– Mire -prosiguio-, se que seguramente es usted amigo de la familia. No espero que se ponga de mi parte contra ellos. Pero tambien veo lo que quiza usted no: que ellos se creen que aqui estan por encima de todo el mundo, como tantos otros hacendados. ?Probablemente han adiestrado al perro para que ahuyente a los intrusos! Tendrian que pararse a mirar ese monton de ruinas donde viven. Estan desfasados, doctor. Si le digo la verdad, he empezado a pensar que tambien lo esta todo este punetero condado.

A punto estuve de contestar que, a mi entender, el desfase del condado era precisamente lo que le habia atraido para instalarse en el. En cambio, le pedi que, por lo menos, no hablase del asunto con la policia hasta que volviera a ver a la senora Ayres; y al final dijo:

– Muy bien. Ire a verla en cuanto sepa que Gillian esta fuera de peligro. Pero si tienen la menor consideracion, habran liquidado al perro antes de que vaya.

Ninguno de los seis o siete pacientes a los que atendi durante el resto de mi ronda matutina me menciono el suceso en Hundreds; no obstante, las habladurias circulan tan rapido que cuando empece las consultas de la tarde descubri que los relatos morbosos de la herida de Gillian eran la comidilla en las tiendas y los pubs locales. Un hombre al que visite esa noche, despues de cenar, me describio todo el incidente sin cambiar un solo detalle, salvo el de que Seeley ocupaba mi lugar en la escena de suturar la herida. El hombre era un bracero con un largo historial de pleuresia, y yo hacia todo lo posible por evitar que la enfermedad desembocase en algo mas maligno. Pero sus condiciones de vida obraban en su contra -vivia en una angosta casa adosada- y, al igual que muchos peones agricolas, trabajaba mucho y bebia sin medida. Me hablaba entre accesos de tos.

– Casi le arranco la mejilla de un mordisco, dicen. Poco falto para que tambien la dejara sin nariz. Asi son los perros. Lo he dicho muchas veces, te matara cualquier perro. La raza no importa. Todos atacan.

Recordando mi conversacion con Peter Baker-Hyde, le pregunte si creia que habia que sacrificar al perro. Respondio sin vacilar que no, porque, como acababa de decir, todos los perros mordian, ?y que sentido tenia castigar a un animal por algo que era natural en el?

Pregunte si otras personas decian lo mismo. Bueno, el habia oido una cosa y la otra.

– Hay quien dice que habria que apalearlo, y algunos dicen que matarlo de un tiro. Claro esta que hay que pensar en la familia.

– ?Se refiere a la de Hundreds?

– No, no, a la familia de la chica, a los Baker-Hyde.

Se rio, fluidamente.

– Pero ?no sera penoso para los Ayres tener que renunciar a su perro?

– Ah -dijo el, tosiendo de nuevo, y se inclino para escupir en la chimenea apagada-, a mejores cosas han tenido que renunciar, ?no?

Sus palabras me dejaron bastante intranquilo. Llevaba todo el dia preguntandome que estado de animo habria en el Hall. Y como al dejar al paciente pase cerca de las verjas del parque, decidi visitarles.

Era la primera vez que iba a la casa sin haber sido invitado y, lo mismo que la otra noche, caia un aguacero y nadie oyo el coche. Llame al timbre y despues me precipite adentro, y fue el pobre Gyp el que vino a recibirme: salio al vestibulo ladrando sin ganas, y sus pezunas resonaron en el marmol. De algun modo debia de presentir la sombra del desastre que pendia sobre su cabeza, porque parecia abatido y desconcertado, como si no fuera el mismo. Me recordo a una mujer a la que una vez habia atendido, una anciana maestra que habia empezado a perder el juicio y salia de su casa a callejear en camison y zapatillas. Por un momento pense: «quiza el tampoco esta en sus cabales». En definitiva, ?que sabia yo de su temperamento? Pero cuando me acuclille a su lado y le tire de las orejas parecio que volvia a ser el perro manso de siempre. Abrio la boca y asomo la lengua, rosada y saludable contra los dientes de un blanco amarillento.

– La que has armado, Gyp -dije en voz baja-. ?En que estabas pensando, chico, eh?

– ?Quien esta ahi? -oi decir a la senora Ayres, desde el interior de la casa. Despues aparecio, borrosa en las penumbras, con uno de sus habituales vestidos oscuros y un chal estampado, aun mas oscuro, encima de los hombros.

