recostado, atendia a la lectura-. ?Espera!
El rey era de mediana estatura, y pasaba el tiempo alisando el espeso bigote rubio con los dedos pulgar y anular de la mano derecha. Era muy inquieto de mirada, tanto que los que estaban largo rato con el llegaban a creer que sus ojos, de un celeste frio, salian de su rostro y se movian por la camara regia escrutadores. Tenia la boca grande, las orejas en abanico, el cuello ancho y las manos gruesas y cortas. El conjunto era de la solidez del roble.
– ?Espera!
En la frente del rey habian aparecido unas gotas de sudor. Egisto recobro la espada de ancha hoja que habia dejado en un cojin, se acerco a la puerta, apoyo la espalda en ella, y con voz ronca que queria aparentar tranquila, ordeno:
– ?Lee!
Y Eusebio leyo:
– «El hombre que hace un ano compro una espuela en la feria de Napoles, se parecia a Orestes.»
El rey levanto la espada, la hizo girar en el aire, y volvio a sentarse en el divan. Tenia la espada en las rodillas y repasaba el doble filo con el menique.
– Tienes que aprender todo lo que se sepa acerca de espuelas, y especialmente de las espuelas de Napoles. Yo tuve una, de las que llaman de cresta de gallo.
Eusebio aprendio todo lo que se sabia de espuelas, leyo tratados, recibio estampas con toda la variedad de ruedas. Lo sabia todo de espuelas. Cuando un forastero entraba a registrarse, Eusebio miraba si gastaba espuela.
– ?Andaluza! -afirmaba, sonriendo.
Y no fallaba. Y ahora, al cabo de tantos anos, cuando ya todos habian olvidado el nombre nefasto, este aviso. Seria un falso Orestes, como los otros. Hubo varios. Aquel que le murio el caballo a la puerta del meson de la Luna. Era muy mozo. En el tormento dijo llamarse Andres y estar huido de su madrastra, que lo requeria de amores en los plenilunios. En una vuelta en el tormento, de las que llaman de pespunte, que es la segunda de la cuestion del torcedor, se le llenaron los ojos de sangre, dio un grito y expiro. Una semana despues aparecio la madrastra preguntando por el. Era rubia, muy hermosa, con un gran escote. La encontraron unas lecheras que venian de alba a la ciudad, ahorcada en el olivar del Obispo. Salio un romance con el caso. Dos anos despues, aquel otro, el de la mancha en el hombro izquierdo en forma de leon. Lo denuncio una de las pupilas de la Malena, una tal Teodora, muy bonita morena, que despues se salio sostenida y paro en las Arrepentidas y mas tarde puso una fruteria. Este aguanto en el potro y en el chorro. Decia que era celta, y que andaba por voto vagabundo. Nunca habia oido hablar de Orestes. Pero, ?como dejarlo libre? ?No sabia ahora quien era Orestes? Si, lo sabia todo de Orestes, y a lo mejor, suelto y por vengarse, se hacia Orestes, el pensamiento y la espada de Orestes, la sed de Orestes, considero Egisto. Por seis monedas un soldado le puso la zancadilla y lo hizo caer por las escaleras de la torre.
– ?Que casualidad! -dijo el capellan, que le habia tomado aficion.
Se abrio la cabeza contra una curena, y quedo parte de su sesada mismo encima del escudo real que decoraba el canon. Hubo otro, vendedor de alfombras, que quedo por loco en perpetua con grillos, y otro que quiso escapar y acabaron con el los alanos del rey cuando ya estaba en el postigo del patio. Y al cabo de los anos, este aviso. «Serpiente anillando un ciervo en la ciudad.» ?Todavia Orestes? Pero, ?lo habria habido alguna vez aquel Orestes?
Eusebio abrio el cajon de su mesa, para lo cual necesito tres llaves diferentes, y saco de el una libreta con tapas de hule amarillo. Alli estaba, resumido, el asunto Orestes. Si. Un hombre en la flor de la edad llegaba, por escondidos caminos, a la ciudad. Traia la muerte en la imaginacion, que es esta cosechar antes de sembrar, y tantas veces en el sonar habia visto los cadaveres en el suelo, en el charco de su propia sangre, que ya nada podria detenerlo. En el pensamiento de Orestes, la espada tendria la naturaleza del rayo. La inmunda pareja real yacia ante el. Durante anos y anos, Orestes avanzo paso a paso, al abrigo de las paredes de los huertos, o a traves de los bosques. El oido del rey era el amo del rey. Egisto escuchaba el viento en el olivar, los ratones en el desvan, los pasos de hierro de los centinelas, la lechuza en el campanario, las voces y las risas en la plaza, a medianoche. ?Orestes? A su lado, arrodillada en el frio marmol, su mujer se echaba el largo y negro cabello sobre el rostro. Y sollozaba.
