delante y los dos ninos se quedaron al cuidado de su vieja abuela. El trayecto fue espantoso, once o doce kilometros de caminos y carreteras secundarias, con el hombre que gemia o chillaba a cada sacudida del coche y que vomitaba a intervalos en un barreno; la mujer lloraba tanto que apenas era una ayuda; el chico estaba muerto de miedo. El unico elemento favorable era la luna, que estaba llena y brillaba como una lampara. Pude acelerar en cuanto llegamos a la carretera de Leamington; a las doce y media paramos delante de las puertas del hospital y veinte minutos mas tarde el hombre fue conducido al quirofano; para entonces estaba tan mal que realmente temi que no lo contaria. Me sente a esperar con la mujer y el chico, y no quise marcharme hasta ver como terminaba el caso. Por fin el cirujano, Andrews, vino a decirnos que todo habia salido bien. Habia extirpado el apendice antes de que pudiese haber perforacion, con lo que ya no habia peligro de peritonitis. El hombre estaba debil pero por lo demas se recuperaba muy bien.

Andrews tenia el mas deplorable acento de colegio privado, y la mujer estaba tan aturdida por la angustia que vi que apenas le entendia. A punto estuvo de desmayarse de alivio cuando le explique que su marido se habia salvado. Quiso verle; no era posible. Tampoco les permitieron a ella y al chico pasar la noche en la sala de espera. Me ofreci a llevarles a casa en mi trayecto de vuelta a Lidcote, pero no quisieron alejarse tanto del hospital; posiblemente pensaban en los billetes de autobus que tendrian que pagar para volver al dia siguiente. Dijeron que en las afueras de Leamington tenian unos amigos que les prestarian un poni y una carreta; el chico regresaria para informar a la abuela de que todo habia ido bien y la mujer pasaria la noche en la ciudad y volveria por la manana para ver a su marido. Estaban tan empenados en la idea del poni y la carreta como lo habian estado en el lavado de estomago, y yo me pregunte para mis adentros si no pensaban simplemente dormir en alguna cuneta hasta que amaneciera. De nuevo me brinde a llevarles y esta vez aceptaron; el lugar adonde me condujeron era otra cabana ocupada, un cuchitril como el de ellos, fuera del cual habia un par de perros y de caballos atados con una cadena. Los perros se pusieron a ladrar enloquecidos cuando llegamos y abrio la puerta de la choza un hombre con una escopeta en las manos. Al reconocer a los visitantes bajo el arma y les dio la bienvenida. Me pidieron que me quedara con ellos; tenian «cantidad de te y de sidra», dijeron, efusivamente. Por un segundo me senti casi tentado. Al final les di las gracias pero me despedi de ellos. Ante la puerta cerrada de nuevo capte un atisbo de la habitacion de dentro, un caos de colchones y cuerpos dormidos en el suelo: adultos, ninos, bebes, perros y cachorros que se retorcian con los ojos ciegos.

Despues de la carrera hasta el hospital, seguida por el temor de la espera y el alivio posterior, cierta aura alucinatoria envolvia todo el episodio, y mi coche, cuando ya me alejaba, parecia por contraste silencioso y solitario. Resulta extrano verse sumergido y emerger de los dramas de un paciente, especialmente de noche. La experiencia puede vaciarte emocionalmente pero tambien puede dejarte extranamente desvelado y tenso, y ahora mi mente, sin nada a que aferrarse, empezaba a revivir los pormenores de las horas recientes como una pelicula proyectada una y otra vez. Rememore al chico sin habla y jadeando en la puerta de mi consulta; al hombre encogiendo las piernas para lanzarme una debil patada; las lagrimas de la mujer, las vomitonas y los alaridos; a Andrews, con su voz y sus maneras de cirujano; la misera casucha; los cuerpos y los cachorros… Lo revivi una y otra vez, dale que dale, en una secuencia agotadora e imperiosa hasta que, para romper el sortilegio, baje la ventanilla y encendi un cigarrillo. Y algo en aquel acto, en la oscuridad del coche, con el suave resplandor blanco de la luna y los faros que me iluminaban las manos, algo me hizo comprender que estaba haciendo el mismo trayecto que habia hecho en enero, despues del baile del hospital. Mire mi reloj: eran las dos de la madrugada de lo que deberia haber sido mi noche de bodas. A aquella hora tendria que haber estado acostado en un tren, con Caroline en mis brazos.

La perdida y la congoja resurgieron y me inundaron. Eran tan devastadoras como antes. No queria volver al dormitorio vacio de mi estrecha y triste casa. Queria a Caroline; la queria y no podia tenerla; era lo unico que sabia. Habia llegado ya a la carretera de Hundreds y me estremecio la idea de que ella se encontrara tan cerca y, sin embargo, tan alejada de mi. Tuve que tirar el cigarro y parar el coche hasta que pasaron las sensaciones mas terribles. Pero seguia sin atreverme a ir a casa. Segui conduciendo despacio y enseguida llegue a la desviacion hacia el camino que llevaba al estanque umbroso y rodeado de maleza. Tome el desvio, recorri dando tumbos el sendero y aparque donde Caroline y yo habiamos aparcado aquella noche, la noche en que yo habia intentado besarla y por primera vez ella me habia rechazado.

