Me miro con el aire tranquilo y la combinacion de malicia y afecto que me eran tan familiares. Antes de que abriese la boca, ya sabia que me iba a preguntar.

– ?Que tal va la novela? -dijo.

Alargue el brazo para coger la maleta de la senorita Sloviak antes de que pasase de largo ante nosotros.

– Muy bien -respondi.

Se referia a mi cuarta novela, o a lo que se suponia que iba a ser mi cuarta novela, Chicos prodigiosos, que le habia prometido a Bartizan hacia mas de cinco anos. Mi tercera novela, El mundo subterraneo, habia ganado un premio PEN y, con sus doce mil ejemplares, habia vendido el doble que las dos anteriores juntas; como consecuencia de ello, Crabtree y sus jefes en Bartizan se habian sentido lo suficientemente optimistas acerca de mi inminente ascenso al status de, como minimo, autor de culto para adelantarme una ridicula suma de dinero a cambio tan solo de una fatua sonrisa del atonito autor, es decir, de mi, y de un titulo inventado sobre la marcha, fruto de una idea que se me habria ocurrido mientras meaba en el urinario de aluminio del lavabo de caballeros del estadio Three Rivers. Por suerte para mi, no tarde en dar con un argumento absolutamente soberbio para una novela -tres hermanos nacen, crecen y mueren en una pequena ciudad embrujada de Pensilvania- y me puse a trabajar en el sin dilacion; desde entonces habla estado puliendolo con diligencia. No tenia problemas de motivacion ni de inspiracion, sino al contrario: ante la maquina de escribir siempre me he mostrado entusiasmado y competente, pues jamas he sufrido eso que llaman «terror a la pagina en blanco», algo en lo que nunca he creido, ademas.

El problema, a decir verdad, era precisamente que me ocurria todo lo contrario. Tenia demasiado material sobre el que escribir: demasiados edificios imponentes y miserables que construir, calles a las que dar un nombre y campanarios que hacer repicar; demasiados personajes que hacer emerger de la tierra como flores cuyos petalos arrancaba de los complejos y fragiles organos interiores; demasiados atroces secretos geneticos y crematisticos que desenterrar, enterrar de nuevo y volver a desenterrar; demasiados divorcios que conceder, herederos que desheredar, citas que concertar, cartas que desviar hacia manos malignas, inocentes criaturas que enviar a la muerte victimas de fiebres reumaticas, mujeres a las que dejar insatisfechas y desesperadas, hombres a los que arrastrar hasta el adulterio y el robo, fuegos que encender en el corazon de viejas mansiones. La novela narraba la historia de una familia y para entonces constaba ya de dos mil seiscientas once paginas, cada una de ellas revisada y reescrita media docena de veces. Y a pesar de los anos que llevaba en ello y de las ingentes cantidades de palabras utilizadas para plasmar los excentricos devaneos de mis personajes, estos todavia no habian llegado a su cenit. Me encontraba todavia lejos del final.

– Ya la he terminado -dije-. Bueno, practicamente la he terminado. Ahora estoy…, ya sabes, dandole pequenos retoques.

– Estupendo. Esperaba poder echarle un vistazo en algun momento durante el fin de semana. ?Oh, creo que alli viene otra! -Senalo una pequena maleta con un estampado rojo a cuadros, tambien cubierta con un envoltorio de plastico, que avanzaba hacia nosotros en la cinta transportadora-. ?Crees que sera posible?

Recogi la segunda maleta -que era mas bien un bolso con forma de achaparrada medialuna y goznes en los costados- y la deposite en el suelo junto a la primera.

– No lo se -respondi-. Mira lo que le paso a Joe Fahey.

– Si, se hizo famoso -dijo Crabtree-. Con su cuarto libro.

John Jose Fahey, otro escritor autentico al que conoci, solo escribio cuatro novelas: Noticias tristes, Melancolico, Aplausos y despedidas y Ocho solidos anos luz de plomo. Joe y yo nos hicimos amigos durante el semestre que pase como profesor invitado, hacia casi doce anos, en una universidad de Tennessee, donde el coordinaba los cursos de escritura creativa. Cuando lo conoci, Joe era un escritor disciplinado, con un admirable talento para la digresion narrativa, que se vanagloriaba de haber heredado de su madre mexicana, y muy escasos habitos malos o ingobernables. Era un tipo extremadamente cortes y a sus treinta y dos anos tenia el cabello cano por completo. Tras el moderado exito de su tercera novela, sus editores le dieron un adelanto de 125.000 dolares para estimularle a que les escribiese la cuarta. Su primera tentativa aborto casi de inmediato. Se lanzo bravamente a una segunda, a la que se dedico durante un par de anos hasta que llego a la conclusion que era una pura mierda y lo dejo correr. La tercera fue rechazada por los editores antes incluso de que Joe la hubiese terminado, porque, segun ellos, resultaba ya demasiado larga y no encajaba en su linea editorial.

