para no molestar. Por eso lo que mas le alegraba era salir con la empleada a la venta, una venta rustica donde las galletas de jengibre, redondas, oscuras y esponjosas, se guardaban en anchos recipientes de vidrio con tapa. Compraba dos o tres y se las comia escondida en el bano para no dejar migas en el cuarto.

Las gafas oscuras eran como las galletas de jengibre, solo que el tiempo al que la acercaban era a sus ultimos meses con Sebastian. Con el las habia comprado en una farmacia en la calle Lexington, cerca del hotel donde se quedaron cuando el la llevo a conocer Nueva York. Las gafas fueron para ella por mucho tiempo una suerte de amuleto que el le dejara, proteccion contra las lagrimas, contra el sol vertical y quemante. Extendio la mano para tocarlas y se quedo con los dedos en el aire. ?Se atrevia a volver a ver a Sebastian? Habia muerto hacia diez anos, un tres de febrero, en un accidente automovilistico. Se estrello contra un camion destartalado y sin luces aparcado en la carretera. La muerte fue instantanea. No la dejaron ni ver el cadaver. Solo las manos le beso antes de que lo cremaran como el habia dispuesto. Siguio mirando las gafas. Su mano se movio rapida. No tendria miedo.

Sebastian le acariciaba la nuca carinosamente, le ponia las gafas. La miraba para decirle lo bien que le sentaban. Sentir sus dedos le produjo un escalofrio sensual que la recorrio de pies a cabeza. Se volvio de reojo para verlo: un hombre alto, delgado, muy blanco, los ojos marrones, enormes, y la boca larga y fina. Se parecia al Principito. Ella siempre se lo decia, un Principito crecido en la tierra, que la cuidaba a ella de que no se la comieran las ovejas, cubriendola con cupulas de cristal como el del cuento a su rosa. Ella habia paseado contenta en Nueva York, en las calles de barrios chinos, italianos, comprando tonterias para Celeste y ropa que ponerse. A el le gustaba que ella ostentara sus pechos. Mis volcancitos, les decia. Sabia que no dejaban de incomodarla e insistia en que los luciera y disfrutara. Mira como me envidian, reia cuando alguien la quedaba viendo. La desinhibio tanto que luego a Viviana le costaba contenerse de usar ropa sexy y de que no se le pasara la mano en ensenar las carnes. Pero Sebastian era su principal instigador. Gozaba sus curvas y se inclinaba ante ellas como si fueran producto de una arquitectura anterior a todas las arquitecturas. Le describia en detalle por que amaba cada pliegue de su sexo, cada curva de sus nalgas, cada doblez de sus orejas. Ella habia tenido otros hombres antes de conocerlo, pero fue el quien le descubrio los intrincados pasadizos de su cuerpo.

Sobre ella se convertia en colibri, en delicado perrito faldero, en delfin. Sus manos de dedos largos, su boca, la recorrian cada vez como si quisiese aprendersela de memoria, grabarla en sus papilas y en sus huellas digitales.

Dudaba de que existiera en el mundo una capacidad de ternura semejante a la de el, con una intuicion casi femenina para saber que un cuerpo de mujer no responde ni se abre ante la rudeza, que mientras mas suave la caricia mas desmedida sera despues la pasion de la potranca que cabalgara. Cuanto lo extranaba, penso, mientras se veia en el recuerdo caminando a su lado aquel dia de primavera en Nueva York.

En la calle apretujada de transeuntes, Sebastian la guiaba por el cauce humano haciendo presion sobre su brazo para este o aquel lado, como si operara el timon de un barco. Ella se dejaba llevar, divertida, aceptando el desafio de abrirse paso en medio de la multitud sin separarse de el. En el semaforo se apretujaba la gente para cruzar: asiaticos, blancos, morenos, negros, indios, gente de todas las razas. Como sobrevivian alli, mezclados, era un misterio para ella. Se preguntaba si serian felices tan lejos de sus origenes, de sus culturas, todos apretados y ocupados como estaban. Entraron a tomar cafe a un parador en la esquina con un rotulo en italiano. La gente tomaba cafe de pie, sobre unas mesas altas, redondas. Lo tomaban rapido y salian. Se oia el tintineo incansable de las tazas, los baristas anotando las ordenes: con leche, solo, con leche descremada, venti, half cafhalf decaf, moca. Sebastian era fanatico del cafe. Hablaba ingles sin acento porque su padre era britanico y la familia habia vivido en Los Angeles. Viviana se sorprendia al verlo en Estados Unidos como pez en el agua. ?Compramos unos sandwiches y nos vamos al parque a hacer un picnic?, le pregunto. Y ella dijo que si, que claro. Las calles hiperpobladas habian terminado por darle claustrofobia. Queria ver verde, no oir mas el sonido de los coches, los claxones. Cruzaron a la sexta avenida y bajaron hacia Central Park. Entraron al parque siguiendo el sendero pavimentado. Otro mundo aquel, los arboles, las rocas, los espacios para juegos, los neoyorkinos corriendo con sus audifonos y sus atuendos de colorines, la gente paseando a sus perros. Con solo cambiar de acera uno se adentraba en una ciudad de ardillas y pajaros y gente animada por otra especie de tiempo, un tiempo discreto y bien educado que se negaba a empujar y era mas bien indulgente y complice. Sebastian la encamino por un sendero que pasaba al lado del lago hasta llegar al Sheep's Meadow, una enorme extension verde desde la que se divisaba el Hotel Plaza. Por aqui hay otro prado como este que se llama 'Strawberry Fields' -dijo Sebastian-. ?Crees que sea el de la cancion de los Beatles? Seguro, contesto ella, no porque supiera sino porque le gusto la idea. Se echaron en la grama bajo un sol que brillaba sin alardes de calor. Era un dia de esos livianos, una brisa tersa y jovial recorria de tanto en tanto la hierba salpicada de parejas y ninos con pelotas y frisbees. Viviana puso su cabeza sobre la pierna de Sebastian despues que comieron los sandwiches de mozarela, hongos y tomate olorosos a oregano y tomaron vino blanco en sendos vasos plasticos transparentes. Sebastian sabia cuanto le gustaba recostarse sobre el. Se quedaba quieta esperando que el le pasara los dedos por el pelo. La cabeza de Viviana era su zona mas erotica. A el le bastaba meterle la mano entera bajo el cabello grueso y crespo para que ella respondiera a la caricia con una efusividad que a el siempre le causaba ternura, pero claro, en el parque, alli sobre la hierba, el la acaricio casi fraternalmente, pasandole despacio los dedos por la frente y metiendose lento por los caminos apretados de su craneo. Me conocia tan bien, penso, sintiendo la mano de el intima y sabia moverse leve sobre sus pensamientos.

