Hizbola, el chofer es un ferviente discutidor de los asuntos publicos, un paternalista consejero en los temas practicos y un completo pasota en lo que respecta a los cambios de humor de su jefa.
– Que gentio puede haber, con lo que les gustan a estos las honras funebres… -insiste, a pesar de que es su curiosidad lo que les ha conducido hasta alli-. Jurame que, si me desmayo, me rescataras.
Entran en Beit Tum. Es una localidad pequena, de construcciones levantadas en piedra caliza, plagada de iglesias maronitas. La mas venerada y solemne se encuentra en la plaza principal, situada en la cuspide del pueblo. Desde alli, colina abajo, la autoridad espiritual vierte sus efluvios y se funde con la comunidad, reforzando sus ya acorazadas tradiciones. Al otro lado de la plaza, la mansion familiar de los Asmar se alza como una pequena ciudadela, dotada de murallas y de un tunel lateral por el que se penetra directamente a la capilla de la propiedad. En este recinto tienen lugar misas y otros oficios de exaltacion patriotico-familiar.
El abuelo Asmar, Michel, ya fallecido, fue el primer alcalde de Beit Tum despues de que Libano obtuviera su independencia, y mantuvo el baston de mando durante dos decadas, hasta el estallido de la guerra civil en 1975. Poco antes de que empezara el conflicto, junto con Kamal Ayub y otros patriotas afines fundo el Partido de la Patria. Ayub todavia vive, nonagenario pero muy lucido para su edad, es algo asi como el gran consejero de la formacion y su autoridad se extiende a casi todo el maronitismo. Sus acolitos le llaman el Anciano, y no hay asunto concerniente a la comunidad que escape a su sabio juicio.
A Michel, ya fallecido, le siguio en el control del clan su unico hijo varon, Michel Junior, muerto al final de la guerra, en una refriega entre facciones cristianas de las muchas que tuvieron lugar en la montana maronita. El nieto mayor, Samir, actual cabeza del clan, tiene cincuenta y dos anos y ha dedicado toda su vida a la politica y al partido. Fue ministro en dos ocasiones, pero antes peleo en la guerra, y los hombres que tuvo a sus ordenes todavia narran, jactanciosos, las crueldades que infligio a sus enemigos, ya fueran musulmanes o de partidos cristianos rivales. Es dueno de un banco y diputado saliente del Parlamento de Beirut y su nombre suena para una cartera ministerial influyente -Industria o Telecomunicaciones- en el proximo Gobierno, si es que llega a formarse.
El hijo mediano de los Asmar, Elie, de cuarenta y ocho anos, forma parte del comite central del partido, pero sus intereses se centran en una importante compania inmobiliaria que posee con un socio frances, y la mitad del ano lo pasa en Paris. Tony fue un tercer hijo muy tardio, y al parecer recibio solo los restos de una genetica que conocio tiempos mejores.
Gracias a su alianza con los Ghorayeb, muy ricos pero menos significativos politicamente, los Asmar son los duenos de estas montanas y de quienes las habitan, y cuentan con una clientela electoral tan venal como docil y fanatica, lo que acrecienta su fortuna e influencia, prolongandolas a lo largo del tiempo y proyectandolas hacia el futuro.
No resulta extrano que el anejo edificio de la iglesia principal este hoy desierto. La apesadumbrada multitud que ha acudido a la ceremonia dirige la proa de su fe hacia la casona en donde se asienta el poder terrenal. Tiempo habra de reparar los parterres eclesiales que ahora unos y otros pisotean, transidos de duelo y al borde de la histeria. Llorosa e indignada, la afligida masa solo tiene ojos para la mansion de los Asmar.
En la plaza y callejuelas adyacentes, atestadas tambien de fieles, arboles y farolas soportan el peso de monumentales retratos del muerto. Sonrie Tony Asmar, dignificado por un halo serafico de laboratorio al que solo le falla el copyright.
– Cuanto cuento -comenta la ex reportera, agarrandose al brazo de Georges.
Un repentino movimiento de la muchedumbre les empuja hacia el interior del tunel.
– Por todos los infiernos, no se te ocurra perderme -farfulla Diana, medio asfixiada entre carnes sudorosas y perfumes de mujer a cual mas abrasivo.
Voy a echar la pota, piensa, porque hasta alli llega, ademas, procedente de la capilla, un fuerte tufo a incienso y a flores. Un hedor nauseabundo que le devuelve el recuerdo de sus precoces desmayos en las iglesias de su ninez.
– Aqui hasta el mas tonto se convierte en martir -comenta en espanol, porque no le apetece que la linchen.
