la medianoche. Por aquel entonces me sentia, simplemente, intimidado por la fama de nuestro profesor, por sus botas de piel de serpiente y por mi convencimiento de que aquel hombre estaba en posesion de los mas reconditos secretos del arte de contar historias. En cada clase se comentaban dos relatos, y en la primera ronda de trabajos me toco entregar el ultimo, justamente despues de Crabtree, quien, segun habia podido constatar, no hacia el mas minimo esfuerzo por anotar los axiomas que llenaban el viciado aire del aula; ademas, nunca intervenia en clase, salvo con algun comentario ocasional, laconico, pero indefectiblemente amable, sobre la banalidad del relato que se estaba comentando en aquel momento. Como es natural, su reserva se interpretaba como signo de arrogancia, y la opinion generalizada, sobre todo cuando lucia su bufanda de cachemir, era que se trataba de un esnob de tomo y lomo. Pero me habia percatado desde un principio de que se mordia las unas, hablaba con un tono de voz bajo e inseguro y se turbaba cada vez que alguien le dirigia la palabra. Siempre estaba en su rincon, embutido en su cenidisimo traje, palido y con aire molesto, como si nuestra compania le incomodase pero su exquisita educacion le impidiese decirlo.

Tenia la sospecha de que Crabtree padecia el mal de la medianoche, pero ?y yo?

Hasta ese momento siempre habia estado convencido de mi talento, pero a medida que pasaban las semanas, y cala sobre nuestras espaldas todo el peso de las inexcusables doctrinas y pesadillas del oficio de escribir -aprender a reconocer que estaba «en juego» en un relato, cuando habia que colocar la mistica aura de la manifestacion de su realidad esencial alrededor de la cabeza de un personaje, la importancia de lo que al profesor le gustaba denominar el «riesgo espiritual» para perfilar adecuadamente a los personajes-, el temor a que la obstinada displicencia de que hacia gala Crabtree tuviera como consecuencia que su trabajo eclipsara al mio hizo que me bloquease y me fuese imposible dar pie con bola. Durante la semana anterior a la entrega de mi relato, me pase las noches en vela ante la maquina de escribir, bebiendo bourbon y tratando de desenmaranar el horrible lio simbolico en que habia acabado por convertir una sencilla historia que me conto mi abuela acerca de un odioso gallo negro que mato a su perro cuando era nina.

A las seis en punto de la manana del dia de la entrega, abandone y decidi dejarme llevar por mi subconsciente. Habia pasado la ultima hora vagando mentalmente por las habitaciones en que habia vivido mi abuela (un ano antes telefonee a casa desde una cabina en algun lugar perdido de Kansas y recibi la noticia de que la mujer que me habia educado acababa de morir de neumonia aquella misma manana), y de pronto, mientras el sabor de azucar quemado del bourbon me llenaba la boca, para mi sorpresa, me vinieron a la memoria Albert Vetch y los cientos de relatos pasto del olvido en que habia plasmado la amargura de su cosmico insomnio. Habia uno de ellos -uno de los mejores-, titulado Hermana de las tinieblas, que recordaba bastante bien. Lo protagonizaba, como no, un arqueologo aficionado que vivia con su hermana invalida y soltera en una vieja casa con torrecillas. Un dia, rebuscando entre los restos de un emplazamiento funerario indio de la zona, encontro un extrano sarcofago que no era de origen indio, vacio y con la efigie medio borrada de una mujer con una siniestra sonrisa. Se lo llevo a casa en plena noche y se obsesiono con el. Mientras lo restauraba, se corto una mano con una navaja y la sangre cayo sobre el sarcofago, que se recalento subitamente y emitio un extrano resplandor; la herida cicatrizo y el sintio una intensa sensacion de bienestar. Despues de un par de experimentos con indefensos animales domesticos a los que hirio y sometio a la misma cura, el protagonista convencio a su hermana para que se tumbara en el sarcofago a fin de sanar sus piernas paralizadas por la poliomielitis. Por razones inexplicables, al menos hasta donde yo podia recordar, la chica se transformo en la encarnacion de Yshtaxta, un sucubo de una lejana galaxia que obligo al heroe a acostarse con el -en el genero que practicaba Van Zorn se permitian algunas escenas subidas de tono, siempre y cuando se abordasen de manera eufemistica y con toques grotescos-, el cual, una vez hubo absorbido toda la fuerza vital del desgraciado arqueologo, se dispuso a hacer lo mismo con el resto de los hombres de la ciudad, o eso era, al menos, lo que siempre imagine, con la vaga esperanza de que algun dia, en las horas de mayor quietud de las noches pensilvanas, apareciese en mi ventana una mujer de tres metros, rodeada de un aura luminosa, con colmillos y ansias de inmortalidad.

