butaca. Solo una ligera huella de vidriosidad o lejania en ella recordaba la prueba por la que habia pasado, y en gran medida yo atribuia estos efectos al Veronal, que continuaba tomando para ayudarla a dormir por las noches y que yo pensaba que a corto plazo no le haria ningun dano. Yo lamentaba un poco que Caroline estuviera tanto tiempo en casa, haciendo compania a su madre, pues de este modo teniamos incluso menos oportunidades de estar juntos a solas. Pero me alegraba ver que ella tambien estaba menos preocupada, menos nerviosa. Por ejemplo, parecia haberse resignado a la perdida de su hermano desde nuestra visita a la clinica y, para mi gran alivio, no habia vuelto a hablar de espiritus ni de fantasmas.
Tampoco habia ya sucesos misteriosos, ni timbrazos, golpecitos, pisadas e incidentes extranos. La casa seguia «portandose bien», como Caroline habia dicho. Y cuando marzo se aproximaba a su fin y uno tras otro transcurrian los dias sin percances, empece a pensar realmente que la extrana racha de nerviosismo que habia afligido a Hundreds en las ultimas semanas habia alcanzado igual que una fiebre su punto culminante y se habia esfumado.
A finales de mes hubo cambios en el clima. Los cielos se oscurecieron, la temperatura cayo en picado y tuvimos nieve. La nieve era una novedad -en absoluto como las tormentas y las ventiscas del invierno anterior-, aunque representaba una molestia para mi y mis colegas medicos, y hasta con cadenas en las ruedas mi Ruby tenia que luchar con las carreteras. Mi ronda se convirtio en una especie de ordalia, y durante mas de una semana el parque de Hundreds estuvo intransitable y el sendero demasiado traicionero para arriesgarse a tomarlo. Con todo, me las arregle para llegar bastantes veces al Hall, dejando el coche en las verjas del este y recorriendo a pie el resto del camino. Iba sobre todo para ver a Caroline, disgustado por la idea de que alli estuviera aislada del mundo. Tambien iba a comprobar como seguia la senora Ayres. Pero aquellos trayectos me gustaban tambien por si mismos. Al salir del sendero nevado, nunca tenia la primera vislumbre de la casa sin un escalofrio de placer y de reverencial respeto, pues el rojo de sus ladrillos y el verde de su hiedra eran mas intensos y una traceria de hielo dulcificaba todas sus imperfecciones. No se oia el zumbido del generador, el grunido de maquinaria de la granja ni el estrepito de la obra, que habia sido suspendida a causa de la nieve. Solo mis pisadas sigilosas perturbaban el silencio y yo avanzaba casi avergonzado, intentando acallarlas aun mas, como si el lugar estuviera embrujado, como si fuese el castillo de La Bella Durmiente del bosque que recuerdo que Caroline se imaginaba unas semanas antes, y tuviera miedo de romper el hechizo. Hasta el interior de la casa habia sido sutilmente transformado por el clima; la boveda encima del hueco de la escalera estaba ahora translucida por la nieve, lo que acrecentaba la penumbra del vestibulo, y las ventanas dejaban entrar una fria luz reflejada del terreno blanqueado, con lo que las sombras caian de un modo desconcertante.
El mas apacible de aquellos dias presididos por la nieve fue el 6 de abril, un martes. Sali hacia la casa por la tarde, esperando encontrar a Caroline, como de costumbre, sentada con su madre, pero por lo visto era Betty la que aquel dia estaba haciendo compania a la senora Ayres. Separadas por una mesa, jugaban a las damas con piezas de madera astilladas. Una buena lumbre chisporroteaba en la rejilla y la habitacion estaba caliente y el aire enrarecido. Su madre me dijo que Caroline habia ido a la granja; esperaban que volviera al cabo de una hora. ?Me quedaria a esperarla? Me decepciono no verla, y como era el momento tranquilo antes de pasar consulta dije que la esperaria. Betty fue a preparar el te y ocupe su lugar ante el tablero durante un par de partidas.
Pero la senora Ayres tenia la cabeza en otra parte y perdia una pieza tras otra. Y cuando retiramos el tablero para hacer sitio a la bandeja del te, nos quedamos casi callados; no parecia que hubiese mucho que decir. En las ultimas semanas, la senora Ayres habia perdido el gusto por las habladurias del condado. Conte unas pocas historias y ella me escucho educadamente, pero sus respuestas, cuando las hubo, eran distraidas o llegaban con un extrano retraso, como si estuviera aguzando los oidos para captar las palabras de una conversacion mas absorbente en una habitacion contigua. Por fin se agoto mi pequeno acopio de anecdotas. Me levante, fui a la puertaventana y contemple el deslumbrante paisaje. Cuando me volvi hacia la senora Ayres, se estaba frotando el brazo como si tuviera frio.