Viviana aspiro y exhalo una bocanada de tristeza. Solto las gafas. Abrio los ojos. Estaba de pie en el galeron y Sebastian ya nunca mas la tocaria.

Cuando todavia su muerte era nueva para ella, pensar en el le achicaba el corazon. Sentia que le subia del esternon a la boca. Le daban ganas de vomitar. Si escupo, se me sale, pensaba. Imaginaba el corazon en forma de caja de chocolates cayendo dentro del agua del inodoro.

Lo lloro mucho, inconsolable. Sola con Celeste, que a sus seis anos era la perfecta y femenina reproduccion del padre, fue a repartir sus cenizas: un poco al mar, otro al jardin de la casa de infancia, otro a un rio con el que el tenia una relacion de tu a tu. En cada lugar, con la nina sentada sobre las piernas, hablaron de recuerdos y anecdotas, de noches y dias vividos al lado del hombre que seria parte de ambas para siempre. Celeste dejo de preguntar cuando volveria el papa. Lo acepto como un ser invisible, un amigo secreto.

Habia sido un matrimonio feliz. Solo el tiempo, la distancia y el pleno uso de su independencia hicieron que Viviana se percatara de cuanto habia cedido como mujer para que esa felicidad fuese posible.

Paso mes y medio en pijamas o sudaderas, con el pelo lleno de nudos y las unas quebradas, sin que nada, excepto Celeste, le importara. Su madre, que trabajaba coordinando expediciones de la National Geographic y viajaba mucho (cuando logro saber la noticia, al arribar a Montevideo de un crucero por la Antartica, ya el estaba entregado al viento de sus lugares favoritos), regreso y se espanto de ver que la hija no lograba recuperarse del luto. Consuelo era una mujer energica, llena de exuberancia y alegria. A los sesenta y pico lucia joven y, si bien su lema era 'vive y deja vivir', cuando le tocaba hacer de madre, sabia hacerlo bien. A Viviana la habia criado y educado sola, pues del padre no volvio a saber nada apenas le dijo que estaba embarazada.

– Ah no, mijita, no se me eche a morir. Vamos a ir haciendo las cosas despacio pero lo que hay que hacer, se hace. Y lo primero es la operacion closet, que me la vas a dejar a mi -esa fue su cantinela desde que se dio cuenta de que todo lo de Sebastian seguia intacto en su lugar-. ?Y el carro, mamita? Es morboso que tengas ese carro destruido en el garaje. Podes decidir no salir de esta, le dijo, pero entonces encerrate a piedra y lodo, pone el carro en la sala y vestite con la ropa de el. Lo importante es que decidas, que hagas algo. Tenes que decidirte por el que esta muerto o por vos que estas viva. No hay termino medio. Nosotras no somos mujeres de terminos medios.

Consuelo se traslado a la casa de Viviana y se hizo cargo de los seguros y los papeleos con que se borra el vestigio de quien ya no puede ni suscribirse a revistas ni pagar cuentas. Ella tambien se encargo de convencer a Viviana de que cumpliera su sueno de ser periodista, la profesion para la que se preparo y que solo llego a ejercer pocos meses antes del nacimiento de Celeste.

Racionalmente, ella sabia que su madre tenia razon, pero con cada trapo y zapato de Sebastian del que se despojo, y especialmente cuando se llevaron el coche al deposito de chatarra (de alguna manera torcida y supersticiosa, ella sentia que en ese amasijo de metal estaba impregnado su ultimo grito, lo que quizas el dijera o pensara en la soledad de su muerte), ella sintio que cercenaba las evidencias tangibles de su existencia y que, al hacerlo, dejaba de ser esa que habia sido con el, y renunciaba al amor-refugio-cupula de cristal donde por tantos anos estuvo segura y tibia.

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