un no se que ordinario, como de mondadientes avernal.
Terenci se toco el ala del sombrero, concentrado en el paisaje. Por delante del Pastroudis desfilaban muchachas tuberculosas, barberos sifiliticos, diplomaticos congestionados, efebos hambrientos, danzarinas del vientre estragadas por la
viruela, conspiradores judios, conspiradores cop-tos, conspiradores armenios, conspiradores musulmanes, conspiradores sovieticos, conspiradores franceses, conspiradores britanicos, conspiradores rumanos y conspiradores vieneses que aguardaban a que la guerra empezara, y a que acabara pronto, para iniciar tratos con el tercer hombre y prosperar gracias al mercado negro de penicilina adulterada. Ninas y ninos descalzos y prostituidos perdian a sus madres, y madres ajadas buscaban a sus hijos en los burdeles de los alrededores, matrimonios maduros imploraban un billete de avion para Casablanca, en donde reclamarian otro con destino a Lisboa, y alli suplicarian que alguien les proporcionara un pasaje con destino a Estados Unidos. Mozalbetes imberbes vendian postales de la Estatua de la Libertad y un par de arqueologos corrian detras de unos bandidos que acarreaban un arca que contenia el santo grial. En otra mesa del Pastroudis, un espia del Tercer Reich intercambiaba tarjetas de visita con un secretario de la embajada franquista, afecto a Serrano Suner.
– Que de gente -dije.
– ?Te das cuenta,
Inhale para exhalar a continuacion: que largo se hace, cuando se albergan pretensiones, escribir un simple suspire.
– Alejandria… -se ensimismo Manolo-. ?Sois plenamente conscientes de que hemos elegido para caer en la ciudad de Cavafis un dia de 1938…
– Y de Demis Roussos -complemente-.
– … Un dia de 1938 en que Cavafis ya no esta en la ciudad? Fallecio hace cinco anos sin saber que los barbaros iban a llegar finalmente, arrasando su metafora. Volvio la guerra a Europa, y con ella vino aqui Durrell, para su trabajo de propaganda para la diplomacia britanica, y su metabolizacion de lo que seria el
por siempre jamas, desvirtuado por las fantasias de los tiempos venideros. Se fueron los britanicos, pero volvieron, convertidos a su vez en barbaros, junto con los franceses, para recuperar el Canal de Suez. Llovio fuego sobre Port Said. ?Sabiais que, en principio, Londres habia ordenado que el desembarco y el sanguinario bombardeo preventivo tuviera lugar en Alejandria? Habria dejado en mantillas al que le infligieron tras los levantamientos de 1882. Si, querida amiga, de no haber sido por los escrupulos de lord Mountbatten, a quien le parecio una poblacion habitada en exceso, lo que elevaria el numero de victimas, Alejandria habria sido arrasada cuando Nasser nacionalizo el Canal. Los barbaros… Siempre llegan.
Encargo otro martini seco, sacudiendo la cabeza.
– La metafora que nunca traiciono a Cavafis -concluyo-, su autentico servicio a la humanidad como poeta, fue «itaca». «itaca te dio el bello viaje. Sin ella no hubieras salido del camino.»
Terenci me tomo una mano, sujetandomela con ia palma hacia arriba.
– Aqui esta escrito que, tarde o temprano, regresaras al puerto al que crees rechazar, y que no es tu itaca, solo una parte del viaje en el que tendras que detenerte, un mercado fenicio rico en sorpresas. ?Que mal hacemos nosotros facilitandote el empujon necesario?
– Sin acertijos. -Pero sabia de que me hablaba-. Ignoro a que lugar apuntas y porque, con mi
coma en puntos suspensivos, aplazamos con cualquier motivo el ensamblamiento de mi cuerpo mortal con mi ser astral. Temo para mis adentros, y os lo digo porque se de sobras lo facilmente que os adentrais en ellos, que lo de Adonis no sea sino un juego de espejos, una trompa en el ojo, como dicen los franceses.
– ?Adonis! ?Adonis, el dios de la vegetacion, de la puntual renovacion de la vida! -emitio Te-renci las frases con indisimulado placer-. El rostro semita de Osiris, otro adolescente cuyo perfecto fisico fue hecho pedazos y sembrado en la tierra por el bien de las cosechas, de la fertilidad y del disfrute… aunque, para disfrute, Dionisios. Nena, ?por que un hombre sensible como nuestro Manuel Puig, a quien personalmente debo el regalo de algunas rarezas cinematograficas cuyo culto comparti con Nestor Almendros, habria de gritar «?Adonis!» sin ton ni son, y largarse despues tan campante? Conociendome como me conoce, pudo suponer que me abalanzaria sobre el mito.
– Bien. -Intente calmarme-. Muy bien, ahora eres tu quien duda acerca de la utilidad del Adonis alejandrino. ?Que estamos haciendo aqui?
– Como mujer que eres, prosaica te muestras.
Un claxon enloquecido le interrumpio. Al paso de un pequeno autocar, la multitud se aparto.
– Vaya prisas -comento Manolo-. ?No es ese un anacronismo, un vehiculo propio del ultimo futuro que nosotros conocimos?
Justo cuando me preguntaba cual era el motivo
de nuestra escala, los recuerdos irrumpian para imponerme mi papel en este capitulo.
– Ahi vamos, Terenci -indique-. En ese autocar. Camino de la nueva Biblioteca de Alejandria, con tus libros y parte de tus cenizas -pues fuiste prodigo en el reparto de ti mismo-, dispuestos a darte el lugar que mereces entre tus colegas. Esperemos que ningun fuego destruya el templo literario de hogano, que ningun imperio codicioso e ignorante provoque su destruccion.
Nos lanzamos detras del autocar, que aparco cerca de la entrada de la Biblioteca.
El moderno edificio es amplio y diafano. A nosotros nos parecia muy grande, porque lo contemplabamos desde el suelo. Como en una secuencia de
– Me estoy poniendo sentimental -comento Terenci-. Vamos a inspeccionar las instalaciones.
Los otros siguieron hablando de el, de su relacion con Egipto y con la ciudad.
Nos deslizamos por los pasillos, olfateamos entre los volumenes, saltamos de ordenador en ordenador, admiramos la techumbre de cristal que daba al Mediterraneo.
– Ay, cuca. Que inquietante. Y que desasosiego: compruebo la antropofagia del Tiempo. Mi
verdadera biblioteca se hizo cenizas, como yo, como tantos, antes y despues de mi. Me gusta esta, no voy a negarlo. Sin embargo, amo mas la idea de que duermo alla abajo, con los restos de tantos naufragios del amor y de la literatura.
Abandonamos el lugar y corrimos hacia la Cor-niche, para no perdernos la escena que se desarrollaba en el pequeno embarcadero. Ana, Ines, Nuria, Xavier, Roman, Sergi, Papitu, Juan Ramon, Islam, el consul, Quim, Tomas y yo misma: apinados al borde del mar, sobrecogidos por la unicidad del instante, por el azul atunado de las aguas, placidas a esa hora -atardecia pero no era el sol de Barcelona al que yo habia conjurado al principio de la jornada, era el ultimo sol de Terenci en Alejandria-, y por el canto del muecin que nos acompano aquellos momentos.