Michael Chabon

Chicos prodigiosos

© 1997

Titulo original: Wonder Boys

A Ayelet

Que piensen lo que quieran, pero no pretendia ahogarme. Pretendia nadar hasta que me hundiera, que no es lo mismo.

JOSEPH CONRAD

El autor manifiesta su gratitud

a Mary Evans y Douglas Stumpf,

Tigris y Eufrates de este pequeno imperio.

El primer escritor autentico al que conoci personalmente fue un cuentista que firmo todas sus obras con el seudonimo de August Van Zorn. Vivia en la habitacion del ultimo piso de la torre del Hotel McClelland, propiedad de mi abuela, y ensenaba literatura inglesa en Coxley, una modesta universidad en la otra orilla del insignificante rio Pensilvania que divide en dos nuestra ciudad. Su verdadero nombre era Albert Vetch, y creo que era especialista en Blake; recuerdo que en su habitacion, sobre el descolorido papel de pared aterciopelado, destacaba una reproduccion enmarcada de una de las imagenes de Jehova del genial visionario ingles colgada encima de un perchero de madera que habia pertenecido a mi padre. La mujer del senor Vetch estaba internada en un sanatorio cerca de Erie desde la muerte de sus dos hijos adolescentes en una explosion ocurrida en su jardin trasero varios anos atras, y siempre tuve la impresion de que el escribia, en parte, a fin de ganar el dinero necesario para mantenerla alli. Escribio cientos de relatos de terror, muchos de los cuales aparecieron en revistas de la epoca como Weird Tales, Strange Stories, Black Tower y otras por el estilo. Eran cuentos macabros, a la manera de Lovecraft, [1] ambientados en pequenas y tranquilas ciudades de Pensilvania que, para su desgracia, habian sido fundadas en parajes donde los indios iroqueses practicaron sus torturas rituales o en tiempos remotos dejaron su huella dioses alienigenas sedientos de sangre. Pero estaban escritos con una prosa seca, concisa y, en ocasiones, casi humoristica, cuyos ecos descubri mas tarde en las narraciones de John Collier. [2] Escribia de noche, con estilografica, sentado en una mecedora de madera, con una pesada manta de lana a rayas sobre el regazo y una botella de bourbon encima de la mesa. Cuando estaba inspirado y escribia con fluidez, los chirridos del incesante vaiven de aquella mecedora llegaban hasta el ultimo rincon del adormecido hotel mientras sometia a sus heroes a la horripilante suerte a que los condenaba su fascinacion por lo monstruoso y lo inhumano.

Sin embargo, cuando, en los anos posteriores a la Segunda Guerra Mundial, el mercado de las publicaciones de terror baratas empezo a declinar, los sobres blancos de papel verjurado con fabulosas direcciones de Nueva York dejaron de aparecer regularmente en la bandeja de porcelana irlandesa que habia sobre el piano de mi abuela, y al final desaparecieron por completo. Se que August Van Zorn trato de adaptarse a los nuevos tiempos: cambio la localizacion de sus relatos, optando por las urbanizaciones residenciales que rodean a las grandes ciudades, y potencio el humor, para tratar de vender, sin exito, sus nuevas narraciones, mas moderadas y con un toque de ironia, al Collier's y al Saturday Evening Post. Entonces, cuando yo tenia catorce anos, una edad a la que podia empezar a apreciar el trabajo del hombre insignificante, afable y modesto que habia vivido bajo el mismo techo que mi abuela y yo durante los ultimos doce anos, un lunes por la manana Honoria Vetch se lanzo a la rapida corriente del riachuelo que pasaba junto al sanatorio, atravesaba la ciudad y desembocaba en las amarillentas aguas del Allegheny. Su cuerpo jamas fue encontrado. Al domingo siguiente, al volver de la iglesia, mi abuela me pidio que le subiese la comida al senor Vetch. En circunstancias normales se la hubiera llevado ella misma -siempre decia que era imposible que, estando juntos, el senor Vetch y yo resistiesemos la tentacion de hacernos perder el tiempo mutuamente-, pero estaba enfadada con el porque de todos los ociosos domingos de su vida habia elegido precisamente aquel para no acudir a la iglesia. Asi que mi abuela quito la corteza del pan de un par de emparedados de pollo y los coloco en una bandeja junto con un salero, un melocoton y una biblia, y subi por las escaleras hasta la habitacion de nuestro huesped, al que halle sentado en su mecedora, que todavia se balanceaba lentamente, con un pequeno agujero de rebordes ennegrecidos en la sien derecha. A pesar de su gusto por la literatura de casqueria, y a diferencia de mi padre, que, segun tengo entendido, dejo todo hecho un asco, Albert Vetch acabo sus dias limpiamente, vertiendo una cantidad minima de sangre.

