El comisario sostuvo la puerta abierta para que entrara Carraro y lo siguio a la sala. El hombre se abrochaba la camisa sobre el ancho torax sentado en el borde de la mesa de reconocimiento, con sus largas piernas colgando.

En silencio, Carraro fue a una vitrina de un extremo de la sala, la abrio y saco una jeringuilla. Luego se inclino y rebusco ruidosamente entre cajas de medicinas hasta encontrar la que queria. Saco de ella una pequena ampolla con tapon de caucho y volvio a su escritorio. Alli se calzo cuidadosamente unos guantes nuevos, abrio el envase de plastico, saco la jeringuilla y clavo la aguja en el tapon de caucho del frasquito. Extrajo todo el liquido con la jeringuilla y se volvio hacia el hombre, que ya se habia metido los faldones de la camisa en el pantalon y se habia subido una manga.

Brunetti lo vio extender el brazo hacia el medico, volver la cara y cerrar los ojos con fuerza, como hacen los ninos cuando los vacunan. Carraro puso la jeringuilla en la mesa, al lado del hombre, le tomo el brazo y le subio la manga por encima del biceps. Clavo la aguja en el musculo con mas fuerza de la necesaria e introdujo el liquido. Saco la aguja y levanto el brazo del hombre bruscamente, para impedir que sangrara y volvio a la mesa.

– Gracias, dottore -dijo el hombre-. ?Es la cura?

Como Carraro no parecia dispuesto a hablar, Brunetti dijo:

– Si. Ya no debe preocuparse por nada.

– No me ha dolido. No mucho -dijo el hombre mirando a Brunetti-. ?Hemos de irnos ya?

Brunetti asintio. El hombre bajo el brazo y miro el pinchazo. Sangraba.

– Me parece que su paciente necesita una venda, dottore -dijo Brunetti, aunque sabia que Carraro no haria nada. El medico se quito los guantes y los arrojo hacia la mesa, sin que pareciera importarle que fueran a parar al suelo, bastante lejos del objetivo. Brunetti fue a la vitrina y miro las cajas del estante superior. En una habia apositos adhesivos. Saco uno y fue hacia el hombre. Abrio la bolsa de papel esteril e iba a ponerlo en el brazo del hombre cuando este lo detuvo con un gesto de la otra mano.

– Deje que lo haga yo, signore. Quiza no este curado todavia. -Tomo la tira y, torpemente, con la mano izquierda, se la puso en la herida alisando los extremos para fijarlos a la piel. Se bajo la manga, se puso en pie y se inclino a recoger el jersey.

Al llegar a la puerta de la sala, el hombre se detuvo y miro a Brunetti desde su superior estatura:

– Seria terrible si yo pillara eso, ?comprende? -dijo-. Seria terrible para la familia. -Asintio en muda confirmacion de sus palabras y se hizo a un lado dejando paso a Brunetti. A su espalda, Carraro cerro violentamente la puerta del armario de las medicinas, pero el mobiliario que se fabrica para el gobierno es robusto y no se rompio el cristal.

En el corredor principal estaban los dos agentes uniformados que Brunetti habia pedido y en el embarcadero esperaba la lancha de la policia, con el taciturno Bonsuan al timon. Salieron por la puerta lateral y recorrieron los pocos metros que la separaban de la lancha amarrada. El hombre llevaba la cabeza inclinada y los hombros encogidos en la actitud que habia adoptado al ver los uniformes.

Caminaba pesadamente con paso desigual, desprovisto de toda fluidez de movimiento, como si hubiera interferencias en la linea que conectaba el cerebro a los pies. Cuando estuvo en la lancha, con un agente a cada lado, el hombre se volvio hacia Brunetti y pregunto:

– ?Puedo sentarme abajo, signore?

Brunetti senalo los cuatro peldanos que arrancaban de la cubierta y el hombre los bajo y se sento en una de las banquetas tapizadas que discurrian a uno y otro lado de la cabina. Puso las manos entre las rodillas y se quedo cabizbajo, mirando al suelo.

Cuando llegaron al muelle de la questura, los agentes saltaron a tierra y amarraron la lancha, y Brunetti grito desde lo alto de la escalera.

– Ya hemos llegado.

El hombre alzo la cabeza y se puso en pie.