– Doctor Faraday -dijo sorprendida, cinendose el chal. Su cara en forma de corazon estaba transida-. ?Sucede algo?

Me incorpore.

– Estaba preocupado por ustedes -dije, simplemente.

– ?Si? -Su expresion se suavizo-. Que amable por su parte. Pero venga a calentarse. Hace frio esta noche, ?verdad?

En realidad no hacia tanto frio, pero al seguirla hacia la salita se me antojo que la casa, como la estacion, habia sufrido una modificacion leve, pero perceptible. El pasillo de techo alto, que habia permanecido maravillosamente fresco y ventilado durante todo el verano, ahora emanaba humedad, despues de tan solo dos dias de lluvia. En la salita estaban corridas las cortinas de las ventanas, un fuego crepitante de palos y pinas ardia en la rejilla, y las butacas y el sofa estaban mas cerca de la chimenea; pero el conjunto, de alguna manera, no producia un efecto del todo acogedor, sino que era mas bien como si los sillones formaran una isla de luz y calor y detras hubiera una extension de alfombra raida y charcos de sombra. Era evidente que la senora Ayres habia estado sentada en una de las butacas, y la otra, frente a mi cuando entre, la ocupaba Roderick. Solo hacia una semana que no le veia, pero ahora su aspecto me sobresalto. Vestia una de sus viejas y abultadas sudaderas de la aviacion, y llevaba el pelo recien cortado, como yo; con la cabeza contra el amplio sillon de orejas parecia flaco como un fantasma. Me vio entrar y me parecio que fruncia el ceno; tras una pausa minima, se agarro a los brazos de la butaca como para levantarse y cedermela. Le indique con un gesto que siguiera sentado y me acereme a reunirme con Caroline en el sofa. Gyp vino a tumbarse a mis pies, sobre la alfombra, y al hacerlo emitio uno de esos expresivos gemidos perrunos que suenan tan alarmantemente humanos.

Nadie habia hablado, ni siquiera para saludarme. Caroline estaba sentada con las piernas recogidas y, con un aire tenso e infeliz, tiraba de unos hilos del calcetin de lana que le cubria los dedos de los pies. Roderick empezo a liarse un cigarrillo con movimientos nerviosos y espasmodicos. La senora Ayres se reajusto el chal sobre los hombros y dijo, al sentarse:

– Hoy todos hemos estado bastante confusos, doctor Faraday, como supongo que ya se imagina. ?Ha estado en Standish? Digame, ?como esta la nina?

– Bastante bien, que yo sepa -respondi. Y, como ella me miro sin comprender, anadi-: No la he visto. La han puesto a cargo de Jim Seeley. Le encontre alli esta manana.

– ?Seeley! -dijo ella, y el desden en su voz me pillo por sorpresa, hasta que recorde que el padre de Seeley habia sido el que tuvo a su cuidado a la propia hija de la senora Ayres, la primera nina, la que murio-. ?Lo mismo podrian haber llamado a Crouch, el barbero! ?Que le ha dicho?

– No mucho. Gillian parece tan bien como cabia esperar. Por lo visto, los padres piensan llevarsela a Londres, en cuanto pueda viajar.

– Pobre, pobre nina. He pensado en ella todo el dia. ?Sabe que he telefoneado a su casa? Tres veces, y nadie se ha puesto al telefono, solo una criada. Pensaba enviarles algo. ?Flores, quiza? ?Algun regalo? Lo cierto es que a gente como los Baker-Hyde…, bueno, digamos que no se puede mandar dinero. Recuerdo que un chico, hace anos, tuvo un accidente… Daniel Hibbit, ?te acuerdas, Caroline? Le coceo un caballo en nuestros terrenos y sufrio una especie de paralisis. Nos ocupamos de todo, creo. Pero en un caso como este, una no sabe…

Se le apago la voz.

Caroline, a mi lado, se movio.

– Yo siento lo de esa nina tanto como cualquiera -dijo, tirando todavia de los hilos en los pies-. Pero sentiria lo mismo si un rodillo le hubiera atrapado el brazo o si se hubiese quemado con una estufa encendida. Fue maldita mala suerte, ?no? No se arreglara con flores o dinero. ?Que se puede hacer?

Tenia la cabeza gacha y la barbilla hundida, y su voz sonaba lejana. Al cabo de

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