Considero a Albert Vetch el primer escritor autentico al que conoci no porque durante un tiempo lograse vender sus relatos a diversas revistas, sino porque fue el primero aquejado del mal de la medianoche, el primero que permanecia pegado a su mecedora y su fiel botella de bourbon, el primero con la mirada perdida en lontananza, marcada por el insomnio incluso a pleno dia. De hecho, ahora que lo pienso, fue el primer escritor, autentico o no, que se cruzo en mi camino, en una vida que, en conjunto, ha estado un tanto excesivamente cargada de encuentros con representantes de ese gremio quisquilloso y excentrico. Instauro un modelo con arreglo al cual, en tanto que escritor, he vivido desde entonces. Tan solo espero que la existencia que atribuyo al senor Vetch no sea fruto de mi invencion.

La vida y los relatos de August Van Zorn me rondaban la cabeza aquel viernes, mientras me dirigia al aeropuerto para recoger a Terry Crabtree. Me resultaba imposible pensar en el sin recordar aquellos relatos fantasticos, ya que nuestra larga amistad habia comenzado, por asi decirlo, gracias a la oscura existencia de August Van Zorn, gracias al completo y miserable fracaso que habia contribuido a destrozar el alma de un hombre a quien mi abuela solia comparar con un paraguas roto. E incluso, al cabo de veinte anos, nuestra amistad habia acabado pareciendose a una de las pequenas ciudades de los relatos de Van Zorn: era una estructura que habia terminado por sustentarse, sin que hubieramos sido conscientes de ello, sobre una delgadisima membrana de realidad bajo la cual yacia una enorme y adormecida Cosa con un amarillento ojo que empezaba a entreabrir y con el que nos observaba escrutadoramente. Tres meses atras, Crabtree habia sido invitado a participar en el festival literario de aquel ano -yo me las arregle para que asi fuera-, y durante todo ese tiempo, a pesar de que dejo numerosos mensajes para mi, solo hable con el en una ocasion, durante cinco minutos, una tarde de febrero, cuando volvi a casa, ya bastante entonado, de una fiesta en casa de la rectora, para ponerme una corbata y reunirme con mi mujer en otra fiesta que daba su jefe en el Shadyside. Mientras hablaba con Crabtree me fumaba un porro y agarraba el auricular como si fuese una correa de sujecion y yo estuviese en el centro de un interminablemente largo tunel aerodinamico en el que el viento silbara e hiciera que mi cabello revoloteara alrededor de mi rostro y mi corbata ondeara a mi espalda. A pesar de que tuve la vaga impresion de que mi viejo amigo me hablaba con un tono que combinaba la irritacion y la reconvencion, sus palabras pasaron volando junto a mi, como virutas para embalaje, y las salude con la mano mientras se alejaban. Aquel viernes fue una de las pocas ocasiones desde que eramos amigos en que no me entusiasmaba la idea de volver a verlo; incluso diria que esa perspectiva mas bien me horrorizaba.

Recuerdo que aquella tarde les dije a los alumnos de mi curso que se marchasen a casa mas temprano, con el pretexto de la celebracion del festival literario. Al salir del aula todos miraron al pobre James Leer. Recogi las fotocopias anotadas y subrayadas de su ultimo y estrambotico relato, asi como las criticas mecanografiadas de los demas alumnos, guarde todo en la cartera, me puse la chaqueta y, al volverme para salir, vi que el chico seguia sentado al fondo del aula, en el centro del circulo de sillas vacias. Sabia que habria debido decirle algo para consolarlo -sus companeros habian sido tremendamente duros con el, y parecia deseoso de escuchar algun comentario mio-, pero tenia el tiempo justo para llegar al aeropuerto y me cabreaba que se comportara siempre

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