entrecerrados-. ?No crees?
– Supongo que si -dijo Crabtree-. Tambien esta envuelta en plastico.
La recogi de la cinta transportadora -resulto ser mas pesada de lo que parecia-, la coloque junto a las dos maletas y nos volvimos hacia donde estaba el lavabo de senoras, a la espera de que la senorita Sloviak se reuniese con nosotros. Pasados varios minutos sin que hiciera acto de presencia, decidimos alquilar un carrito. Le pedi un dolar a Crabtree y, tras un breve toma y daca con el distribuidor automatico de carritos, cargamos en el las maletas y lo empujamos sobre la moqueta hacia el lavabo de senoras.
– ?Senorita Sloviak? -la llamo Crabtree a la vez que golpeaba caballerosamente con los nudillos en la puerta de los servicios.
– Ahora mismo salgo -respondio ella.
– Probablemente, esta volviendo a sujetar con velcro la cinta de plastico con que se echa el pito hacia abajo para que no se le note -comente.
– ?Tripp! -dijo Crabtree. Me miro a los ojos y aguanto la mirada tanto como le permitio el agitado estado de sus receptores de placer-. ?De verdad que la tienes practicamente terminada?
– Claro -respondi-. Por supuesto que si, Crabtree. ?Sigues dispuesto a ser mi editor?
– Claro -dijo. Dejo de mirarme y se volvio para contemplar el menguante desfile de maletas en la cinta transportadora-. Todo saldra bien, ya lo veras.
En ese momento la senorita Sloviak salio del lavabo de senoras, con el peinado recompuesto, un toque de color en las mejillas, los parpados sombreados con un tono verde claro y oliendo a lo que reconoci como Cristalle, el perfume que usaban tanto mi mujer, Emily, como mi amante, Sara Gaskell. No resulto una sorpresa muy agradable, como pueden imaginarse. La senorita Sloviak echo un vistazo al equipaje en el carrito, miro a Crabtree y en sus labios pintados se dibujo una amplia y casi intolerablemente coqueta sonrisa que dejo al descubierto su dentadura.
– Digame, senor Crabtree -dijo con una estimable imitacion de Mae West-. ?Eso que asoma ahi, en el carrito, es una tuba, o simplemente es que se alegra usted de verme?
Al mirar a Crabtree descubri, para mi sorpresa, que se habia puesto colorado como un tomate. Hacia mucho tiempo que no le veia reaccionar asi.
Crabtree y yo nos conocimos en la universidad, un lugar en el que no esperaba conocer a nadie. Despues de graduarme en el instituto, hice lo imposible por evitar ir a la universidad, especialmente a Coxley, que me habia ofrecido una beca anual y una plaza de alero en el equipo titular. En esa epoca era, y sigo siendolo, un tio alto - metro noventa- y fuerte; ahora estoy gordo, algo a lo que he tenido que resignarme. Pero aunque por aquel entonces me movia por el campo con la gracia de un cetaceo en pleno oceano, como lucia unas gafas cuadrangulares de montura negra y los zapatos de charol, pantalones de sarga y discretos chalecos con cuello de pico que mi abuela me obligaba a llevar, hacian falta grandes dosis de imaginacion y optimismo para creer que cuatro anos de estudios gratuitos podrian convertirme en una estrella del futbol americano. En cualquier caso, no tenia la menor intencion de jugar para Coxley -ni para nadie-, asi que un buen dia de finales de junio de 1968 le deje a mi pobre abuela una nota bastante pomposa y dije adios a las sombrias colinas, pequenas ciudades y casas con retorcidos pinaculos del oeste de Pensilvania que tanto habian obsesionado a August Van Zorn. Y no volvi a aparecer por alli hasta veinticinco anos despues.
