– ?Opio? -pregunte. Me pesaban los parpados, y no solo por el maquillaje mas que recargado.
– Que menos -dijo Terenci.
A Manolo se le habian puesto los consabidos ojos de chinito. Del exterior llegaba un griterio de peleas, frases entrecortadas de borrachos, atrevimientos procaces en bocas de mujeres que imagine medio desnudas, ofreciendose en la calle a los marineros. Aqui el Mediterraneo amasaba en su fondo mas corrupcion y acontecimientos historicos de alcance mundial que en cualquier otro punto, y esta supremacia se expresaba mediante un tropel de aromas saturados de perfumes y de vomitos capaces de alterar la voluntad. Alfombras y tapices forraban la pequena habitacion, amueblada por un Terenci en la cuspide de su orientacion orientalista.
– Cascaras -quise proferir, pero la inocente exclamacion se arrastro por los suelos, avergonzada de que la expusiera a semejante entorno pecador.
– Joder -rectifique, y ahora la palabra paseo su eco sin desdoro por las cuatro esquinas-. Que oportunidad tan afortunada para que hablemos de sexo.
– ?Sexo
– ?No viene a ser lo mismo? -respondi-. En este aspecto os puedo aleccionar, ya que cuando entre en coma era mayor que vosotros cuando moristeis. Una mujer siempre es mas mayor, haga lo que haga.
– En lo que a mi respecta -senalo Terenci, simpatico-, me apetece recibir lecciones de Justi-ne, quien por cierto resulto una lagarta de mucho cuidado.
– Son las que tienen exito, las lagartas que estan buenorras. Cuanto mas enganosas y calienta-pollas, mejor. En cambio, la pobre Melissa nacio para amar como una perra y asi le fue.
El opio, o lo que fuera, ampliaba -si cabe- mi elocuencia habitual.
– A ver, a calzon quitado y aqui, en un momento del tiempo detenido antes de la segunda guerra mundial, y en una ciudad cosmopolita y podrida de depravacion, contada por un escritor a quien no conocimos; en una Alejandria cuya existencia, por depender de la literatura, no tiene fin. Decidme aqui y ahora que representaba el sexo para vosotros al final, por asi decirlo, de vuestra trayectoria terrena.
Los otros callaron.
– ?Hombres! -No estaba dispuesta a que su pudor repentino abortara mi discurso-. Los hombres, a nuestra edad, conquistan o alquilan carne fresca, no se recatan de utilizar dinero y prebendas para vampirizar la juventud ajena, para que alguien os mire como un borrego mientras vosotros os reinventais. Es vuestro derecho -anadi, atajando un gesto de protesta de Manolo y un encogimiento de hombros displicente por parte de Terenci -. Pero una mujer de mi edad carece de eleccion. Pueden contarnos lo cine cinieran los ma-
nuales feministas o los cantamananas de Hollywood. Ni Michelle Pfeiffer a los cincuenta anos, no os digo ya sesentona, disfrutara de las ventajas que el sexo masculino tiene a su disposicion no solo por cultura, sociedad, hechos diversos o tendencias, sino porque la puta y maldita biologia os favorece clarisimamente en la vejez. A nosotras, lo reconozco, nos hace madurar antes, pero como entonces no lo sabemos, nunca aprovechamos a tope esos anos tempranos que jamas retornaran. El libre folleteo a los doce anos esta mal visto, salvo en las llamadas sociedades arcaicas.
Como su silencio se tornaba mas contundente por momentos, prosegui, embalada.
– Ni nos mirais cuando sabeis que ya se nos caen las tetas, no importa que hayais podido comprobarlo personalmente o no. La compasion de las mujeres, en cambio -presumi- nos impide recordaros que a vosotros tambien se os caen los huevos. ?Y la Viagra! Que injusticia, la Viagra. Gracias a su invento, cuando miramos a un anciano de cuyo brazo cuelga una muchacha rozagante, ya no podemos consolarnos pensando que, en la intimidad, el pobre no tendra con que satisfacerla. ?Toda la noche con el trasto de un burro por mor de la ciencia farmaceutica!