Al ver que la miraba, dijo:
– ?Me temo que le aburro, doctor Faraday! Disculpeme. Es lo que ocurre cuando pasas tanto tiempo en casa. ?Quiere que salgamos al jardin? Asi saldriamos al encuentro de Caroline.
Me sorprendio la propuesta, pero me alegre de abandonar el aire viciado de la salita. Cogi su ropa de calle, asegurandome de que estaria bien abrigada; me puse el abrigo y el sombrero y salimos por la puerta de la fachada principal. Tuvimos que hacer una pequena pausa para que nuestros ojos se habituaran a la blancura del dia, pero despues ella me enlazo del brazo y emprendimos la marcha, dimos la vuelta a la casa y luego, despacio y ociosamente, cruzamos el cesped del oeste.
La nieve era alli tersa como la espuma, casi sedosa a la vista, pero crujiente y polvorosa bajo los pies. Habia sitios en que estaba marcada por huellas de pajaros caricaturescas, y no tardamos en encontrar rastros mas enjundiosos, de patas que parecian caninas y pezunas de zorros. Los seguimos durante unos minutos; nos llevaron hasta los viejos edificios anexos. Alli el aire de embrujo general era incluso mas acusado, el reloj del establo estaba aun parado en las nueve menos veinte, como en aquella broma macabra de Dickens, todos los arreos estaban en su sitio en el interior del establo y bien pasados los cerrojos en las puertas, aunque lo recubria todo una espesa capa de telaranas y polvo, hasta el punto de que al fisgar dentro casi te esperabas descubrir una hilera de caballos durmiendo como troncos, igualmente cubiertos de telaranas. Al lado de los establos estaba el garaje, con el capo del Rolls-Royce de la familia asomando por la puerta entornada. Mas alla habia una marana de arbustos donde perdimos las huellas de zorro. El paseo nos habia conducido hasta los antiguos huertos y, todavia ociosos, seguimos adelante y pasamos por debajo del arco que habia en la alta tapia de ladrillo para acceder a las parcelas del otro lado.
Caroline me habia llevado el verano anterior a aquellos huertos. Apenas se cultivaban ahora que la vida en la casa habia decaido tanto, y para mi eran la zona mas solitaria y melancolica del parque. Barrett todavia cuidaba con mas o menos empeno un par de arriates, pero otras partes que en otro tiempo debieron de ser preciosas habian sido cavadas por los soldados para plantar verduras durante la guerra, y desde entonces, sin manos que las atendiesen, eran pasto de la incuria. Asomaban zarzas por los tejados sin cristal de los invernaderos. Los senderos de toba estaban infestados de ortigas. Aqui y alli habia grandes tiestos de plomo, platillos gigantes sobre tallos esbeltos, y los platillos se bamboleaban alegremente en los puntos donde el sol de tantos veranos habia combado el plomo.
Pasamos de un espacio tapiado y desalinado al siguiente.
– ?No es una pena? -dijo con voz suave la senora Ayres, parandose de vez en cuando para sacudir un fleco de nieve y examinar la planta que habia debajo, o simplemente para mirar a su alrededor, casi como si quisiera memorizar el entorno-. Mi marido el coronel amaba estos huertos. Estan disenados como una especie de espiral, cada uno mas pequeno que el anterior, y decia que eran como los recovecos de una caracola. A veces era un hombre muy imaginativo.
Seguimos andando y no tardamos en atravesar una estrecha abertura sin verja que daba al huerto mas pequeno de todos, el antiguo jardin de hierbas finas. En su centro habia un reloj de sol colocado en un estanque ornamental. La senora Ayres dijo que creia que en el todavia habia peces, y nos acercamos a mirar. Encontramos el agua helada, pero el hielo era fino, muy flexible, y si lo presionabas se veian burbujas plateadas que corrian por debajo, como las bolas de acero en un rompecabezas infantil. Entonces vimos un destello de color, una flecha de oro en la oscuridad, y la senora Ayres dijo:
– Ahi va uno -dijo complacida, pero sin emocion-. Y ahi otro, ?lo ha visto? Pobres criaturas. ?No estaran asfixiadas? ?No habria que romper el hielo? Caroline lo sabe. Yo no me acuerdo.
Recuperando un conocimiento adquirido en mi epoca de explorador, dije que quiza habria que derretirlo un poco. Me acuclille al borde del estanque, sople dentro de mis manos sin guantes y puse las palmas encima del hielo. La senora Ayres me observaba y luego, remangandose con elegancia las faldas, se agacho a mi lado. El hielo escocia. Cuando me lleve las manos a la boca para calentarlas, las senti entumecidas y casi gomosas. Agite los dedos, haciendo una mueca.
La senora Ayres sonrio.
– Oh, los hombres son como ninos.
Respondi, riendo:
– Eso dicen las mujeres. ?Por que lo dicen?
– Porque es totalmente cierto. Las mujeres estan hechas para el dolor. Si los