perdones a tu pobre amigo Luis (que con nadie mas puede sincerarse). Ese perdon, y el ultimo pensamiento que me dediques, sera lo unico que quede de mi sobre la tierra. Adios, mi amiga querida. Que sepas que lo daria todo (?pero no me queda nada! O peor: solo tengo el deseo de morir, de olvidar que una vez estuve vivo) por volver a encontrarme con Bego y contigo, con Pilar en el vientre de Bego, en aquel 127 amarillo claro donde eramos inmortales. Con la carretera infinita delante de mi y de todos nosotros.»
Jean Laventier volvio el ultimo folio y comprobo que con esa frase concluia el texto.
Volvio a leerla:
– De todos nosotros… -susurro con la mirada posada sobre las palabras ultimas de la carta.
Suspiro, aferro la linterna que le habia iluminado durante la lectura y con ayuda del baston se levanto despacio, muy trabajosamente, sintiendo como el esfuerzo despertaba de nuevo el sordo dolor que desde las ultimas horas le presionaba con insistencia inquietante el pecho. La oscuridad que le rodeaba resultaria absoluta de no ser por el haz en movimiento de su linterna. El olor a humedad era intenso, y desde alguna parte el eco de un goteo liquido rebotaba con cadencia exasperante contra el silencio anomalamente perfecto, casi inverosimil, que reinaba entre las altas paredes de roca negra de la gruta donde se encontraba. Laventier sentia que flotaba en la sala de espera de la muerte, pero no le importaba. En realidad, se dijo, era el lugar que le correspondia. Con lentitud callada, que le permitia escuchar con claridad el roce del aire contra su ropa y contra la carta que aun sostenia en la mano, se aproximo hasta la cama donde reposaba el cuerpo de Ferrer y lo ilumino con la linterna: el haz de luz pinto de matices siniestros la palidez fantasmagorica del rostro apoyado sobre la tela doblada a modo de almohada. No se sentia un intruso por haber decidido leer la carta de Ferrer; en los ultimos tiempos su vida se habia reducido a la busqueda obsesiva de Victor Lars, y asi, obsesivamente, se lanzaba sobre cualquier pista que pudiese entranar alguna informacion sobre su enemigo. Aunque era imposible que el desgraciado Luis Ferrer aportase en su confesion nada nuevo a esa busqueda, era el hermano del Nino de los coroneles, razon suficiente para que el habitualmente discreto Laventier se hubiese arrogado el derecho de violar el secreto ultimo de un muerto.
Se sento en la cama y agito el cuerpo de Ferrer con brusquedad poco hipocratica, reveladora del inhabitual estado de ansiedad que conmovia el corazon del viejo Medico de la Resistencia.
– ?Senor Ferrer? ?Luis Ferrer?
Ferrer lanzo un gemido remoto, y Laventier respiro aliviado: los efectos de la anestesia comenzaban a disolverse a la hora que el, al administrarlos, habia previsto.
El herido tardo unos segundos infinitos en abrir los ojos y luego se demoro un poco mas en enfocar al hombre que tenia frente a si…
Parecia Jean Laventier, penso… Se pregunto si, de la misma forma que la desconocida india lo habia matado a el, Lars habia asesinado a Laventier y ahora se hallaban ambos en un lugar que solo podia ser el infierno o, peor aun, esa sima de sus pesadillas donde Aurelio, Cristina y Bego acudian a recibirle para preguntarle por Pilar.
El miedo le hizo incorporarse. Por el dolor del pecho y el brazo supo que seguia vivo, y la evidencia de que la fragil luz de la linterna era la unica frontera que los separaba al otro fantasma y a el de la negrura mas rigurosa acabo de espabilarlo. Laventier, como si hubiera intuido su inquietud, apoyo la mano sobre el para tranquilizarlo. Ferrer vio entonces que sostenia, abierta, la carta para Marisol. Y comprendio que la habia leido.
– Quieto, no haga esfuerzos. Seria tentar dos veces a la suerte -dijo el frances.
Ferrer obedecio; se dejo caer hacia atras inesperadamente relajado, en insolita paz consigo mismo: le embargaba una inexplicable felicidad por el hecho de que alguien, por fin, conociese su secreto. Y agradecia que se tratase de Laventier: el conocimiento de la verdad por parte del reflexivo y humanitario frances no le devolvia a Pilar, pero le dejaba de alguna forma menos desvalido ante su muerte. No tan solo frente a ella.
– ?Me… reconoce? -interrogo con cautela Laventier.
Ferrer asintio con un asomo de sonrisa y cerro los ojos. Sumergiendose en esa paz infima y a la vez inmensa que le era dado disfrutar por primera vez, pregunto muy despacio:
– ?Donde estamos?
