no hacia nada, no movia los objetos de encima de la mesa ni juntaba las manos. Solo la miraba con expresion neutra.
Al fin ella pregunto:
– ?Que van a hacer?
– Acaba usted de decirlo,
Siguieron sentados como dos estatuas sepulcrales, hasta que ella no pudo resistir mas:
– No me referia a eso. -Desvio la mirada hacia la ventana y volvio a fijarla en Brunetti-: No a mi hermano. Quiero saber que van a hacerle a el. -Por primera vez, Brunetti vio emocion en su cara.
Brunetti no tenia intencion de jugar con ella, por lo que no fingio confusion.
– ?Habla de Dal Carlo? -pregunto, omitiendo todo tratamiento.
Brunetti sopeso todos los factores, sin olvidar el de lo que podia ocurrirle a su propio apartamento si en el Ufficio Cataste se imponia la legalidad rigurosa.
– Pienso echarlo a los lobos -dijo Brunetti con fruicion.
Ella abrio mucho los ojos con asombro.
– ?Que quiere decir?
– Le mandare la Guardia di Finanza. Estaran encantados de ver sus estados de cuentas, los apartamentos que posee, las inversiones de su esposa… -dijo esta palabra con enfasis-. Y una vez ellos empiecen a preguntar y a ofrecer inmunidad a todo el que le haya ofrecido un soborno, le va a caer encima una avalancha que lo sepultara.
– Perdera el puesto -dijo ella.
– Lo perdera todo -rectifico Brunetti, obligandose a esbozar una sonrisita helada.
Ella, consternada por tanto encono, lo miraba boquiabierta.
– ?Quiere oir mas? -pregunto el, fuera de si al comprender que, por mas que le hicieran a Dal Carlo, ni a ella ni a su hermano podrian tocarlos. Los Volpato seguirian siendo los buitres de
Consciente de que ella no tenia responsabilidad alguna por eso ultimo, pero deseoso de hacerselo pagar de todos modos, Brunetti prosiguio:
– Los periodicos haran sus deducciones: La muerte de Rossi, un sospechoso con senales de la mordedura de la muchacha asesinada, indultado por incapacidad mental y la posible implicacion de la secretaria de Dal Carlo, una mujer madura, una
– Usted no puede hacer eso -dijo ella con una voz que se alzo, descontrolada.
– Yo no hare nada,
Ella movio la cabeza negativamente, con la boca abierta. Si la hubiera abofeteado, lo hubiera soportado mejor.
– Pero no pueden hacer eso. Soy una Dolfin.
Brunetti, asombrado, no pudo por menos de echarse a reir. Apoyo la cabeza en el respaldo del sillon y se permitio el desahogo de una carcajada subita y brutal.
– Ya se, ya se -dijo, controlando la voz con dificultad entre accesos de hilaridad-. Usted es una Dolfin, y los Dolfin no hacen las cosas por dinero.
Ella se puso en pie, con una cara tan roja y atormentada que lo sereno instantaneamente. Asiendo el bolso con dedos agarrotados, dijo:
– Yo lo hice por amor.
– Pues que Dios la asista -dijo Brunetti alargando la mano hacia el telefono.
Donna Leon