– Vete. Fuera de mi casa.

No mire a Betty, pero en cierto modo le vi la cara, violenta, asustada y embargada de compasion. Di media vuelta y me dirigi a la puerta, baje a ciegas los escalones y cruce la grava hasta el coche. Al verme la cara, Anne dijo, suavemente:

– ?Nada que hacer? Cuanto lo siento.

La lleve a Lidcote en silencio, finalmente vencido; derrotado no tanto por saber que habia perdido a Caroline como por la conciencia de que habia tenido una oportunidad de recuperarla y la habia desperdiciado. Cuando recorde lo que le habia dicho, lo que le habia insinuado, crei morir de verguenza. Pero en el fondo sabia que la verguenza seria pasajera y mi desdicha, por el contrario, creciente, y que entonces volveria a Hundreds y acabaria diciendo algo peor todavia. En consecuencia, para llevar el asunto a un punto sin posibilidad alguna de retorno, cuando deje a Anne en su casa me fui derecho a la de los Desmond para decirles que Caroline y yo habiamos roto y que la boda habia sido cancelada.

Era la primera vez que pronunciaba estas palabras y me salieron con mayor facilidad de lo que habia pensado. Bill y Helen se mostraron preocupados y solidarios. Me dieron una copa de vino y un cigarrillo. Preguntaron quien mas conocia la noticia; les dije que mas o menos ellos eran los primeros en saberlo, pero por lo que a mi respectaba podian comunicarla a quienes quisieran. Dije que tanto mejor cuanto antes lo supiera todo el mundo.

– ?No hay esperanza, verdaderamente? -me pregunto Helen, cuando me acompanaba a la puerta.

– Ninguna, me temo -respondi, con una sonrisa compungida, y creo que logre darle a entender que estaba resignado a la separacion; es posible que hasta diera la impresion de que Caroline y yo habiamos tomado la decision juntos.

Lidcote tiene tres tabernas. Deje a los Desmond justo a la hora en que abrian y entre a beber algo en cada una. En la ultima compre una botella de ginebra -el unico licor que tenian- para llevarmela a casa, y una vez en mi consulta apure sordidamente el contenido. Esta vez, sin embargo, no obstante todo lo que bebi, permaneci tercamente sobrio, y cuando evoque la imagen de Caroline lo hice con la mente extranamente despejada. Era como si mis desvarios de los ultimos dias hubiesen agotado mi capacidad para sentimientos virulentos. Sali de la consulta y subi arriba, y mi casa, que desde hacia poco habia empezado a parecerme endeble como un escenario, ahora parecia endurecerse a cada paso que daba, reafirmar todos sus contornos y colores tediosos. Ni siquiera esto consiguio deprimirme. Como si me esforzara en avivar una desgracia, subi a mi dormitorio en el altillo y saque todo lo que pude encontrar que procediese de Hundreds o que me relacionase con la casa. Estaba, por supuesto, la medalla del Dia del Imperio, y la fotografia de color sepia que la senora Ayres me habia regalado en mi primera visita y que quiza contuviese un retrato de mi madre. Pero tambien estaba el silbato de marfil que habia cogido aquel dia de marzo de la boquilla del tubo que habia en la cocina: aquel dia me lo habia guardado en el bolsillo del chaleco y sin ciarme cuenta me lo habia llevado a casa. Desde entonces estaba en un cajon junto con mis gemelos de camisa y de cuello, pero ahora lo saque y lo puse encima de mi mesilla, al lado de la fotografia y la medalla. Anadi las llaves del parque y de la casa, y a continuacion coloque al lado el estuche de tafilete que contenia el anillo de Caroline.

Una medalla, una foto, un silbato, un par de llaves, una alianza matrimonial sin estrenar. Constituian el botin del tiempo pasado en Hundreds: se me antojo que era una pequena coleccion extrana. Una semana antes habrian contado una historia de la que yo era el protagonista. Ahora eran un conjunto de fragmentos infelices. Busque un significado en ellos y no logre descubrirlo.

Volvi a ensartar las llaves en mi llavero; todavia no habia decidido desprenderme de ellas. Pero escondi los demas objetos, como si me avergonzaran. Me acoste temprano y a la manana siguiente asumi la triste tarea de reanudar los hilos de mis antiguas rutinas, es decir, las que tenia antes de que me absorbiera tanto la vida en Hundreds. Aquella tarde supe que el Hall y sus tierras habian sido puestos en venta por un agente inmobiliario local. A Makins, el lechero, le habian dado a elegir entre abandonar la granja o comprarla, y habia optado por abandonarla: no tenia dinero para independizarse. La subita venta le habia puesto en un apuro y se decia que estaba muy amargado por su causa. En el curso de la semana me llegaron mas informaciones; del Hall iban y venian camionetas que poco a poco lo vaciaban de su contenido. Casi todo el mundo daba por sentado espontaneamente que aquello obedecia a un plan de Caroline y mio, y durante unos dias pase por la prueba de explicar repetidamente que la boda habia sido suspendida y que Caroline se iba de la comarca sola. Despues la noticia debio de difundirse, porque las preguntas cesaron bruscamente, y la incomodidad subsiguiente fue casi mas dura de sobrellevar. Volvi a enfrascarme en el trabajo del hospital. Habia mucho que hacer en aquella epoca. Me abstuve de nuevas visitas a Hundreds; ya habia renunciado a mis atajos a traves del parque. No volvi a ver a Caroline, aunque a menudo pensaba en ella y sonaba con ella desdichadamente. Al final me entere por Helen Desmond de que iba a abandonar el condado, con la mayor discrecion, el ultimo dia de mayo.