Durante el viaje, Brunetti se habia planteado llevar al hombre a su despacho para, interrogarlo, pero luego decidio que una de las feas salas de interrogatorios, sin ventanas, con las paredes deterioradas y una luz cruda, seria un lugar mas apropiado para lo que tenia que hacer.

Precedidos por los agentes, subieron al primer piso y avanzaron por el corredor hasta la tercera puerta de la derecha. Brunetti la abrio y la sostuvo mientras entraba el hombre que paso ante el en silencio, se paro y se volvio a mirarlo. Brunetti le senalo una de las sillas que habia alrededor de una castigada mesa.

El hombre se sento, Brunetti cerro la puerta y se instalo al otro lado de la mesa.

– Me llamo Guido Brunetti. Soy comisario de policia -dijo-. En esta habitacion hay un microfono por el que se grabara todo lo que digamos. -Dio la fecha y la hora y miro al hombre-: Lo he traido aqui para interrogarlo acerca de tres muertes: la muerte de un joven llamado Franco Rossi, la muerte de otro joven llamado Gino Zecchino y la muerte de una joven cuyo nombre no conocemos aun. Dos de ellos murieron en el interior o en las inmediaciones de un edificio situado cerca de Angelo Raffaele y el otro murio a consecuencia de una caida desde ese mismo edificio. -Aqui callo un momento y prosiguio-: Antes de seguir adelante, debo pedirle que me diga su nombre y me presente un documento de identidad. -En vista de que el hombre no respondia, insistio-: ?Me dice usted como se llama, signore?

El detenido levanto la mirada y pregunto con infinita tristeza:

– ?Es necesario?

Brunetti dijo con resignacion:

– Me temo que si.

El hombre bajo la cabeza y contemplo la mesa.

– Ella se enfadara -susurro. Miro a Brunetti y, sin alzar la voz, dijo-: Giovanni Dolfin.

24

Brunetti buscaba algun parecido entre aquel giganton torpe y la mujer flaquita y encorvada que habia visto en la oficina de Dal Carlo. Al no encontrarlo, no se atrevio a preguntar que parentesco tenian, ya que sabia que valia mas dejar hablar al hombre mientras el desempenaba el papel del que ya esta al cabo de la calle de todo lo que pueda decirse y solo desea hacer preguntas sobre cuestiones secundarias y detalles cronologicos.

Se hizo el silencio. Brunetti dejo que se dilatara hasta que la habitacion se lleno de el. Solo la respiracion fatigosa de Dolfin lo turbaba.

Finalmente, este miro a Brunetti con gesto dolorido:

– Soy conde, ?comprende? Nosotros somos los ultimos, ya no hay nadie mas, porque Loredana… en fin, no se ha casado y… -Miro otra vez la mesa, que seguia negandose a decirle como explicar esas cosas. Suspiro y volvio a empezar-: Yo no me casare. A mi no me interesan todas esas… todas esas cosas -dijo haciendo un vago ademan para rechazar «todas esas cosas»-. Asi que nosotros somos los ultimos y por eso es importante defender el nombre y el honor de la familia. -Mirando a Brunetti fijamente pregunto-: ?Usted lo comprende?

El comisario no tenia ni idea de lo que podia significar «honor» para aquel hombre ni para quien presumiera de ochocientos anos de abolengo.

– Todos hemos de vivir con honor -fue lo unico que se le ocurrio decir.

Dolfin asintio varias veces.

– Eso es lo que me dice Loredana. Es lo que me ha dicho siempre. Dice ella que no importa que no seamos ricos, que no importa nada. Pero tenemos el apellido. -Hablaba con el enfasis que suele poner la gente al repetir frases e ideas que en realidad no comprende, cuando la conviccion toma el lugar de la razon. Ahora parecia que en el cerebro de Dolfin se habia disparado un mecanismo, porque volvio a bajar la cabeza y empezo a recitar la historia de su famoso antepasado, el dux Giovanni Dolfin. Brunetti lo escuchaba extranamente reconfortado por el sonido, que le hacia volver a la epoca de su ninez, en la que las vecinas iban a rezar el rosario a su casa, y el se dejaba arrullar por el suave murmullo de las oraciones repetidas. Estuvo rememorando aquellos lejanos susurros hasta que oyo decir a Dolfin:

– … de la peste, en 1361.

Entonces Dolfin levanto la mirada y Brunetti asintio en senal de aprobacion.

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