cordon. Desnudarla era una temeridad, una especie de acto vandalico, como abrir las jaulas de un 200 repleto de animales o hacer saltar por los aires una presa.

– Me alegro de verte -le susurre en la oreja en el momento en que se hizo a un lado para que Crabtree y la senorita Sloviak pudiesen pasar al recibidor forrado de madera de roble.

Tuve que susurrarselo en un tono bastante alto, porque el chucho, un husky que respondia al nombre de Doctor Dee, se lo pasaba en grande saludando cada una de mis apariciones en la casa, fueran cuales fuesen las circunstancias, con un pasmoso despliegue de salvajes ladridos. Doctor Dee habia quedado ciego de cachorro a causa de una fiebre cerebral, y sus extranos ojos azules tenian una desconcertante tendencia a tropezarse contigo mientras su cabeza apuntaba en otra direccion y pensabas -en mi caso lo deseaba con todas mis fuerzas- que se habia olvidado de ti. Sara siempre echaba la culpa de la hostil recepcion con que me agasajaba a su cerebro debilitado por las fiebres -desde luego, era un perro realmente desquiciado, olfateador obsesivo y aficionado a coleccionar de manera compulsiva todo tipo de palos-, pero el chucho ya era de Walter antes de casarse con ella, lo cual sospecho que algo tendria que ver con sus sentimientos respecto a mi persona.

– ?Calla, Dee! No le haga caso -le dijo Sara a la senorita Sloviak, cuya mano estrecho con un ligero destello de curiosidad cientifica en los ojos-. Terry, es un placer volver a verte. Vas muy elegante.

Sara era una experta en dar la bienvenida a los invitados y parecia encantada de vernos, pero su mirada resultaba ligeramente vaga y habia cierta tension en su tono de voz, por lo que me percate de que algo la preocupaba. Al inclinarse para recibir un beso de Crabtree, dio un traspies y perdio el equilibrio. La agarre por el codo para que no se cayese.

– ?Ten cuidado! -le dije.

Uno de los grandes atractivos de la recepcion inaugural del festival literario era, al menos para mi, la oportunidad que brindaba de contemplar a Sara Gaskell con zapatos de tacon y un vestido.

– Lo siento -dijo mientras se sonrojaba de arriba abajo, hasta la cara interna de sus pecosos brazos-. Son estos malditos zapatos. No se como se las arregla la gente para dar un paso con los pies enfundados en estas cosas.

– Es cuestion de entrenamiento -sentencio la senorita Sloviak.

– Tengo que hablar contigo -le dije a Sara en voz baja-. Ahora.

– ?Que gracioso! -comento, con su habitual tono de chanza. No me miro, pero le dedico una sardonica sonrisa a Crabtree, pues sabia que estaba al corriente de lo nuestro-. Yo tambien tengo que hablar contigo.

– Creo que el tiene mas necesidad -sugirio Crabtree, y le tendio su abrigo y el de la senorita Sloviak.

– Lo dudo -replico Sara. El vestido (una pieza completamente amorfa de rayon negro con escote recto y mangas cortas de encaje) se le subia un poco por detras y se le pegaba a los pantis, de manera que cuando cruzo con sonoros taconazos el recibidor, con los brazos y el cuello desnudos, haciendo equilibrios sobre los tobillos y con el pelo recogido con el relativo desalino que reservaba para las grandes ocasiones, habia una desmanada magnificencia en sus movimientos, una precipitacion inconsciente, que me parecio encantadora. Sara ignoraba por completo que aspecto tenia y que efecto podia provocar en un hombre su cuerpo voluminoso y paquidermico. En equilibrio sobre los modestos cinco centimetros de sus tacones, se desprendia de ella cierto aire de calculada osadia, como ocurre con esos rascacielos, poco corrientes, que se van ensanchando a medida que se alejan del suelo: sesenta y tres pisos acristalados sobre una punta de acero.

– Tripp, ?que le has hecho a este perro? -pregunto Crabtree-. Parece que apartar sus ojos de tu yugular es superior a sus fuerzas.

– Es ciego -le informe-. No puede ver mi yugular.

– Pero apuesto a que sabe perfectamente como dar con ella.

– Oh, vamos, ?basta, Doctor Dee! -dijo Sara-. ?Ya esta bien!

La senorita Sloviak miro con inquietud al perro, que, situado entre Sara y yo, habia adoptado su actitud favorita, inmovil, mostrando la dentadura y lanzando unos ladridos de talante operistico.

– ?Por que le detesta tanto? -quiso saber la senorita Sloviak.

Me encogi de hombros y note que me sonrojaba. No hay nada mas embarazoso que haberse ganado la desaprobacion de un animal perspicaz.

– Le debo algun dinero -respondi.

