Barcelona.

– Muy deprimente -abunde-. ?Con lo bien que me ha salido este paseo por nuestra ciudad innata! El sol sigue en su esplendor, el pobre no se atreve ni a moverse, despues de mi demostracion de caracter.

Detras de nosotros quedaban el monumento con la estatua de Colon y los leones. Recorde la pluma del Angel Caido -la de sus alas- y me pregunte si la recuperaria cuando aterrizaramos en el Retiro, en un dia de manana que se dibujaba muy lejano. El mar, sucio de petroleo, y precioso de color -hay inmundicias muy resultonas- nos lamia los pies. Yo vestia aun la tunica de diosa o sacerdotisa que me habia procurado para conjurar al Astro Rey, pero mis amigos continuaban desnudos. Sacudi las pieles de almendra de mi pechera y me incorpore:

– Procuraos unos atavios lo bastante egipcios, mientras voy a echar una ojeada por el puerto, en busca de inspiracion naviera. No en vano los ascendientes de mi padre poseyeron astilleros en Torrevieja, antes de que la llegada del vapor les

arruinara, condenando a sus vastagos a la inmigracion.

– Esos origenes tuyos no los conociamos -se interesaron, a duo.

– Una vieja historia. En la primera mitad del siglo diecinueve, mi abuela paterna fue una mujer de armas tomar, que heredo el negocio de la familia, consistente en promover en ultramar la esclavitud y el comercio. Si me queda tiempo, me gustaria escribir su historia. Mas ahora no podemos entregarnos a divagaciones autobiograficas. ?Hemos de cuidar de que mi propia biografia termine bien!

Les deje discutiendo sus preferencias para sus inminentes atuendos, e inicie un garbeo aereo solitario por encima de los tinglados del puerto. Olia a salmuera y a meadas de gatos y, desde mi atalaya intangible, contemplaba la solida a la par que airosa imagen de la virgen de la Merced, elevandose sobre la cupula de su iglesia. La Merced, patrona de la ciudad y refugio de los pecadores y miserables de este mundo. Anore los tiempos en que mi madre me contaba que la dama acogia bajo su manto a los menesterosos y a los perseguidos; anore la epoca en que lo creia, la inocencia con que me echaba a llorar cuando mama explicaba que cada ano, durante las fiestas de la Merced, la pobre santa Eulalia, que sufrio indecibles tormentos por negarse a entregar su honra a los soldados romanos, vertia toneles de lagrimas debido a que habia sido desposeida de su condicion de patrona, en benefi-

cio de la otra, supongo que por el mas alto rango celestial de esta. «Por eso diluvia cada ano», concluia mi progenitora, contra toda evidencia, ya que no siempre llueve en mi ciudad a finales de septiembre. Aunque quiza si.

Los aromas portuarios me tranquilizan, son los de mi ninez, los llevo en la sangre, pense. Ocurra lo que ocurra, dadme un buen puerto para envejecer. Dadme un lugar en el que todavia queden oficios del ayer, palabras como cuerdas, manos como herramientas.

Me detuve unos instantes, haciendo el muerto en el aire, mientras fantaseaba sobre los acontece-res previstos para las proximas horas de aquel dia prodigioso. ?Alejandria! ?Quien me hubiera dicho que regresaria a la ciudad mas literaria del Mediterraneo, en compania de mis dos amigos muertos! Solo la visite en una ocasion, por un inolvidable motivo, y gracias a Terenci, que iba en una preciosa caja oriental, una esfera roja con adornos de oro que el habria aprobado.

Aquel atardecer arrojamos sus cenizas al mar de Alejandria, para que se reuniera con sus seres queridos de la Historia y de la Literatura, con sus evocaciones mas hermosas. Un gato contemplo parsimoniosamente al grupo que, entre lagrimas y versos de Cavafis, y las palabras del propio Terenci, escritas para la ciudad -«Brindo por Alejandria, la del gran sueno literario»-, despedia a nuestro principe de Egipto y de la calle Ponent. Pensamos que era el, transformado para la ocasion

en uno de aquellos mininos del Delta que tanto amaba.