– En el interior de la Montana Profunda.
Ferrer abrio los ojos. La paz habia terminado de golpe. Al mirar a su alrededor, encontro logicos el silencio y la oscuridad: Laventier y el no estaban muertos, solo bajo tierra. En la guarida de Leonidas, que durante tanto tiempo, y siempre infructuosamente, habian buscado los coroneles. Pero no vio tesoro mitico alguno, solo negrura insondable y, a la luz insuficiente de la linterna que le permitia vislumbrar a Laventier, observo el camastro sobre el que yacia y tambien su propio torso desnudo, manchado de sangre. Una burda venda le rodeaba el brazo derecho. La toco dubitativo, como si el contacto pudiese provocar una hemorragia fatal, e interrogo al frances con la mirada.
– Esa venda se la coloque yo. Como ve, demuestra claramente que mi especialidad es la psiquiatria.
Ferrer hizo caso omiso de la broma.
– La mujer de la pistola…
Laventier presto atencion con una sonrisa que trataba de ser confortadora. Le satisfacia verificar como Ferrer iba controlando sus recuerdos, de regreso a la realidad.
– Me disparo aqui, en el corazon. Y luego siguio disparando. ?Como es que…?
– ?No esta muerto? ?Por su camisa! ?Su camisa le salvo! -dijo Laventier a modo de aclaracion unica y absurda; Ferrer, ansioso de explicaciones precisas, sintio una ligera irritacion por la actitud paternal y beatifica del frances.
– ?Mi camisa? ?Que idiotez…? -trato de incorporarse; de inmediato, el dolor intenso que ya conocia le lacero otra vez. Tuvo que dejarse caer de nuevo sobre el camastro.
– Si. Su camisa. Y no le salvo una vez, sino dos. La primera vez, gracias a esto.
Laventier saco de su bolsillo una pluma estilografica y se la entrego: era la que Ferrer recogio del lugar donde asesinaron a Casildo Bueyes. Aparecia abollada en el lugar donde habia desviado la fuerza del disparo, y la cubrian los restos de una pastosa suciedad roja: sangre de Bueyes. ?O su propia sangre? ?Que intenciones podria haber tenido el destino para unir esos dos flujos?, se pregunto sin encontrar respuesta, lo que carecia ahora de importancia: la pluma de Bueyes no solo sirvio para lanzarle el mensaje «???MUERTE AL REY DE ESPAN…». Tambien le habia salvado la vida.
– ?Y los demas disparos? ?Tambien los desvio la camisa? -pregunto con ironia tenida de cierta alegria: la euforia instintiva que despertaba de nuevo en sus venas avasallaba al dolor y se imponia sobre las dramaticas circunstancias que le angustiaban.
– Su agresora siguio disparando, si. Pero la redujeron a tiempo. Solo pudo herirle en el brazo con el segundo disparo. El tal Leonidas le quiere a usted vivo.
– ?Fue el quien le trajo hasta mi?
– No personalmente. Ordeno a dos de sus hombres que me buscaran.
– ?Por que a usted?
– Su camisa otra vez, la segunda. En el bolsillo estaba mi tarjeta, ?recuerda que se la di en el hotel el otro dia? Ahi figura mi direccion en Leonito y mi profesion. Usted herido, yo medico… Pensaron que era amigo suyo y que aceptaria venir a salvarle.
Ferrer miro al medico: en unas horas le habian salvado la vida dos personas: el indio que desvio el brazo de la mujer y el propio Laventier; eso sin contar la pluma de Casildo Bueyes. El Destino se empenaba en mantenerlo vivo, y se pregunto para que.
– ?Cuanto llevo inconsciente?
– Dos dias.
– Dos dias… -repitio despacio, sin conseguir experimentar sensacion de impaciencia o apremio alguno; un cansancio insuperable le impedia toda iniciativa; se volvio hacia el frances y le hablo con sinceridad-. Debo darle las gracias, senor Laventier. Le debo la vida. Se arriesgo a venir hasta aqui.
– ?Puro egoismo! Lo necesito para acabar cierta tarea que deje a medias el otro dia -explico Laventier gravemente, preguntandose si debia aprovechar la agradecida predisposicion de Ferrer para plantearle lo que esperaba de el. Pero no, concluyo, aun era pronto; y al percibir que Ferrer, intrigado por su tono, se disponia a indagar mas, eligio cambiar de tema. Adopto un tono festivo mientras senalaba la venda en torno al brazo del herido-. Por otro lado, en ningun momento ha corrido peligro real de muerte. A lo sumo, habria perdido ese brazo. Y ahora, en cuanto pase el efecto de la anestesia, se encontrara bien del todo. Cuestion de minutos.