Posteriormente solo subsistio un deseo en mi corazon, y era que el resto del mes transcurriera rapidamente y sin dolor, en la medida de lo posible. Tenia un calendario en la pared de mi consulta, y cuando se decidio la fecha de la boda lo habia descolgado y garabateado alegremente con tinta el cuadrado que representaba el 27. Ahora el orgullo o la terquedad me impidieron deshacerme de el. Queria ver pasar aquel dia: cuatro dias despues, Caroline desapareceria definitivamente de mi vida, y yo albergaba una suerte de premonicion de que en cuanto pasara a la pagina de junio seria un hombre nuevo. Entretanto veia acercarse el cuadrado entintado con una inquieta mezcla de ansia y de temor. La ultima semana del mes estuve cada vez mas distraido; no lograba concentrarme en mi trabajo y otra vez dormia mal.

Al final, el dia paso sin pena ni gloria. A la una de la tarde -la hora fijada para el casamiento- estaba sentado a la cabecera de un paciente anciano, concentrado en su caso. Cuando sali de su casa y oi que daban la una apenas reaccione; me limite a preguntarme vagamente que otra pareja habria ocupado nuestro turno en la oficina del registro. Vi a unos cuantos enfermos mas; la consulta vespertina fue tranquila y pase el resto de la velada en casa. Hacia las diez y media estaba cansado y pense en acostarme; de hecho, acababa de descalzarme y me disponia a subir al dormitorio en zapatillas cuando oi unos golpes y timbrazos furiosos en la puerta de mi consulta. Encontre alli a un chico de unos diecisiete anos, tan sin resuello que apenas podia hablar. Habia corrido unos nueve kilometros para pedirme que atendiera al marido de su hermana, que sufria, dijo, unos terribles dolores de barriga. Recogi mis cosas y fui con el chico hasta la casa de su hermana: resulto ser la peor vivienda imaginable, una choza abandonada, con agujeros en el techo y boquetes en las ventanas, y desprovista de luz y de agua. Era una familia de ocupantes ilegales que se habia desplazado de Oxfordshire hacia el norte en busca de trabajo. Me dijeron que el marido llevaba dias enfermo «a intervalos», con vomitos, fiebre y dolor de estomago; le habian tratado con aceite de ricino, pero en las ultimas horas se habia puesto tan mal que se habian asustado. Como no tenian medico de cabecera, no sabian a quien llamar. Al final habian acudido a mi porque recordaban haber visto mi nombre en un periodico local.

El pobre hombre estaba postrado en una especie de carriola en la sala iluminada por una vela, totalmente vestido y cubierto con un viejo abrigo del ejercito. Tenia fiebre alta, el vientre hinchado y un dolor abdominal tan fuerte que cuando empece a examinarle grito y maldijo y levanto las piernas para tratar de asestarme una debil patada. Era el caso mas evidente de apendicitis aguda que yo habia visto nunca y sabia que habia que trasladarle al hospital de inmediato para evitar el riesgo de que el apendice se perforara. La familia estaba horrorizada por la perspectiva del gasto que entranaba someterle a una operacion. «?No puede hacer nada aqui?», me preguntaba insistentemente la esposa, tirandome de la manga. Ella y su madre conocian a una chica a la que le habian hecho un lavado de estomago despues de tragarse un frasco de pastillas; querian que yo hiciera lo mismo con el hombre. El tambien se habia aferrado a esta idea fija: si le «sacaban el veneno» se pondria bien; era lo unico que queria y lo unico que consentiria. No les habia permitido ir a buscarme, dijo, para que le rajara y le maltratara un hatajo de pu… medicos.

En eso le acometio un tremendo acceso de vomitos y no pudo seguir hablando. La familia se asusto mas que nunca. Por fin consegui convencerles de la gravedad de su estado, y el problema consistia ahora en como llevarle al hospital sin demora. Lo ideal habria sido trasladarle en ambulancia, pero la choza estaba aislada y el telefono mas cercano se encontraba en una estafeta de correos, a tres kilometros de distancia. No vi otra solucion que llevarle yo mismo, y entre su cunado y yo le sacamos fuera en la carriola y le tendimos cuidadosamente en el asiento trasero de mi coche. La mujer se apretujo a su lado, el chico se sento

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