– Apuesto a que ese salon ha sido un maldito incordio desde que lo anadieron - dijo Caroline, poniendo una mano en el hombro de su madre y alzandose de puntillas para intentar ver-. Me gustaria saber hasta donde se ha filtrado el agua de lluvia. Espero que no haya que rejuntar los ladrillos. Podriamos pagar una reparacion de la tuberia, pero no tenemos presupuesto para algo mas serio.

El asunto parecia preocuparla. Lo hablo con su madre, mientras las dos daban vueltas por el cesped para tener una vision mas completa de los danos. Luego todos subimos a la terraza para una inspeccion mas detenida. Yo subi en silencio, incapaz de entusiasmarme mucho por esa tarea; y me sorprendi mirando al otro lado del saliente anguloso del salon, a la puerta del jardin donde estuve con Caroline a oscuras y donde ella habia levantado la cabeza y torpemente dirigido la boca hacia la mia. Y por un momento me invadio un recuerdo tan vivo de toda la escena que estuve a punto de marearme. La senora Ayres me llamo para que entrara en la casa; hice unas observaciones sobre los ladrillos que debieron de ser bastante estupidas. Pero luego me aleje y rodee la terraza hasta que la puerta turbadora quedo totalmente fuera de mi vista.

Tenia delante los terrenos del parque y los miraba sin verlos cuando me percate de que tambien ella se habia distanciado de su madre. Quiza, al fin y al cabo, tambien a ella le habia perturbado ver la puerta. Se me acerco despacio, metiendose en los bolsillos las manos sin guantes. Dijo, sin mirarme:

– ?Oye a los hombres de Babb?

– ?Los hombres de Babb? -repeti, como un idiota.

– Si, hoy esta despejado.

Senalo en la distancia el punto donde estaban levantando redes de andamios gigantescos, con casas que se alzaban dentro de ellos, cuadradas y chillonas. Aguce el oido para captar el sonido y percibi en el aire quieto y humedo el debil estrepito de la obra, los gritos de los hombres, un subito derrumbe de planchas o de postes.

– Como los ruidos de una batalla -dijo Caroline-. ?No cree? Quiza como esa batalla fantasma que dicen que la gente oye en mitad de la noche cuando acampa en Edge Hill.

La mire a la cara pero no respondi, dudando un poco de mi propia voz; y supongo que no decir nada fue tan expresivo como murmurar su nombre o extender una mano hacia ella.

Ella vio mi expresion, miro a su madre y… no se como ocurrio, pero por fin circulo una carga o corriente entre nosotros que lo transmitio todo, el empuje de sus caderas contra las mias en la pista de baile, la fria y oscura intimidad del coche, la expectacion, la frustracion, la pelea, el beso… De nuevo me senti cerca del mareo. Ella bajo la cabeza y por un segundo nos quedamos en silencio, sin saber que hacer. Despues dije, en voz muy baja:

– He pensado en usted, Caroline, yo…

– ?Doctor! -me llamo otra vez su madre.

Queria que echase un vistazo a una seccion del enladrillado. Una vieja abrazadera de plomo se habia soltado y le preocupaba que el muro que sostenia pudiera debilitarse… La corriente del momento se desvanecio. Caroline ya se habia dado media vuelta y se alejaba. Me reuni con su madre; miramos sombriamente los ladrillos que sobresalian y las grietas en el mortero, y pronuncie algunas sandeces mas sobre posibles reparaciones.

La senora Ayres comenzo a sentir frio y no tardo en enlazarme del brazo y dejarme que la condujera al interior de la casa, a la salita.

Me dijo que la semana anterior apenas se habia aventurado a salir de su habitacion, tratando de eliminar lo que persistia de su bronquitis. Ahora, sentados los dos, extendio las manos hacia el fuego y se las froto con un alivio evidente para devolverles el calor. Habia adelgazado; los anillos se le movian en los dedos y ella enderezaba las piedras engastadas. Pero dijo, con voz clara:

– ?Es maravilloso volver a caminar de un lado para otro! Habia empezado a verme como el poeta. ?A que poeta me refiero, Caroline?

Caroline se estaba sentando en el sofa.

– No lo se, madre.

– Si lo sabes. Los conoces a todos. La poetisa que era tremendamente timida.

