En curda

– ?Tu tira de su pie derecho que yo tirare del izquierdo! -ordeno Manolo-. ?Por los tobillos!

– Reina, ?es que no sabes beber? ?Te tome por curtida reportera! -se asombro Terenci.

– Lo fui -casi hipe-. Mas, como no desconoceis, en la sesentena las mujeres resistimos menos que vosotros. Por eso rae he dejado caer, para descansar un rato. ?Esta desigualdad si que me zurce!

Pensando en ello, una oleada de rencor ancestral me sublevo, alentado por la humillacion que sentia al saberme vestida de novia, y por los suelos.

– ?Uno! ?Dos…! ?Y tres!-porfiaron.

Los zapatos se soltaron pero mi cuerpo no les siguio.

– Uf -resoplaron, caidos de culo ellos tambien, en su caso de espaldas a la cristalera.

Desde mi comoda postura, les provoque:

– Ni que estuvierais faenando en un ballenero. Ya se. ?Os llamare Ismaeles!

– Como una cuba -sentencio Manolo, poniendose de pie.

– ?Piensa en Adonis, reina! ?En tu secreto! Y

en el tiempo, que se nos acorta -me advirtio el otro.

Me ayudaron a incorporarme. A traves del cristal, plantada como una muneca entre los maniquies entumecidos, envueltos en tules y rasos danados para siempre por la guerra, contemple nuestro reflejo en el cristal y fuera, muy lejana, la noche de la ciudad, su interminable noche. Extranada de mis companeros por mis recuerdos y temores, viaje con la mirada hasta la ultima piedra herida de Beirut. Atravese ruinas y banderas, retratos de asesinos convertidos en martires y de martires tenidos justamente por asesinos, fotografias de responsables y de culpables, cruces y mezquitas, emblemas y patrullas y armas, armas y mas armas. Quise obviar la cruel estupidez del decorado guerrero, pero cada representacion era sustituida por otra, que desaparecia para dar paso a una suplantacion mas. Solo en los agujeros habitaba la memoria, en los tuneles del ayer, malamente taponados por fallidas reconstrucciones. Lo que no podia ver: lo unico verdadero.

– Me sentia de aqui, yo -les explique-. Era de aqui y he negado esta ciudad tanto como la he querido.

– Tomemos un poco de aire -apunto Teren-ci-. Demasiadas emociones, incluso para unos muertecitos.

El oleaje que rompia contra las rocas de Manara nos salpico, despejandonos. Los perros, erguidos en la punta de un espigon natural, recibian el

vacilante embate de las aguas con impavidez digna del Otro Mundo. En lo mas hondo yacia la pequena Beyrutis fenicia, que no fue tan importante como Sidon o Tiro. Entre ambas versiones, el puerto comercial del que partian toneles de especias y de purpura, y la Beirut de hoy, encanallada por su pasado y enfebrecida por el presente, se apretaba una trama de laminas sobrepuestas que supuraban identicos humores, reflotando experiencias repetidas y lecciones olvidadas: el transversal malestar de una historia sin solventar. Como la mia.

– Va a amanecer -dijo Manolo-. Eso que canta es la alondra.

– Oh, no -rebati-. Es el ruisenor. Quedemonos un poquito mas en este rompeolas de la indecision, en esta marejada resacosa que invita al cuerpo a flojear para impedir que la mente se dispare hacia su objetivo ultimo.

– Es la alondra, hostias -intervino Terenci-. Como sigais citando a Shakespeare a lo tonto va a comparecer el mismisimo Otelo, que murio aqui cerca, en su reino de Chipre.

– Eso si que no -me incorpore-. Que en este pais ya andan bien provistos de Yagos. Larguemonos, pues, si lo deseais. Ascendamos a la cueva de la que mana la sangre de Adonis, segun ancestrales chismes. Suerte que volamos, la carretera es de-mencial y las barrancas, insondables.

