Alvaro Cunqueiro
Un Hombre Que Se Parecia A Orestes
Prologo
La niebla abandonaba lentamente la plaza. Se podia ver ya la alta torre de la ciudadela sobre los rojos tejados, y las golondrinas salian de sus nidos, dejandose caer con las alas abiertas pata el primer vuelo matinal. En una casa frente al palacio, una mujer abrio una ventana, se asomo y tiro a la calle unas flores marchitas. Un labriego con un azadon al hombro, montado a mujeriegas y a pelo en un asno ruano, cruzo la plaza en direccion a la puerta del Palomar, la mas baja de todas, casi un postigo, empedrada de chapacuna a la portuguesa, y la unica que siempre estaba abierta y sin guarda. Cerca de la puerta, en la esquina de los soportales, unas campesinas posaban en el suelo cestas con ristras de cebollas. Eran cuatro, una vieja flaca y arrugada, que ataba en la cabeza un panuelo rojo, y tres muchachas. Las jovenes llevaban el cabello suelto, que les caia por la espalda hasta la cintura. Era la moda labriega del pais para solteras. Charlaban y reian colocando las cestas, arreglando las ristras de cebollas doradas, de cebollas rojas, de cebollas azules.
– ?Madrugamos! -exclamo el del asno ruano dirigiendose a las mujeres.
– Hoy es dia de ofrecerles cebollas a los santos Cosme y Damian -aclaro la vieja, mientras se ataba el delantal blanco.
– ?Que nos ayuden! ?Se me pasaba! Cuando regrese de echar el agua, yo mismo les llevare una ristra.
Detuvo el asno y se volvio para echar un vistazo a las cestas.
– ?No son malas esas! ?Sicilianas dulces! Yo las cosecho muy decentes, de pico, que para ensalada de parida no hay otras.
– ?El mayordomo de los santos no estara de parto! -rio la vieja.
– Yo no le llevo las cebollas al mayordomo, aunque el se coma su precio o se lo beba, que las ofrezco a los santos hermanos, que nacieron de un vientre, Cosme el primero, de cabeza, y con la mano derecha tirando de un pie de Damian, que venia detras. Segun las pinturas de la Basilica, traian un letrero con su nombre en la perrera, que por lo que alli se ve, ya nacieron cubiertos. La madre fue una senora muy fina, con pamela cenida de trenzados de rosas. Cuando yo era nino, creciendo todo mi cuerpo naturalmente, y mi cabeza a compas, se me quedaban las orejas chiquitas, como cerezas, tanto que no oia las palabras largas, esas que los gramaticos que estudiaron mi caso llamaron trisilabas o polisilabas, que no daban entrada, lo que solamente podian hacer las palabras pequenas o monosilabas, como si, no, pan, can, o silbidos, y me llevaron unas tias mias, que eran pasteleras, ofrecido a los santos fraternos con unas orejas postizas de masa de bollo suizo, y a poco de la romeria las mias tomaron su marcha con prisa, y aqui estoy ahora con ellas bien naturales.
Se quito la gorra para que se las viesen a sabor.
– ?Un poco alargadas! -comento la mas joven de las muchachas, una rubia risuena.
– ?Ya habia oido yo ese milagro! -acordo la vieja-. ?No sabia que habias sido tu!
– El milagro anduvo en coplas -afirmo el labriego, arreando al asno con la boina.
Saliendo de la plaza por la puerta del Palomar se veia toda la huerta de la ciudad, tendida en el circulo que formaban ocres y esteriles colinas. Se sabia por donde iba el rio por los altos chopos de las dos orillas. El palomar estaba cabe la puerta, redondo, tejado a cuatro aguas y con dos filas de agujeros de buche para las zuritas, debajo del alero. Calcaban el palomar por la Ascension del Senor, y una vez hecho el encalo, y dada una mano de almagre a la puerta, el pintor renovaba la leyenda sobre el dintel: PALOMAR DE BRAVAS DEL REY. El camino que subia de la vega a la ciudad, al llegar al palomar se partia en dos, que volvian a unirse a la sombra de una higuera, ya junto al foso, en el umbral de la puerta.
Un hombre estaba sentado en el banco de piedra adosado al palomar. Se levanto apoyandose en el grueso baston, como despertando sobresaltado de una dormitada, y dio unos pasos para mejor poder contemplar la curva de la muralla, que alli mismo iniciaba la bajada hacia los baluartes, encima del molino y de los abrevaderos, en un canal del rio. Entre las oscuras piedras cuadradas florecia la valeriana, y aqui y alla la hiedra trepaba hasta las almenas. Las lluvias invernales habian trabajado en los cimientos de un cubo, que al fin se habia derrumbado. Mas abajo, ya en los baluartes, en cuerdas tiradas de almena a almena, colgaba ropa a secar. Por la brecha que hacia el cubo derruido se veia parte de los jardines del Estudio Mayor. Lentamente el hombre se dirigio hacia el foso, y antes de llegar al puentecillo de madera, con el pie derecho impulso un guijarro a las aguas verdosas, en cuya superficie flotaban los albos botones de la rosamera. Se detuvo junto a las vendedoras de cebollas.
Era muy alto, y casi ponia los rizos de su frente en el farol de aceite que colgaba de la boveda del arco. Sus grandes ojos negros lo miraban todo amistosa y demoradamente. Senalo con el baston una de las cestas de cebollas. En el anular de la mano con que sostenia el baston brillo la enorme piedra violeta de la sortija.
– ?Doce reales nuevos, senoria! -dijo la vieja-. ?Un principe con un paralis no le manda mejores cebollas a los santos Cosme y Damian!
El hombre del baston y la sortija cumpliria treinta anos. Cortaba la barba redonda, dulcificando un menton agudo. Tenia el pelo de la cabeza castano oscuro, pero el de la barba era negro. Pese al mirar amistoso, los delgados labios no parecian dados a la sonrisa. Llevo la mano izquierda al cuello y se acaricio, pensativo. Las muchachas lo miraban. El jubon azul lo llevaba desabrochado, y le asomaba el entredos que bordeaba la fina camisa blanca.
– ?Doce reales es un pedir! -dijo una de las muchachas, levantando una ristra de cebollas.
– ?Los santos tienen memoria del coste de la ofrenda! -asevero la vieja.
Habian llegado mas mujeres con sus cestas de cebollas y jarrillos de barro blanco llenos de miel, y un pequeno mercado se hacia bajo los soportales de la plaza. El hombre del jubon azul, sin responder palabra a la oferta que le hacian, paso por entre compradores y vendedores, y se dirigio hacia la fuente. Poso el baston en el suelo, metio las manos en el agua del pilon y las llevo despues al rostro. Por tres o cuatro veces lo hizo. Mantenia las palmas mojadas contra las soleadas mejillas durante unos instantes. Un mendigo se le acercaba, sonriendole, mostrandole una jaula de mimbres pintados de verde y de rojo, dentro de la que volaba un mirlo. Desdentado, silbidos le salian al mendigo envainados en las palabras.
– ?Canta de iglesia y de profano! ?No hay otro! ?Las mujeres empenadas en ofrecerles cebollas a Cosme y Damian! ?Ya que no hay musicos en la ciudad, llevemosles a los hermanos medicos un cantor! Te lo pongo a prueba en la taberna.
Saco la gruesa lengua y se lamio los labios. Escupio un pelo de la barba intonsa,