chirrido ahogado del cable, que se movia invisible por dentro de la pared. Despues me condujo al aparador, donde habia colocado una serie de hermosos vasos antiguos de cristal tallado y un surtido de bebidas impresionante para los tiempos que corrian: jerez, ginebra, vermut italiano, bitters y limonada. Yo habia llevado media botella de ron como aportacion a la fiesta; acababamos de servirnos dos vasitos cuando Betty aparecio, respondiendo al timbre. Se habia acicalado como el resto de la casa: los punos, el cuello y el delantal eran cegadoramente blancos, y la cofia mas pintoresca de lo habitual, con un rigido fleco vertical, como el barquillo de un helado. Pero habia estado abajo preparando bandejas de bocadillos y tenia un aire acalorado y un tanto agobiado. Caroline la habia llamado para que se llevara la escalera, y Betty se precipito a recogerla con mucha prisa y no excesiva gracia. Sin embargo, debio de hacerlo con demasiada premura, o bien subestimo el peso de la escalera, pues apenas dio unos pasos con ella cayo al suelo con estrepito.
Caroline y yo nos sobresaltamos, y el perro empezo a ladrar.
– ?Gyp, idiota, callate! -dijo Caroline. Y a continuacion, con el mismo tono, le dijo a Betty-: ?Se puede saber que haces?
– No hago nada -respondio la chica, sacudiendo la cabeza, y la cofia se le desplazo hacia un lado-. Las escaleras dan sustos, nada mas. ?Todo da sustos en esta casa!
– ?Oh, no seas idiota!
– ?No soy idiota!
– Esta bien -dije yo en voz baja, ayudando a Betty a recoger la escalera y a encontrar un asidero mas firme para sostenerla-. Muy bien. No se ha roto nada. ?Te las arreglaras sola?
Ella dirigio a Caroline una mirada torva, pero se llevo la escalera en silencio, esquivando por poco a la senora Ayres, que acababa de llegar a la puerta y habia presenciado el final del altercado.
– ?Que alboroto! -dijo, entrando en la habitacion-. ?Cielo santo! -Entonces me vio a mi-. Doctor Faraday, ya ha llegado usted. Y, ademas, que acicalado. ?Que va a pensar de nosotros?
Dulcifico su actitud y su expresion mientras avanzaba, y me tendio la mano. Vestia como una elegante viuda francesa, con un vestido de seda oscuro. En la cabeza llevaba un chal negro de encaje, una especie de mantilla, abrochada a la garganta con un camafeo. Al pasar por debajo de la arana miro de refilon hacia arriba, alzando los pomulos.
– ?Que fuertes son estas luces! Seguro que no brillaban tanto en los viejos tiempos. Supongo que una tenia entonces unos ojos mas jovenes… Caroline, querida, dejame que te vea.
Caroline parecia mas a disgusto que nunca despues de la disputa a causa de la escalera. Adopto una pose y una voz de maniqui y dijo, con un tono algo crispado:
– ?Estoy bien? No a la altura de tu exigencia, ya se.
– Oh, que tonteria -dijo su madre. Su tono me recordo el de Anne-. Estas muy bien, realmente. Solo estirate los guantes, asi, si… ?Roderick todavia no ha dado senales de vida? Espero que no se retrase. Esta tarde estaba refunfunando por su ropa de gala, decia que le quedaba demasiado grande. Le he dicho que tiene suerte de tener al menos una… Gracias, doctor Faraday. Si, un jerez, por favor.
Le alargue la copa; ella la cogio y me sonrio distraidamente.
– ?Se imagina? -dijo-. Ha pasado tanto tiempo desde que recibiamos que estoy casi nerviosa.
– Pues nadie lo diria -dije.
Ella no me escuchaba.
– Estaria mas tranquila con mi hijo a mi lado. Ya ve, a veces se olvida de que es el amo de Hundreds.
Por lo que yo habia visto de Roderick en las ultimas semanas, pense que en realidad era muy poco probable que lo hubiese olvidado; y mire a Caroline y vi claramente que ella pensaba lo mismo. Pero la senora Ayres siguio paseando a su alrededor una mirada inquieta. Despues de dar un solo sorbo de su bebida, poso la copa y se dirigio al aparador, preocupada de que no hubiese suficientes botellas de jerez. A continuacion verifico las cajas de cigarrillos y probo una por una las llamas de los encendedores de mesa. Entonces una rafaga repentina de humo de la chimenea la atrajo hacia el fuego, donde miro preocupada el tiro sin deshollinar y el cesto de lena humeda.