– ?Elizabeth Barrett?

– No, no es ella.

– ?Charlotte Mew?

– ?Cielo santo, cuantas habia! Pero yo me refiero a la americana que paso anos encerrada en su habitacion, mandando notitas y cosas asi.

– Oh, Emily Dickinson, supongo.

– Si, Emily Dickinson. Una poeta algo agotadora, ahora que lo pienso. Con todas esas frases entrecortadas y esos saltos de un tema a otro. ?Que tienen de malo los bonitos versos largos y un ritmo garboso? Cuando yo era nina, doctor Faraday, tenia una institutriz alemana, una tal senorita Elsner. Era una apasionada de Tennyson…

Prosiguio contandonos historias de su infancia. Lamento decir que apenas la escuche. Estaba sentado en la butaca de enfrente, lo que significaba que tenia a Caroline a mi izquierda, en el sofa, lo bastante fuera de mi campo de vision para verla si no hacia un movimiento voluntario con la cabeza. El movimiento se volvio cada vez mas forzado y menos natural; tambien resultaba extrano que en ningun momento me volviese a mirarla. Y aunque en ocasiones nuestras miradas se encontraban y fundian, la mayoria de las veces sus ojos se mostraban cautelosos y su expresion era casi vacua.

– ?Ha bajado esta semana a ver las casas nuevas? -le pregunte, cuando Betty hubo traido el te-. ?Tiene pensado visitar la granja hoy? -anadi, pensando en que podia ofrecerme a llevarla y pasar con ella un rato a solas.

Pero ella contesto con una voz serena que no, que tenia cosas que hacer y que pensaba quedarse en casa durante el resto de la tarde… ?Que mas podia hacer yo, con su madre delante? Una vez que la senora Ayres se volvio hacia un lado, mire a Caroline mas abiertamente, con una especie de encogimiento de hombros y el ceno fruncido, y ella aparto al instante la mirada, como nerviosa. Al momento siguiente vi que bajaba, con aire indiferente, un tapete escoces del respaldo del sofa y tuve un recuerdo brutal y repentino de cuando se habia envuelto con la manta en mi coche y se habia apartado de mi. Oi su voz: «Lo siento. Lo siento, no puedo». Y todo me parecio imposible.

La senora Ayres advirtio finalmente mi distraccion.

– Esta callado hoy, doctor. Espero que no le preocupe algo.

Dije, para disculparme:

– Es solo que he empezado mi jornada temprano. Y todavia tengo que visitar a unos pacientes. Me alegro mucho de verla muy mejorada. Pero ahora… -fingi que consultaba mi reloj- me temo que tengo que irme.

– ?Oh, que lastima!

Me levante. La senora Ayres llamo de nuevo a Betty y le mando que trajera mis cosas. Mientras me ponia el abrigo, Caroline se levanto y pense, con una punzada de aprension y excitacion, que pensaba acompanarme hasta la puerta principal. Pero solo llego hasta la mesa para depositar las tazas del te en la bandeja. Sin embargo, se me aproximo otra vez cuando yo intercambiaba unas palabras de despedida con su madre. Tenia la cabeza gacha, pero vi que miraba con atencion la pechera de mi abrigo. Dijo, discretamente: «Se le esta descosiendo, doctor», y extendio la mano hacia el boton superior, que colgaba de un par de hebras de un deshilachado algodon marron. Como su gesto me pillo desprevenido, di un paso atras, sobresaltado, y las hebras se rompieron; el boton se le quedo en la mano y nos reimos. Paso el pulgar sobre la superficie de piel plisada y acto seguido, con cierta timidez, lo deposito en mi palma extendida.

Me guarde el boton en el bolsillo.

– Es uno de los peligros de ser soltero, me temo -dije, al guardarlo.

Y lo cierto es que no queria decir absolutamente nada con este comentario; habia hecho en Hundreds mil comentarios parecidos. Pero cuando cai en la cuenta de lo que insinuaban mis palabras, senti que la sangre me afluia a la cara. Caroline y yo nos quedamos como petrificados; no me atrevi a mirarla. Fue la mirada de la senora Ayres la que atrajo la mia. Miraba a su hija y me miraba a mi con una expresion levemente interrogante, como si Caroline y yo estuvieramos confabulados en alguna broma que la

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