Eusebio se rascaba el menton, hojeaba la libreta.
– Supongamos que llega Orestes. Lo prendemos y a la horca. Supongamos que no lo podemos prender y que entra, sigiloso, en palacio. ?A quien va a matar? ?A aquellos dos viejos locos, escondidos en su camara secreta, vestidos de harapos, que nadie conoce ya, cuyos nombres olvidaron las gentes, huesos cubiertos de marchita piel, corazones que laten porque el miedo no les deja detenerse? Los ninos de la ciudad creian que Orestes era un lobo.
La verdad es que ya nadie nombra a Orestes salvo el mendigo Tadeo, el del mirlo. ?No seria hora de acabar con aquel asunto? Ni se sabia si Orestes era rubio o moreno. Alguien invento que un tal Orestes venia a vengar a su padre, asesinado por Egisto, que se habia metido en la cama de su madre, y entonces comenzo la vigilancia, se alquilaron espias, se mandaron escuchas, se pusieron trampas en las encrucijadas, se consultaron oraculos. ?Cuantos anos no duraba aquello? ?Quien seguia dirigiendo aquella busqueda secreta? Lo mas probable es que Orestes, de tanto andar en barco, hubiera naufragado, o se hubiese casado en una isla y ahora fuese dueno de una parada, pues salia en los textos como domador de caballos. Y si sabia disfrazarse tan bien como suponia Egisto, seria comediante en Venecia o en Paris. Pero Eusebio habia jurado su cargo. Tenia que registrar a todos los forasteros que llegaban a la ciudad y descubrir si alguno de ellos era el secreto Orestes. Recordaba Eusebio que hacia anos que habia hablado del asunto Orestes con un capitan de la caballeria, un tal Dimas, muerto de una pedrada en la revuelta del ano sin trigo.
– Eusebio -le dijo el capitan-, me temo que mientras vivas siempre tendras entre manos el asunto Orestes. Y ellos, los reyes, no podran morir si no viene Orestes. El pueblo estara ese dia como en el teatro. Quiza solamente falte el miedo. Habria que hacer algo de propaganda secreta, para que viniese a batir las puertas, como un viento loco. ?Yo apuesto por Orestes!
Y tras asegurarse de que estaban solos en el campo, levantando la voz y llevando la diestra mano a la visera del casco emplumado, anadio solemne:
– ?Siempre hay que estar en el partido de los heroes mozos que surgen de las tinieblas con el relampago de la venganza en la mirada!
– ?Cono, eso parece de la tragedia! -habia comentado Eusebio. Pero el cobraba por descubrir a Orestes, y debia registrar al forastero que le senalaban en el aviso.
II
Yo naci -dijo el mendigo Tadeo- de un padre loco, al que le daba por salir a la calle a ensenar gimnasia helenica a los perros, y se hacia entender de ellos por voces extranas y ladridos imitados, tal que los perros le seguian y los mas terminaban dando las vueltas que el mandaba, y poniendose en dos patas. Finalmente dijo que iba a lograr un perro volador, y eligio el foxterrier de la viuda de un solador de zuecos, a la cual prometia -estando los tres, padre, perro y viuda envueltos en una misma manta, que la viuda era muy friolera en sus septiembres- sacos de dinero si el perro volaba desde las mas altas torres a su regazo, haciendo ochos en el aire. El foxterrier, que se llamaba Pepe, no paso de la primera prueba, que era volar desde el campanario menor de la basilica a la plaza. Salto y cayo como bola de plomo, destripandose. La viuda lloraba, pero los entendidos alabaron la voz de mando de mi padre, que obligo al foxterrier al salto. Mi padre era de la ciudad, pero mi madre vino de afuera, en un velero del lino. Te digo que era muy hermosa, con su pelo rubio y sus ojos azules, siempre sentada en el patio, los pies descalzos al sol, posados en flor de genciana. Nunca se supo el porque de haberse quedado en tierra cuando zarpo el velero, pero la tomaba las mas de las noches una pesadilla que la despertaba, y entonces corria hacia la ventana, gritando que se tiraba al mar y que no queria volver. Mi padre la acariciaba, le ponia panos calientes en la nuca, y le hacia beber una copa de anisete. Se llamaba Laura, y aseguraba no recordar nada de su familia, salvo de una tia que calcetaba medias dobles de