Despues de eso, John Jose Fahey cayo en picado y se convirtio en un fracasado irrecuperable. Acabo consiguiendo que lo echasen de aquella universidad de Tennessee, donde era profesor numerario, presentandose borracho en horas lectivas, dirigiendose con imperdonable crueldad a los alumnos menos dotados de sus clases y, en una ocasion, blandiendo desde la tarima una pistola cargada ante sus pupilos con la finalidad de ensenarles a escribir sobre el miedo. Tambien logro ahuyentar a su esposa, que lo abandono de mala gana y se llevo consigo la mitad del fabuloso anticipo. Al cabo de algun tiempo, Joe regreso a su Nevada natal y vivio en una sucesion de moteles. Anos mas tarde, mientras esperaba para cambiar de avion en el aeropuerto de Reno, me tope con el. No iba a ninguna parte; simplemente, se habia dejado caer por alli. Al principio, fingio que no me reconocia. Se habia quedado sordo de un oido y tenia una actitud fria y distante. Sin embargo, despues de unas copas, acabo confesandome que por fin, tras siete tentativas, habia enviado a su editor lo que consideraba el aceptable manuscrito final de una novela. Le pregunte como se sentia con respecto a lo que habia escrito.

– Es aceptable -respondio friamente.

Quise saber si conseguir acabar el libro le habia hecho sentirse muy feliz. Tuve que repetirle la pregunta un par de veces.

– Feliz como un jodido pez en el agua -sentencio.

Despues de aquel encuentro, empece a oir rumores. Oi que poco despues Joe trato de reescribir la septima version, tentativa que abandono cuando su editor, perdida ya la paciencia, le amenazo con emprender acciones legales. Oi que hubo que suprimir pasajes enteros, debido a su vaguedad, su falta de logica y su tono excesivamente amargado. Oi toda clase de comentarios desfavorables. Al final, sin embargo, Ocho solidos anos luz de plomo resulto ser un libro francamente bueno y, gracias a la publicidad adicional que le dio la precoz y absurda muerte de Joe -no se si recuerdan que lo atropello una furgoneta blindada que transportaba la recaudacion de un casino-, se vendio muy bien. Los editores recuperaron con creces su inversion, y todo el mundo coincidio en que era una lastima que Joe Fahey no viviese para poder disfrutar de su exito, aunque nunca he estado seguro de que fuera asi. Ocho solidos anos luz de plomo, por si no han leido la novela, es el espesor de la coraza de ese metal con la que uno deberia revestirse para evitar verse afectado por los neutrinos. Me temo que hay jodidos bichitos de esos por todas partes.

– Vale, de acuerdo, Crabtree -dije-. Te dejare leer…, no se, una docena de paginas, o algo asi.

– ?La docena que yo elija?

– De acuerdo, tu las eliges.

Me rei, pero me barruntaba que doce paginas elegiria: las doce ultimas. Lo cual iba a ser un serio problema, porque, como sabia que Crabtree iba a venir a la ciudad, durante el ultimo mes me habia dedicado a escribir cinco «capitulos finales» distintos, sometiendo a mis pobres personajes a medio perfilar a una amplia gama de desastres biblicos, banos de sangre shakespearianos y pequenos accidentes domesticos, en un desesperado intento por conseguir hacer aterrizar antes de hora el gigantesco y veloz dirigible del cual era el desquiciado comandante. Por tanto, no existian «doce ultimas paginas», sino sesenta, todas disparatadamente precipitadas, azarosas y violentas, el equivalente literario de la catastrofe ocurrida en el aerodromo de Lakehurst, Nueva Jersey, en 1937, en la que ardio el Hindenburg. Le dirigi a Crabtree una sonrisa idiota y la mantuve hasta que se apiado de mi y miro a otro lado.

– Recoge eso -me dijo.

Baje los ojos hacia la cinta transportadora. Envuelta, como las dos maletas, en una gruesa funda de plastico fijada con cinta adhesiva, avanzaba hacia nosotros una extrana caja de cuero negro, del tamano de un cubo de basura, cuya forma respondia a una caprichosa geometria, como si hubiese sido disenada para transportar intacto el corazon de un elefante, con todas sus valvulas y ventriculos.

– Debe de ser una tuba -aventure. Me mordisquee la cara interior de la mejilla y mire a Crabtree con los ojos

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