Omitire muchas de las cosas que siguieron a mi cobarde huida de casa. Dire, simplemente, que el ano anterior habia leido a Kerouac y me veia a mi mismo como una mezcla de proscrito, poeta y pionero, una especie de John C. Fremont [4] cargado con toda la sabiduria del zen, una buena dosis de anfetas y un bloc de papel pautado y tapas jaspeadas, de esos que valen cuatro cuartos, en el bolsillo trasero de los vaqueros. Creo que todavia me veo de esa manera, aunque no soy el mas indicado para opinar sobre mi. En cualquier caso, segui las pautas escrupulosamente: hice autoestop, viaje clandestinamente en los trenes de mercancias que cruzan el pais, baile con chicas de pequenas ciudades de provincias en las fiestas locales, trabaje como jornalero, peon y camarero, vi desfilar ante mis ojos el aspero paisaje americano tumbado en un vagon de mercancias y bebiendo vino barato; y aunque no lo hiciera, muy bien podria haberlo hecho. Trabaje parte de un verano en un infernal parque de atracciones en la ciudad de Texarkana, interpretando al incordiante payaso que provoca a los transeuntes llamandolos pichacortas para que intenten hacerlo caer en un tanque de agua. Y me pegaron un tiro en la mano izquierda en un bar en las afueras de La Crosse, Wisconsin. Utilice todo este material en mi primera novela,
Terry Crabtree y yo nos conocimos al principio de nuestro penultimo ano de carrera, cuando aterrizamos en la misma clase de narrativa breve, un curso introductorio en el que yo habia intentado ser admitido un semestre tras otro. Crabtree se habia apuntado por un impulso subito y fue admitido gracias a un cuento escrito en el instituto, que narraba el encuentro en un balneario entre un envejecido Sherlock Holmes y un joven Adolf Hitler que habia viajado de Viena a Carlsbad para robarles sus joyas a viejas damas invalidas. Era, sin duda, un pastiche notable, y mas siendo obra de un chico de quince anos. El problema era que se trataba de una pieza unica. Crabtree no habia escrito nada mas desde entonces, ni una sola linea. En el relato aparecian detalles sexuales sumamente peculiares, tambien detectables -todo hay que decirlo- en su autor. En esa epoca Crabtree era un chico arisco y delicado, con un rostro que era todo frente y dentadura, cuya extrema timidez le llevaba a sentarse siempre al fondo del aula. Vestia un traje muy cenido y corbata, pasadisimos de moda, y una bufanda de cachemir roja que, cuando apretaba el frio, se anudaba al cuello bajo las solapas levantadas de la americana. Yo, por mi parte, me sentaba en mi esquina, con mi incipiente barba y mis gafas redondas de montura metalica, y anotaba meticulosamente todo lo que decia el profesor.
Este era otro autentico escritor, un delgado y apuesto vaquero, descendiente de una antigua familia de rancheros del Gran Valle Central de California; era devoto de Faulkner y en su juventud habia publicado una voluminosa y controvertida novela que fue llevada al cine con Robert Mitchum y Mercedes McCambridge como protagonistas. Era dado al epigrama, y yo llene un cuaderno entero, que posteriormente perdi, con sus gnomicas declaraciones, que cada noche me aprendia de memoria; una facultad que con el tiempo tambien acabe perdiendo. Juro, aunque no puedo aportar las pruebas pertinentes, que una de sus sentencias decia: «Al final de cada relato, el lector debe tener la sensacion de que el viento ha barrido las nubes y ha aparecido por fin la luna.» Tenia maneras aristocraticas, lucia botas de piel de serpiente y conducia un Jaguar modelo E, pero tenia la dentadura hecha un desastre, llevaba la bragueta siempre abierta y su vida familiar era un bastante divulgado farrago de procesos judiciales, lesiones fortuitas y estancias en clinicas privadas. Parecia, al igual que Albert Vetch, estar al mismo tiempo dotado de poderes paranormales y en Babia: era una de esas personas que de pronto son capaces de adivinar, con una exactitud que te deja pasmado, los mas intimos pesares de tu corazon y un instante despues dan media vuelta y, mientras se despiden de ti agitando alegremente la mano, se parten la cara contra una puerta cristalera cerrada y necesitan veintidos puntos de sutura en la mejilla.
Fue siendo alumno de ese hombre cuando empece a preguntarme si los literatos no sufren alguna variedad de desequilibrio mental, desequilibrio que, pensando en el trepidante balanceo nocturno de Albert Vetch, he denominado el mal de la medianoche. Este mal es un insomnio de origen emocional: el paciente se siente en todo momento -aunque escriba al amanecer o a media tarde- como si estuviese echado en un asfixiante dormitorio, con la ventana abierta de par en par, mirando un cielo lleno de estrellas y aviones y escuchando el golpeteo de un postigo, el paso de una ambulancia, el zumbido de una mosca atrapada en una botella vacia, mientras todo el vecindario duerme a pierna suelta. Ese es el motivo por el cual, en mi opinion, los escritores -al igual que quienes padecen insomnio- son tan propensos a sufrir accidentes, se sienten obsesivamente corroidos por el cancer de la mala suerte y las oportunidades perdidas, tienen tanta predisposicion a darle mil vueltas a todo y son incapaces de dejar de pensar en algo que les ronde por la cabeza por mucho que se les inste a ello.
Pero a estas conclusiones llegue mucho mas tarde, despues de largos anos de verme afectado por el mal de