– Grady, carino -dijo Sara mientras me tendia los abrigos-. ?Puedes dejarlos encima de la cama de la habitacion de invitados?

El tono de su voz dejaba entrever claramente que se trataba de una estratagema.

– No se si sabre dar con ella -me disculpe, aunque me habia revolcado con Sara sobre esa cama en mas de una ocasion.

– Bueno, en ese caso te ensenare el camino -dijo Sara, que por su tono parecia desconcertada.

– Creo que sera lo mejor -dije.

– Entre tanto -dijo Crabtree-, nosotros nos pondremos comodos. ?Os parece bien? Bueno, viejo Doctor, ?como va eso, perrito?

Se arrodillo para acariciar a Doctor Dee, aplasto su frente contra el atormentado semblante del perro y empezo a murmurarle carinosamente secretos editoriales. Doctor Dee dejo de ladrar y se puso a olfatear la melena de Crabtree.

– Terry, ?puedes buscar a mi marido y decirle que encierre a Doctor Dee en el lavadero hasta que acabe la fiesta? Gracias. No te preocupes, lo reconoceras en cuanto lo veas. Tiene los ojos iguales que los de Doctor Dee y es el hombre mas apuesto de la sala. -Era cierto. Walter Gaskell era un prototipico habitante de Manhattan, alto, de cabello cano, cintura ajustada y hombros amplios, con unos ojos azules de los que emanaba esa mirada luminosa y vacia tipica de los alcoholicos rehabilitados-. Un vestido precioso, senorita Sloviak -anadio Sara, que ya habia empezado a subir por las escaleras.

– Es un tio -le dije a Sara mientras subia detras de ella cargado con el monton de abrigos.

En el verano de 1958, en los periodicos de Pittsburgh aparecio la noticia de que Joseph Tedesco, natural de Napoles y ayudante de mantenimiento de las instalaciones deportivas de Forbes Field, habia sido despedido por haber plantado un huerto ilegal en un declive de terreno desocupado situado junto al muro del estadio de beisbol. Era el tercer verano consecutivo que trabajaba alli; anteriormente habia montado una serie de modestas empresas que siempre acababan fracasando, entre ellas un negocio casero de jardineria, un pomar y un semillero. Era un trabajador concienzudo, pero un gestor desastroso, y dos de sus negocios se fueron a pique por el caos que reinaba en los libros de contabilidad. Los restantes los perdio por su aficion a la bebida. Un dia, su bien cuidado pero demasiado exuberante huertecito -con sus tomates, calabacines y judias que se enroscaban alrededor de largos palos-, situado a unos ciento veinticinco metros de la base del bateador, fue descubierto con horror por un agente inmobiliario que estaba tratando de cerrar el trato para la venta de los terrenos del campo de beisbol a la Universidad de Pittsburgh. Al poco tiempo al senor Tedesco no le quedo otro remedio que pasarse el dia sentado en la sala de estar de su casa, en Greenfield, con sus enormes calzoncillos por toda vestimenta, mientras sus antiguos companeros se dedicaban a repintar con tiza las lineas semiborradas y a limpiar a fondo el campo. Entonces la injusticia de que habia sido victima salto a los periodicos, lo que provoco airadas reacciones de la opinion publica y una protesta formal de los sindicatos. Y una semana despues de que estallase el escandalo, el senor Tedesco habia recuperado su trabajo, tras cumplir con su promesa de arrancar sus ilegales verduras y trasplantarlas al jardincito tamano sello de correos de su casa de la avenida Neeb. Unas semanas mas tarde, justo despues del partido de las estrellas, en plena celebracion del octavo cumpleanos del menor de sus hijos, la unica nina, el senor Tedesco, que habia bebido mucho, se atraganto con un trozo de carne mientras se reia a carcajadas de un chiste y murio, rodeado de su esposa, sus hijos, sus dos nietos y sus hileras de judias. Dominada por un extrano carino postumo, su hija lo recordaba como un hombre grandullon, gordo e incompetente; un manoso hiperactivo, lleno de malos habitos, que cometio una especie de suicidio por exceso de glotoneria.

No se hasta que punto recuerdo bien la historia, pero me sirve para ilustrar lo dificil que me resulta explicar por que una mujer tan sensata y tan amiga del orden como Sara Gaskell pudo malgastar siquiera una hora con un hombre como yo. Su madre, a la que habia saludado en un par de ocasiones, era una dama polaca de aspecto robusto, tristona y reservada, que vestia ropa negra, lucia un bigote blanco y trabajaba en una lavanderia. Para sacar adelante a su hija, huerfana de padre, tuvo que utilizar todas las armas a su disposicion a fin de borrar el insustancial legado de fracaso y excesos de Joseph Tedesco y educar a la chica para que fuese siempre a lo

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