La luna resplandecia, los arboles proyectaban sombras y el agua parecia blanca como leche. Todo el paraje era como una fotografia de si mismo, extranamente revelada y ligeramente irreal: al contemplarlo fue como si me absorbiera y empece a sentirme fuera del tiempo y del espacio, un perfecto desconocido. Creo que fume otro cigarrillo. Se que poco despues senti frio y busque a tientas en el asiento trasero la vieja manta roja que llevaba en el coche -la manta con la que una vez habia arropado a Caroline- y me envolvi en ella. No estaba en absoluto cansado, en el sentido ordinario. Creo que pense en pasar la noche en vela alli sentado. Pero me volvi, encogi las piernas y descanse la mejilla en el respaldo del asiento; y me sumi casi en el acto en un sueno agitado. Y en suenos, al parecer, baje del coche y aprete el paso hacia Hundreds: me vi caminar con toda la claridad febril y anomala con que habia recordado la carrera al hospital un rato antes. Me vi atravesar el paisaje argentado y cruzar como humo la verja de Hundreds. Me vi enfilar el sendero del Hall.

Alli sucumbi al panico y a la confusion porque el sendero estaba cambiado, era raro y erroneo, era increiblemente largo y se internaba, al fondo, en una oscuridad total.

Desperte al amanecer, abatido y acurrucado. Eran las seis pasadas. Las ventanillas del coche estaban empanadas de vaho y yo tenia la cabeza desnuda: mi sombrero se habia encajado entre mi hombro y el asiento, y estaba irreparablemente aplastado, y la manta enredada en mi cintura como si hubiese luchado con ella. Abri la puerta para que entrara el aire fresco y me apee trabajosamente. A mis pies se escurrio algo; pense que eran ratas, pero era una pareja de erizos que habian estado olfateando los neumaticos del coche y ahora desaparecian en la hierba alta. Dejaron tras ellos unas huellas oscuras: la hierba estaba blanqueada de rocio. Una tenue neblina cubria el estanque; ahora el agua era gris en lugar de blanca; el paraje habia perdido el aire de irrealidad que habia tenido en la madrugada. Me senti un poco como recordaba haberme sentido despues de un tremendo ataque aereo sobre la ciudad: como si saliera parpadeando del refugio y viera las casas danadas pero todavia en pie, cuando en mitad del intenso bombardeo daba la sensacion de que el mundo se estaba haciendo pedazos.

Mas que aturdido me sentia algo mucho mas sencillo: estaba baldado. La pasion se habia desvanecido. Queria tomar un cafe y afeitarme; y necesitaba urgentemente ir al cuarto de bano.

Me aleje un trecho y aplaque la urgencia; despues me pase el cepillo por el pelo y alise como pude mi ropa arrugada. Probe el coche. Estaba humedo y frio y no arranco a la primera, pero lo hizo despues de levantar el capo y secar las bujias; el ruido del motor quebro el silencio del campo y espanto a los pajaros de los arboles. Volvi por el sendero, recorri un tramo corto de la carretera de Hundreds y doble hacia Lidcote. No me cruce con nadie en el camino, pero el pueblo empezaba a despertarse, las familias de aparceros ya se estaban preparando, humeaba la chimenea de la panaderia. El cielo estaba bajo y las sombras eran alargadas, y todos los pequenos detalles de la iglesia empedrada, las casas y las tiendas de ladrillo rojo, las aceras desiertas y las calzadas sin trafico, todo poseia un aire fresco, limpio y hermoso.

Mi casa esta en lo alto de la calle mayor, y al aproximarme vi a un hombre en la puerta de mi consulta: estaba llamando al timbre de noche y luego ahueco las manos alrededor de los ojos para atisbar a traves del cristal esmerilado contiguo a la puerta. Llevaba un sombrero y el cuello del abrigo levantado, y no le vi la cara; supuse que era un paciente y el corazon me dio un vuelco. Pero al oir mi coche se volvio y entonces reconoci a David Graham. Algo en su porte me hizo presentir que traia malas noticias. Cuando estuve mas cerca y vi su expresion supe que la noticia era muy mala. Aparque, me apee y el se me acerco cansinamente.

– Te he estado buscando. Oh, Faraday… -Se paso la mano por los labios. La manana era tan silenciosa que oi como la barbilla le raspaba la palma de la mano.

– ?Que ha pasado? -dije-. ?Es Anne?

Fue lo unico que se me ocurrio pensar.

– ?Anne? -Sus ojos de aspecto cansado pestanearon-. No. Es… Faraday, me temo que es Caroline. Ha habido un accidente en Hundreds. Lo siento muchisimo.

Se habia recibido una llamada del Hall, alrededor de las tres de la manana. Betty me buscaba, hecha un manojo de nervios; yo, por supuesto, no estaba en casa y la centralita habia pasado el mensaje a Graham. No le dieron detalles, solo le dijeron que debia ir a Hundreds lo antes posible. El se habia

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