considerar con frialdad, resultaban ser meros retazos de mis fantasias paranoides, asi que me habia pasado el dia entero tratando de autoconvencerme de que mi matrimonio no se habia ido definitivamente a pique aquella manana a las seis en punto, mientras roncaba con las piernas desparramadas por la zona recien abandonada de la cama-. Me refiero a que tenia la esperanza de que lo fuesen.

– ?Se siente bien? -pregunto la senorita Sloviak.

– Estupendamente -respondi mientras intentaba averiguar como me sentia en realidad. Lamentaba haber empujado a Emily a abandonarme, no porque pensase que podia haber obrado de otra forma, sino porque ella, durante anos, habla tratado de evitar por todos los medios una situacion que, por motivos que jamas he llegado ni llegare a comprender, le resultaba ofensiva moralmente. Sus padres, que se casaron en 1939, seguian juntos y eran muy felices. Sabia que para ella el divorcio era el primer refugio para los debiles de espiritu y el ultimo para los inutiles sin posible redencion. Me sentia como alguien que ha obligado a una persona honesta a mentir por el, o a una persona ahorradora a dejar una propina desmesurada. Sentia tambien que amaba a Emily, pero de la manera fragmentaria y confusa en que uno ama a la gente cuando va colocado. Cerre los ojos y recorde los movimientos de su falda mientras bailaba una noche en un bar del South Side, al ritmo de Barefootin' que sonaba en una gramola, el angulo que formaba su cuello y el escote de su camison cuando se inclinaba sobre el lavabo para lavarse la cara, el bocadillo de ensalada de atun que me ofrecio una tarde ventosa mientras, sentados en una mesa de picnic en Lucia, California, tratabamos de atisbar el paso migratorio de las ballenas…, y senti que amaba a Emily en la medida en que amaba todas esas cosas -de una manera que estaba mas alla de la razon y con tal anhelo que sentia la necesidad de inclinar la cabeza-, pero era un amor que se parecia demasiado a la nostalgia. Incline la cabeza.

– Grady, ?que ha sucedido? -quiso saber Crabtree, que se echo hacia adelante hasta apoyar el menton sobre el respaldo de mi asiento. Senti el roce de su melena en mi cuello. Me llego el tenue olor a Cristalle que se le habia pegado, y el doble recuerdo de Emily y Sara que reavivo en mi ese aroma me resulto tremendamente doloroso-. ?Que le has hecho?

– Le he roto el corazon -respondi-. Creo que descubrio mi lio con Sara.

– ?Como?

– No lo se -dije. Desde que, hacia ya varios dias, almorzo en el Ali Baba con su hermana Deborah, que trabajaba de ayudante de investigacion en el Departamento de Bellas Artes de la Universidad de Pittsburgh, le habia notado cierto aire ausente. Deborah debia de haber oido algun cotilleo en la universidad y, como buena hermana, se lo habia contado a Emily-. Supongo que no fuimos todo lo discretos que convenia.

– ?Sara? -intervino la senorita Sloviak-. ?La cena no es en su casa?

– Exacto -respondi-. Alli es.

Era basicamente una formalidad, una primera toma de contacto de los invitados al festival literario del fin de semana, destinada a hacer las oportunas presentaciones antes de que la cosa se pusiese en marcha y todo el mundo tuviera que ir corriendo de un lado para otro. Como se celebraba por la tarde, consistia en un bufe y los invitados tenian que mantener los platos en equilibrio sobre las rodillas; hacia las ocho menos cuarto, cuando tras la informal cena y gracias al alcohol la gente empezaba a confraternizar, llegaba el momento de dirigirse al auditorio del Thaw Hall para la conferencia del viernes por la noche, que daria uno de los dos invitados mas ilustres de aquel ano. Desde hacia ya once anos, la universidad, bajo la batuta del marido de Sara Gaskell, Walter, director del Departamento de Ingles, cobraba a los aspirantes a escritor varios cientos de dolares a cambio del privilegio de recibir los sabios consejos de un panel formado por escritores mas o menos conocidos, agentes literarios, editores y una variopinta fauna de personajes neoyorquinos dotados de una sorprendente aficion al alcohol y a los chismorreos. Los conferenciantes se alojaban en los dormitorios de la universidad, vacios durante las vacaciones de primavera, y eran guiados, como si de pasajeros de un crucero se tratara, a traves de un apretado programa que incluia demostraciones varias de chispeante agudeza aplicada a la critica literaria, charlas de autosuperacion y lecciones sobre el blablabla del mundo editorial neoyorquino. De hecho, es lo mismo que se ensena en todo el pais, y conste que no tengo nada en contra de ello, como tampoco lo tengo por lo que respecta a esa practica consistente en llenar de americanos horribles una replica flotante de Las Vegas y pasearlos por una docena de puertos turisticos visitados a una velocidad de treinta nudos. Por regla general, entre los invitados suelo encontrar a uno o dos amigos, y en una ocasion, hace muchos anos, conoci a un chico de Moon Township que habia escrito un relato tan extraordinariamente bueno que le habia bastado para firmar un contrato con mi agente por una novela de la que todavia no habia escrito ni una linea, novela que una vez terminada se publico con gran exito, se adapto al cine y agoto varias ediciones; en esa epoca iba mas o menos por la pagina trescientos de Chicos prodigiosos.