Emprendimos el vuelo, no sin cansancio. No era fatiga fisica, sino esa melancolia del esfuerzo cuando sabe que se aplica para construir lo mas

desgarrador que puede ocurrirnos: la despedida. Los tres queriamos -tal vez, no me atrevo a hablar por ellos- dormir. Dormir para olvidar el paso siguiente de nuestro compromiso. Pues me habian conducido hasta el lugar del que partia la unica ruta a seguir, la que me separaria de ellos. Y a menudo la conciencia mas empecinada pide una tregua para olvidar el exito que coronara sus designios.

Cuando llegamos a lo alto del monte Musa habia amanecido y el sol se aprestaba a rajar los ultimos bancos de niebla que medio cubrian el valle del rio Ibrahim, antes llamado Adonis. La cascada de la cueva brotaba nitida, azulada, con crestas blancas que salpicaban las llescas de piedra y se fragmentaban para caer como lluvia.

– ?Y la sangre? -pregunto Manolo.

– Es una leyenda. En realidad, son los deslaves de los montes cercanos, la tierra arcillosa que, en primavera, tinta el agua con su tono rojizo. Lo cuenta cualquier guia turistica, teneis que saberlo.

Docta parrafadita que apenas sofoco mi emocion por la proximidad de mis amigos en circunstancia tan especial. ?Podria llamarla un pacto? Si no con el Diablo, si con mi futuro. Con mi rumbo futuro.

– De buena gana me meteria bajo la cascada -anadi.

– ?Y por que no? -propusieron, a duo.

Volvimos a ser ninos, chapoteando y gritando en el interior del manantial. El agua surgia de la

tierra y manaba hacia el futuro. O hacia la Eternidad, que es igualmente ignota.

Mojados y contentos, nos sentamos en el merendero cercano, cuya terraza se abria a los infinitos montes, al renacido valle. Ajenas a nuestra presencia, un par de mujeres madrugadoras extendian sobre las mesas granos de maiz y de especias para que el sol hiciera su trabajo de sequia. La manana se tupia con efluvios de comino y de sesamo.

– Reina -hablo Terenci, senalando el horizonte con los brazos abiertos-. Todo esto, algun dia, sera tuyo.

Me eche a reir, ya que su intervencion me recordo a mi amigo Lucy.

– Como tentacion, no esta mal -concedi-. Pero bien sabeis que lo mio es la ciudad. Beirut, esa mala pecora.

Nos quedamos en un silencio que rompi poco despues, a mi pesar.

– Marchemonos de aqui. Adonis no tiene la menor intencion de ayudarme a volver. Este viaje ha sido muy instructivo, pero sigo en coma.

Mis amigos asintieron, con la contrariedad pintada en sus semblantes.

– No te falta razon -dijo Manolo-. No nos ha enviado ni una maldita senal.

Me picaba la oreja izquierda. Sacudi la cabeza, tratando de alejar lo que me parecio un pertinaz insecto empenado en asentarse en mi lobulo como un pendiente. El insecto no cejo en su empeno, mas

bien cambio de emplazamiento y se monto en mi nariz.

Le di un manotazo, y se alejo, pero no por el susto sino para que lo visualizara mejor.

Era la pluma. La pluma del Angel Caido, que se agitaba delante de nosotros, desprendiendo su aroma a algodon de azucar, que se impuso al de las especias y al de la hierba fresca.

La pluma daba vueltas, subia y bajaba, soltaba un polvillo plateado. Reclamaba nuestra atencion.

– ?Hostias! -exclamo Terenci-. ?Es como Campanilla!

Derramo la pluma polvo de angel sobre nosotros y nos obligo a seguirla.

?Lucifer, en apuros? ?Me necesitaba?, fantasee. Y vole, rauda, detras del airoso heraldo, encabezando la comitiva.

19

La pluma, por delante

Penetramos en el Retiro por Alfonso XII y enfilamos hacia la rotonda del Angel Caido, quien no nos presto la

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