de la liebre, la legua de la paloma, etc. Lo supo el rey Egisto y le gusto la cosa, y quiso conocer al tal senor Eustaquio, el cual era un hombre pequenito y obsequioso, el pelo muy blanco, miope declarado, algo picado de viruelas y chato, siempre calzado con bota enteriza y excusandose por estar afonico, lo que le obligaba a chupar hojas de menta. Eustaquio hizo delante de Egisto una muestra de letras y senas en una pizarra, y el rey mando que desde aquel punto y hora solamente el senor Eustaquio pondria el titulo en los papeles reales. Con lo cual Eustaquio paso a ser el hombre de los secretos regios, y tuvo derecho a dormitorio con retrete en el palacio. Eusebio, el oficial de forasteros, recordaba las visitas del tio Eustaquio a su casa, que salian todos a la puerta a recibirlo, y su madre, la hermana de Eustaquio, quemaba papeles de olor y hervia vino con miel.

Eusebio tomo la costumbre de acompanar al senor Eustaquio, despues de la visita, hasta la puerta de palacio, y el tio posaba la mano derecha sobre el hombro del sobrino durante todo el tiempo que duraba la caminata, y le agradecia con medio real la compania. Un dia el padre de Eusebio le dijo a este que habia llegado la hora de pedirle un empleo al tio Eustaquio.

– La prisa es, hijo mio, porque vas creciendo y tienes ya la talla del tio Eustaquio, y aunque todavia le gusta subir hasta palacio con la mano derecha apoyada en tu hombro, ya con tus medras no va comodo. Como sigas creciendo asi y no pueda llegar facil a tu hombro con su mano, aborrecera este paseo que ahora le parece de gracioso respeto, y te aborrecera a ti tambien. ?Estos pequenos cuidan muy mucho la presentacion!

Se le pidio al senor Eustaquio el empleo para el sobrino Eusebio, y el hombre de palacio estudio en que podria servirle el sobrino, y cayo en la cuenta de que en los lazos de cintas para atar los legajos, lo que seria novedad para el rey, llevarle cada manana un legajo con lazo de pompon, otro con lazo de flor, y los de pena de muerte con el nudo catalino de la horca, que es de cuatro cabos, segun la moda inglesa. Y asi entro Eusebio en los consejos y archivos, despues de pasar un mes en la casa de una modista de ninas difuntas aprendiendo lazadas, iniciando de este modo la carrera administrativa que habia de llevarle a aquel sillon giratorio de Oficial del Registro Obligado de Forasteros.

De los lazos, que se los paso en ocasion oportuna a su hermano Sirio, ascendio a lector de partes en la camara regia, y por lo bien que pronunciaba los nombres extranjeros lo puso Egisto el primero en la sucesion para la Oficina de Forasteros. Y fue estando de lector cuando, por vez primera, tuvo noticia del asunto. Del asunto Orestes. Habia leido el parte detallado de la navegacion y arribo de una nave con pasas de Corinto y lana continental, y anuncio el siguiente, segun costumbre:

– Pliego lacrado, en los sellos una serpiente que se anilla en un ciervo. Salto los sellos, despliego y leo.

– ?Todavia no! -exclamo el rey levantandose del divan en el que,

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