Como lo del festival literario era un invento de Walter Gaskell, la fiesta de apertura se celebraba siempre en su casa, un peculiar edificio de ladrillo, de estilo Tudor y con forma de sombrero de bruja, situado lejos de la calle en un frondoso paraje de Point Breeze, en un terreno que, segun me comento en una ocasion Sara, habia sido propiedad de H. J. Heinz, el «rey del ketchup». A lo largo de la acera se veian restos de una vieja y maciza verja de hierro forjado, y en el jardin de los Gaskell, detras del invernadero de Sara, asomaban un par de railes oxidados, semienterrados entre la hierba, unicos vestigios de un trenecito con el que se habia entretenido de nino algun heredero ya fallecido de Heinz. La casa resultaba demasiado grande para los Gaskell, que, al igual que Emily y yo, no tenian hijos. Y estaba repleta, desde el sotano hasta el desvan, de objetos de la coleccion de recuerdos relacionados con el beisbol de Walter Gaskell, de modo que en las raras ocasiones en que me reunia alli con Sara a solas, nunca lo estabamos realmente: los amplios y oscuros espacios de la casa estaban llenos de la presencia de su marido y de los fantasmas de jugadores y magnates muertos. Walter Gaskell me caia simpatico, y jamas logre echarme en su cama sin sentir que una aspera hebra de verguenza atravesaba la iridiscente seda de mi deseo por su mujer.

En cualquier caso, no voy a pretender convencer a nadie de que nunca tuve intencion de liarme con Sara Gaskell. Soy tan enamoradizo, y siento un desprecio tan absoluto por las consecuencias de mis actos, que desde el mismo momento en que empiezo una relacion matrimonial me convierto, casi por definicion, en adultero. He pasado por tres matrimonios, y en todos ellos he sido, clara e incontrovertiblemente, el responsable de su disolucion. Me propuse liarme con Sara Gaskell desde el mismo momento en que la vi por primera vez, liarme con sus delicados dedos, con el minucioso montaje de peinetas y pasadores gracias al cual su cabello rojizo no le llegaba hasta las caderas, con su conversacion que fluia por innavegables recovecos entre orillas opuestas de ternura y mordaz ironia, con el humo de sus interminables cigarrillos. Soliamos vernos en un apartamento situado en East Oakland, propiedad de la universidad; Sara Gaskell era la rectora, y la conoci el dia de mi llegada a la universidad. Lo nuestro habia empezado hacia ya casi cinco anos, sin otra evolucion visible que la que va del nervioso forcejeo con la llave en una cerradura que no nos resulta familiar a la instalacion en el apartamento de television por cable para pasar las tardes de los miercoles metidos en la cama, en ropa interior, viendo viejas peliculas. Ninguno de los dos tenia el mas minimo interes en dejar a su respectivo consorte, ni en hacer nada que pudiese quebrar el sosiego de lo que ya era un viejo amor, tranquilo y estable.

– ?Es guapa? -susurro la senorita Sloviak mientras subiamos por los escalones enlosados de la entrada de la casa de los Gaskell. Me dio un golpecito en el estomago, con un gesto que imitaba a la perfeccion la actitud condescendiente, pero en el fondo amable, de una mujer despampanante para con un hombre de escaso atractivo.

Se suponia que debia responder algo asi como: «Para mi, desde luego, lo es», pero, en lugar de eso, dije:

– No tanto como usted.

Lo cierto es que Sara tampoco era mas guapa que Emily, y carecia de su porte elegante y su coqueteria. Era una mujer grande -alta, tetuda y con un gran trasero- y, como les ocurre a muchas pelirrojas, su belleza variaba segun las circunstancias y resultaba inclasificable. Tenia las mejillas y la frente repletas de pecas, y la nariz, si bien de perfil resultaba coqueta y respingona, vista frontalmente parecia bulbosa. A los doce anos ya habia alcanzado la estatura y la constitucion corporal que la caracterizaban, y creo que a causa de ese trauma -y de las exigencias de su status profesional- su vestuario habitual consistia de manera practicamente exclusiva en pantis, blusas blancas de algodon y nichos trajes sastre de tweed de una gama cromatica que iba del marron claro al oscuro. Llevaba su maravillosa cabellera aprisionada entre un autentico andamiaje de horquillas; por todo maquillaje, un toque cobrizo en los labios, y aparte del anillo de bodas, el unico ornamento que lucia habitualmente eran unas gafas de leer con cristales en forma de medialuna colgadas del cuello con un largo

Вы читаете Chicos prodigiosos
Добавить отзыв
ВСЕ ОТЗЫВЫ О КНИГЕ В ИЗБРАННОЕ

0

Вы можете отметить интересные вам фрагменты текста, которые будут доступны по уникальной ссылке в адресной строке браузера.

Отметить Добавить цитату