Otra sacudida del personal y Diana Dial pierde el equilibrio y a Georges. Propulsada por el empellon de los mas impacientes, desemboca a trompicones en un gran zaguan bordeado de columnas rematadas por arcos que le confieren, junto con las banderas y pendones que ornan las paredes, un aire de salon medieval. Al fondo de la pieza, previa a la capilla que custodia el feretro, en pie delante de una hilera de silleria antigua de madera labrada y tapiceria de terciopelo granate, se encuentran los deudos, recibiendo condolencias.
Apenas un par de metros separan a Diana de los representantes de las familias Asmar y Ghorayeb, que incluyen a un sacerdote barbudo y a un par de sofocadas monjas.
Observa, en primer lugar, velozmente y de rostro en rostro, las diferentes escalas de compuncion que ofrecen los anfitriones. Intenta detectar otra caracteristica libanesa, propia de los funerales de elite, el mal disimulado rechazo a la efusividad de los extranos, ese apenas encubierto desden hacia las emociones de los inferiores, un menosprecio que imperceptiblemente hace encajar mandibulas. La rigidez solo se rompe cuando el que abraza o besuquea es alguien a quien se considera un igual, o alguien que es mas y al que se deben favores, o que puede ser fuente de mercedes. Una mano que aprieta los parpados, tomada por un intento de alivio de la pena insoportable, oculta, a menudo, algo mas simple: agotamiento, irritacion, fastidio.
La mirada de la periodista se detiene en Cora Asmar, y casi emite un silbido de admiracion. Sostenida -?o aprisionada?- por las mujeres del clan, la joven se acopla en su atavio a una viuda de pelicula de Hollywood de los anos cincuenta. Traje de chaqueta negro y cenido, abotonado hasta el cuello, y la roja melena -de un rojo que disolveria cualquier luto- convenientemente enfundada en un casquete de terciopelo negro, del que surge un corto velo de tul. Tras la telilla, los ojos de felino hambriento parecen insondables; la boca carnosa, al aire y sin pintar, se cierra con determinacion.
Ya segura de si misma, tras recuperar el equilibrio, la ex reportera se acerca a la viuda con la intencion de abrazarla tal como las circunstancias requieren y preguntandose si, en esta ocasion, la otra le frotara el vientre con su felpudo.
Cora atiende los pesames como una sonambula, sin moverse, rigida, indiferente a los brazos de las tres mujeres Ghorayeb -la matriarca, Yumana y dos nueras- que la cercan, sujetan y encarcelan, de eso ya no le cabe a Diana la menor duda cuando se acerca. Las tres damas emiten senales de haber sido gravemente ofendidas, pero la ex reportera no puede asegurar que la muerte de Tony sea la causa de este obvio resentimiento, al que el infame trio de labios inflados de colageno despoja de toda autoridad. Dos generaciones, Yumana, de setenta y muchos anos, con su aspecto de sapo anorexico, y las cuarentonas Aline y Sylvie, unidas por lazos de sangre y por la voluntad de un mismo cirujano en el limbo de las recauchutadas.
Cenicienta Cora produce entonces un quejido y un movimiento extranos. Dial cree que va a desmayarse, y se sorprende rogandole en silencio que no lo haga, que se mantenga firme. Aguanta, chica, esas zorras no te merecen. Ah, no, respira Diana de inmediato, no es un desvanecimiento, sino un pequeno retroceso que le sirve a la viuda para tomar impulso, forcejear corto y rapido con las otras, zafarse de su triple abrazo como una criatura arrancada por forceps de un seno toxico. Se adelanta Cora hacia ella, se encoge para facilitar el abrazo, y Dial la siente desvalida y huerfana.
La viuda se aparta, y se levanta el velo. Sus ojos secos se clavan en Diana con desesperacion.
Los asistentes de las primeras filas dejan de murmurar y lloriquear, y su silencio se contagia como un rumor o como una calumnia a los espectadores -?que otra cosa son?- de atras, y poco a poco el silencio y el rumor y tal vez la calumnia llegan a la plaza, en donde la gente tambien enmudece.
Pero Cora no ha hecho nada indecoroso, nada que la tradicion maronita pueda reprochar. Se ha levantado el velo, cierto, y ha musitado algo, algo que solo Diana ha podido entender.
– Ayudame -ha dicho en castellano, apenas un susurro-. No me dejes.
Vuelve a poner el velo en su sitio y recupera su lugar de presa en la planta femenina carnivora.
Se rompen el hechizo y el silencio.