Pero no habia tiempo de traer mas lenos. Cuando ella se irguio oimos el eco de voces en el pasillo y aparecio el primer grupo de los verdaderos invitados: Bill y Helen Desmond, una pareja de Lidcote a la que yo conocia poco; un tal senor Rossiter y su esposa, a los que solo conocia de vista, y una solterona de cierta edad, la senorita Dabney. Habian llegado todos juntos, apretujados en el coche de los Desmond para ahorrar combustible. Se quejaron del clima y cargaron a Betty con sus sombreros y abrigos mojados. Ella les hizo pasar al salon, ahora con la cofia ya enderezada; el arranque de mal genio parecia haber pasado. Intercambiamos una mirada y le lance un guino. Por un segundo parecio sobresaltada y luego hundio la barbilla y se rio como una nina.
Ninguno de los recien llegados me reconocio vestido con mi mejor ropa. Rossiter era un juez jubilado, Bill Desmond poseia grandes extensiones de terreno y no eran la clase de gente con la que yo trataba. La mujer de Desmond fue la primera en reconocerme.
– ?Oh! -dijo, asustada-. No habra nadie enfermo, ?verdad?
– ?Enfermo? -dijo la senora Ayres. Y luego, con una leve risa trivial-: Ah, no. ?El doctor es nuestro invitado esta noche! Senor y senora Rossiter, conocen al doctor Faraday, supongo. ?Y usted, senorita Dabney?
Casualmente yo la habia atendido una o dos veces. Era una especie de hipocondriaca, el tipo de paciente con el que un medico se puede ganar la vida decentemente. Pero tenia un «caracter» anticuado y se mostraba mas bien displicente con los medicos, y creo que le sorprendio encontrarme en Hundreds con un vaso de ron en la mano. La agitacion general de la llegada, sin embargo, eclipso esta sorpresa, porque todo el mundo tuvo algo que decir sobre el salon; habia que servir y repartir bebidas, y estaba Gyp, el afable Gyp, que iba de un lado a otro olfateando a cada persona, para que le acariciasen y le hicieran fiestas.
Despues Caroline ofrecio tabaco y los huespedes tuvieron ocasion de examinarla de cerca.
– ?Vaya! -exclamo el senor Rossiter, con tosca galanteria-. ?Y quien es esta preciosidad?
Caroline ladeo la cabeza.
– Me temo que solo la fea Caroline de siempre por debajo de la pintura de labios.
– No seas boba, mi nina -dijo la senora Rossiter, cogiendo un cigarro del estuche-. Estas encantadora. Eres hija de tu padre, y el era un hombre muy guapo. -Se dirigio a la senora Ayres-: Al coronel le habria gustado ver esta habitacion asi, ?verdad, Angela? Como disfrutaba de las fiestas. Era un bailarin fantastico; tenia un porte estupendo. Recuerdo una vez que os vi bailar juntos en Warwick. Daba gusto miraros; erais como dos flores. Los jovenes de hoy parece que no saben bailar los bailes antiguos, pero los modernos me parecen vulgarisimos. Todos esos saltos, ?como en un manicomio! No pueden sentarle bien a nadie. ?Que opina usted, doctor Faraday?
Respondi con una frase anodina y hablamos del tema un rato, pero la conversacion se desvio enseguida hacia las grandes fiestas y bailes que se habian celebrado antiguamente en el condado, y poco tenia yo que decir al respecto. «Debio de ser en 1928 o 1929», oi decir a la senorita Dabney, hablando de un acontecimiento especialmente brillante, y yo estaba ironicamente recordando mi vida de los anos en que estudiaba medicina en Birmingham, de pie y muerto de cansancio por el exceso de trabajo, siempre hambriento y viviendo en una buhardilla dickensiana con un agujero en el techo, cuando Gyp empezo a ladrar. Caroline le cogio del collar para que no saliese corriendo del salon. Oimos voces en el pasillo, una de ellas obviamente la de un nino -«?Hay un perro?»-, y las nuestras se apagaron. Un grupo de personas aparecio en la puerta: dos hombres con traje de calle, una mujer atractiva, con un vistoso traje de noche, y una hermosa nina de ocho o nueve anos.
La nina fue una sorpresa. Resulto ser la hija de los Baker-Hyde, Gillian. Pero era evidente que al menos la senora Ayres esperaba la llegada del segundo hombre; yo no le conocia de nada. Le