Suspire. Cuan fragil es el hilo que separa la vida de la muerte. No sentia el menor deseo de elegir embarcacion. Me recogi la tunica y me dispuse a aterrizar majestuosamente en los peldanos del puerto. Para ahorrarme explicaciones: Terenci se habia vestido de Ramses al principio de Los diez mandamientos -la cabeza afeitada y una preciosa trenza azabache, signo de realeza juvenil, colgandole de un lado del craneo- y Manolo iba de escriba, pero de escriba impertinente; no en vano habia escrito en vida contra quienes escriben, redundo, al dictado de los mandamases, reproduciendo sus sinonimos, metaforas y otras argucias textuales con las que tratan de ocultar la verdad. Iba Manolo V el Empecinado mas prometeico que jamas. Acorde con sus lealtades, lucia unas sayas rojas: el rojo clamoroso de los claveles revolucionarios portugueses.

– Amigos mios, ?os quiero tanto! -exclame, tras aletear unos segundos en torno a ellos-. Juradme que no estoy sonando.

– ?Acaso no sonamos siempre? -repregunto Manolo.

– Contra la realidad, contra la muerte, contra el olvido -preciso Terenci-. Mas alla de este dia, recuerda, reina, que los cuentos que nos contamos a nosotros mismos no siempre son los mejores, pero si son los mas necesarios.

Los cuentos… ?Era un mensaje?, me detuve a

cavilar. Ellos, que leian mi mente, se apresuraron a cambiar de conversacion.

– ?Vas a lucir en Alejandria ese vestido que te ha cubierto en Barcelona o piensas que la ocasion merece algo especial? -se intereso Manolo.

Vacile.

– Por primera vez en esta vida vuestra, no se que ponerme. La visita me desborda. Me encuentro algo alelada y vosotros conoceis el motivo. En especial tu, querido Terenci.

– Permiteme, tnujera. -El aludido me propino un simpatico empujoncito que casi me arrojo al mar-. Cierra los ojos, que te voy a convertir en la mas deseada de Alejandria.

Obedeci. Abri los brazos, en amable entrega. Una oscuridad nacarada se fundio en mis parpados y, con uno de mis sentidos en suspenso, me entregue, como cuando era pequena, al disfrute de los otros cuatro. Oli el mar y sus estragos, senti la brisa en mi piel, en el dorso de mis rodillas, en la placidez de mis ingles, entre las unas y las yemas de los dedos. Jugueteo la brisa con mi cabello mientras yo aspiraba el alma mestiza de mi Mediterraneo. Sentia en la lengua la untuosidad de la brea, mezclada con la calcarea fetidez de las cagadas de palomas, la caricia de sustancias vegetales que se mezclaban, de la montana al mar, componiendo un mosaico: hierbas, flores, frutos. Desde algun remoto lugar de las profundidades sonaron caracolas y sirenas de ambulancia, ruidos de intenso trafico, mumullos en andenes, besos, voces, gritos, palabras de amor y de

nostagia, promesas y abandonos. El tanido de la vida barcelonesa se unio al repique de campanas de las iglesias y al canto de muecines en las mezquitas.

– Ya esta, cuca.

Terenci me devovio a ?la realidad? Llamemosla asi. Me vi como nunca, ni antes ni despues, volveria a verme. Hermosa, hechicera. Un vestido de noche negro, de piel de tiburon, me cenia, y mi melena oscura y frondosa enmarcaba un rostro -no era el mio, desde luego- que, al pronto, no reconoci. A traves del kohl que brunia mi mirada, admire a una criatura sinuosa e intensa, un cruce de Oriente y Occidente que me contemplaba, sardonica. Y, en efecto, la oracion procedente de una mezquita espesaba el aire.

Fue Manolo quien reacciono primero.

– ?Justine! -casi grito-. Collons, Terenci, que hallazgo.

En efecto. Era Justine, y mi figura se reflejaba en los espejos del hotel Cecil, entre las quentias y las palmeras, los terciopelos y las molduras doradas, acompanada por un principe egipcio y un escriba rebelde.

– Y ahora -determino Terenci- visitaremos tranquilamente la capital del vicio que inmortalizo Durrell. Apa, nena, para que luego te quejes.

De inmediato nos repantigamos en divanes forrados de seda y nos desmadejamos entre adamascados almohadones. Cada uno de nosotros fumaba de una pipa de agua. Aquello que inhalabamos no era tabaco.

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