– Os quedan las operaciones de estetica -la sonrisa de Manolo era mas bien despectiva.
– Tampoco sirven. Siempre habra una mujer mas joven y desacomplejada. ?Nacen sin parar! Hay una reserva permanente en constante renova
cion, y las estructuras sociales, la hegemonia del hombre en los puestos de dominacion, en el trabajo…
– ?Callate o te quito la pipa! -rebufo Teren-ci-. Que pesada estas. Supuse que ibas a hablar de vicio.
– En cuanto a hombres y mujeres -Manolo se recoloco las invisibles gafas tocandose el puente de la nariz-, no sabemos nada de nadie, nadie de nada, nadie de nadie y nada de nada.
– Eso es verdad -coincidi.
Abandone la conversacion. Pero no del todo:
– Si quereis un ultimo comentario…
– No podemos evitar que lo sueltes -se resigno Terenci.
– ?El sexo no es tan trascendental como solemos entender! -exclame, con la sabiduria que da un buen colocon en el Otro Mundo-. Aunque uno solo lo comprende cuando ya ha follado mucho.
– Y lo mas importante ?seria? -se interesaron, algo burlones.
Lance un torrente de humo antes de responder:
– La ternura, amigos mios. Y eso permanece. Puede que, ultimamente, yo la tuviera algo embotada, pero ha vuelto, ?ha vuelto! ?No es extraordinario?
Levantandome del divan, antes de que pudieran contestarme, decidi:
– Salgamos de este ambiente viciado. Nos ponemos algo comodo, pasamos por el Pastroudis,
nos tomamos una copa y, mientras, Terenci nos cuenta que hizo Adonis por aqui y en que puede ayudarnos. Despues, algo inolvidable para mi sucedera de nuevo, y en exclusiva, para nosotros.
16
– Que rarezas.
– ?Te refieres a nuestras actuales aventuras o al desorden cosmico integral?
– Este ultimo periplo. La ida a Oriente. Como los Reyes Magos en direccion inversa. Buscando a un dios.
Manolo se repantigo en la silla de mimbre y sorbio su martini seco. Terenci, igualmente beatifico, hizo lo propio. Me sentia inquieta. Antes de instalarnos en el famoso cafe alejandrino se habia impuesto un enesimo cambio de vestuario. Nos toco lucir algodon crudo y sombreros panama, siguiendo la moda tardo-colonial del instante historico escogido. Mi falda tenia bolsillos de hendidura y busque en ellos, infructuosamente, la pluma del Angel Caido. La echaba a faltar. El, situado por encima del bien y del mal, condescendia en mostrarse compasivo con los seres extraviados. A ratos, mis amigos se me antojaban tan errantes como yo.
El borde festoneado del toldo malva del Pas-troudis se apoyaba con desmayo en las delgadas columnas del porche-tenaza que, rematadas por
capiteles de inspiracion corintia, recordaban al visitante que Alejandria, como habia escrito Terenci -o escribiria: nuestra incursion tenia como escenario algun momento del final de los anos treinta del siglo veinte-, no era Egipto, sino su tumba. Mi mas que probable amor futuro y retrospectivo por la ciudad se veia afectado por el dolor -pleno de beatitud, debo admitirlo- que, seis meses antes de mi entrada en el coma, me calo al esparcir las cenizas de mi amigo en el mar. Una tumba tras otra: eso era Alejandria para mi.
– ?Que pinta Adonis? -continue-. Nunca he tenido la menor relacion con semejante dios, cuyas representaciones artisticas le muestran como una nenaza mofletuda. Jamas entendi que vieron en el Afrodita y Mirra para enamorarse cuando era un bebe y encerrarlo en una caja para partirse su custodia durante el ano. Entiendo mejor a sus enemigos. Yo tambien le habria descuartizado, por rubicundo y cursi. ?Donde este el Poseidon del museo de Atenas! Lo suyo si que era un fisico viril, y eso que le falta el tridente.
Pense que mi Lucy tenia el buen gusto de no mostrar semejante artilugio, que amen de atemo-rizador tiene