Puse manos a la obra y reconstrui el relato lo mejor que pude. Reduje los elementos sobrenaturales y transforme el tema de la indescriptible Cosa venida del mas alla en una extrana psicosis de mi protagonista, que habla en primera persona; magnifique el tema del incesto y le anadi un poco mas de erotismo. Me pase unas seis horas escribiendo febrilmente hasta terminar el relato. Una vez listo, tuve que salir corriendo para ir a clase, y llegue al aula con cinco minutos de retraso. El profesor estaba leyendo el relato de Crabtree en voz alta, su metodo predilecto para «sumergirnos» en la obra. No tarde en percatarme de que lo que estaba escuchando no era un refrito confuso y torpemente faulknerianizado de un oscuro cuento de terror de un escritor desconocido, sino el mismisimo Hermana de las tinieblas, con la transparente, magra y sosa prosa de August Van Zorn. La consternacion que me produjo sentirme atrapado, a punto de ser puesto en evidencia y, sobre todo, superado en lo que consideraba mi ingenioso juego, solo fue igualada por mi sorpresa al percatarme de que no era la unica persona en la Tierra que habia leido los relatos del pobre Albert Vetch. Pero fue en aquel momento, mortificado y presa de un panico creciente a medida que el profesor iba pasando las paginas, cuando senti el primer chispazo de la intensa, aunque no exenta de altibajos, amistad que me ha unido desde entonces a Terry Crabtree.

No abri la boca durante el debate que siguio a la lectura del relato de Van Zorn; nadie parecio apreciarlo excesivamente -eramos demasiado serios para disfrutar de semejante catalogo de fantasmagoricas bufonadas, y demasiado jovenes para captar el trasfondo de afliccion que emanaba de su estilo-, pero nadie se mojo y dio su sincera opinion. Yo era el que iba a pagar el pato. Le entregue mi relato al profesor, y este empezo a leerlo, con su habitual tono plano y seco como las tierras de un rancho, monotono como un desierto. Jamas he sabido con certeza si fue debido a la tediosa manera de leer del profesor, a las laberinticas e indigestas frases sin signos de puntuacion de mi pseudofaulkneriana prosa con las que tenia que lidiar o al rijoso final del cuento, absolutamente carente de misticismo y redactado en diez minutos tras cuarenta y seis horas sin dormir, pero lo cierto es que nadie se percato de que, en esencia, se trataba del mismo relato que habia presentado Crabtree. Al terminar la lectura, el profesor me miro con una expresion a un tiempo triste y benevolente, como si estuviese viendo la magnifica carrera que me esperaba como vendedor de cables electricos. Los que habian sucumbido al sopor recuperaron la compostura y se inicio un breve y poco animado debate, durante el cual el profesor concedio que mi prosa tenia un «innegable vigor». Diez minutos despues bajaba por Bancroft Way de regreso a casa, azorado y decepcionado, pero sin dejarme vencer por el desaliento; a fin de cuentas, el relato no era del todo mio. Me sentia extranamente halagado, casi entusiasmado, al pensar en el innegable vigor de mi prosa, en el torrente de historias capaces de estremecer al mundo que me venian a la cabeza pidiendo ser escritas y en el simple y feliz hecho de que mi falsificacion habia colado sin mayores problemas.

O casi. Al detenerme en la esquina de Dwight senti una palmada en el hombro; me volvi, y alli estaba Crabtree, con sus ojos brillantes y su bufanda roja de cachemir revoloteando agitada por el viento.

– August Van Zorn -dijo, y me tendio la mano.

– August Van Zorn -repeti, y nos dimos un apreton de manos-. ?Es increible!

– Carezco por completo de talento -admitio-. Y tu, ?que excusa tienes?

– La desesperacion. ?Has leido otros cuentos suyos?

– Un monton. Los devoradores de hombres, El caso de Edward Angell, La casa de la calle Polfax… Es estupendo. No puedo creer que hayas oido hablar de el.

– Oye -dije mientras pensaba para mis adentros que mi vinculacion con Albert Vetch no se limitaba a haber oido hablar de el-, ?te apetece tomar una cerveza?

– No bebo -respondio Crabtree-. Pero puedes invitarme a un cafe.

Me apetecia una cerveza, pero, desde luego, en las inmediaciones de la universidad era mucho mas facil conseguir un cafe, asi que entramos en una cafeteria, precisamente en una que habia evitado durante las dos ultimas semanas, ya que la frecuentaba la tierna y perspicaz estudiante de filosofia que me habia rogado con suma dulzura que no siguiera malgastando mi clon. Un par de anos despues, se convirtio en mi esposa durante algun tiempo.

– Hay una mesa debajo de las escaleras, al fondo -dijo Crabtree-. Suelo sentarme alli. No me gusta que me vean.

– ?Por que?

– Prefiero seguir siendo un misterio para mis condiscipulos.

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