hablo mas del caso.

– ?Y que desea que busque, comisario?

– No lo se con exactitud -respondio Brunetti-. Cualquier indicio de lo que pudiera ocurrir, quien era la muchacha, por que el caso desaparecio de los periodicos. Todo lo que encuentre.

Parecio que le llevaba mucho tiempo hacer la anotacion; el aguardaba a que terminara. Todavia con el boligrafo en la mano, ella dijo:

– Si no se presento denuncia, no es probable que tengamos algo aqui, ?verdad?

– No; pero quiza encuentre alguna referencia del parte original.

– ?Y si no?

Brunetti estaba sorprendido: normalmente, ella no manifestaba tantas dudas ante una investigacion.

– Quiza en los periodicos. Una vez sepa la fecha, claro -dijo.

– Mirare en su carpeta de Personal, para ver cuando estuvo en Londres, comisario. -Ella levanto la mirada del bloc, con la cara serena.

– Si, claro -dijo el sin conviccion-. Estare en mi despacho.

Mientras subia la escalera, Brunetti pensaba en lo que habia dicho Paola acerca de los militares, tratando de descubrir por que el no podia decidirse a condenarlos tan rotundamente. Sabia que en parte era a causa de su propia experiencia en el ejercito, por breve que hubiera sido, y por el buen recuerdo que guardaba de aquel periodo de franca camaraderia. Quiza no fuera nada mas elevado que el espiritu de la partida, reunida en torno a la presa, comentando las incidencias de la caceria, mientras la grasa chisporrotea en el fuego. Pero, si no le enganaba la memoria, su lealtad era para con sus camaradas inmediatos, no para un ideal abstracto de cuerpo o regimiento.

En sus lecturas de relatos historicos, Brunetti habia encontrado muchos ejemplos de soldados que morian defendiendo con orgullo la bandera del regimiento o realizando gestas heroicas para salvar el supuesto honor del grupo, pero esos actos siempre le parecian una manera un poco estupida de malgastar la vida. Desde luego, al leer la narracion de los hechos en si y hasta el texto de las honras militares que se tributaban a los valientes, casi siempre, a titulo postumo, Brunetti sentia que se le ensanchaba el corazon ante la nobleza de su conducta, pero, en el fondo, el pragmatico sentido comun entonaba su antifona, para recordarle que unos muchachos habian sacrificado la vida para defender lo que no era mas que un trozo de tela. Intrepidos, si, y valientes, pero tambien insensatos hasta la idiotez.

Encontro la mesa cubierta de informes de todas clases, detritus de varios dias de falta de atencion. Envolviendose en el sentido del deber, Brunetti dedico las dos horas siguientes a una ocupacion tan futil como cualquiera de los actos que tanto reprobaba el en aquellos valientes jovenes. Mientras leia informes de arrestos por robos en domicilios y por las distintas modalidades de delincuencia callejera, observo que los nombres de muchos de los detenidos eran extranjeros y que su edad los eximia de pena. Eso no le preocupaba; lo alarmante era que cada uno de aquellos arrestos suponia otro voto para la derecha. Anos atras, habia leido un cuento, seguramente, de un estadounidense, que terminaba con la imagen de un interminable cortejo de pecadores que subian al cielo caminando por un ancho arco. A veces, imaginaba que el mismo cortejo de pecadores caminaba lentamente por el firmamento de la politica italiana, pero su destino no era precisamente el paraiso.

Medio idiotizado por el tedio de la tarea, oyo que alguien pronunciaba su nombre desde la puerta y, al levantar la cabeza, vio a Pucetti.

– ?Si, Pucetti? -dijo llamando con un ademan al joven agente-. Pase. Sientese. ?De que se trata? -pregunto. Al mirar al recien llegado, se sintio impresionado por lo joven que parecia con su bien planchado uniforme; demasiado joven para llevar aquella pistola en la cadera y demasiado inocente para haber aprendido a manejarla.

– Es sobre el chico Moro, senor -dijo Pucetti-. Vine ayer pero usted no estaba.

Sonaba casi como un reproche, algo que Brunetti no estaba acostumbrado a oir de labios de Pucetti. Lo incomodo que el joven se atreviera a hablarle en este tono, pero reprimio el impulso de explicar a Pucetti que no habia necesidad de apresurarse. Si se daba la impresion de que la policia trataba el caso de la muerte de Moro como suicidio, quiza la gente se mostrara dispuesta a hablar del chico con mayor libertad; ademas, el no tenia por que justificarse ante este muchacho. Espero un poco mas de lo habitual y pregunto simplemente:

– ?Que hay?

– ?Recuerda el dia en que estuvimos hablando con los cadetes? -dijo Pucetti, y el comisario sintio la tentacion de preguntarle si se figuraba que habia llegado a la edad en la que necesitaba estimulos para que le funcionase la memoria.

– Si -se limito a decir Brunetti.

– Ha ocurrido algo extrano, senor. Cuando fuimos a hablar con ellos otra vez, al parecer algunos no sabian ni que hubiera estudiado con ellos en la escuela. La mayoria me dijeron que no lo conocian bien. Hable con Pellegrini, el que lo encontro, pero no sabia nada. Me dijo que la noche antes habia bebido mucho y se acosto alrededor de la medianoche. -Antes de que Brunetti pudiera preguntar, Pucetti informo-: Si; habia estado en una fiesta, en cusa de un amigo, en Dorsoduro. Cuando le pregunte como habia entrado, me dijo que tenia llave del portone. Que habia pagado al poniere veinte euros por ella y, por la manera de decirlo, daba la impresion de que cualquiera podia comprarla. -Hizo una pausa, por si Bruneiti tenia alguna pregunta, y prosiguio-: Hable con el companero de cuarto, que dijo que era verdad y que Pellegrini lo habia despertado al llegar. Pellegrini explico que se habia levantado a eso de las seis a beber agua y que entonces encontro a Moro.

– Pero no fue el quien llamo, ?verdad?

– ?El que nos llamo a nosotros, quiere decir?

– Si.

– No, senor: fue un conserje. Dijo que al entrar a trabajar oyo un tumulto en los aseos y, al ver lo sucedido, nos llamo.

– Mas de una hora despues de que Pellegrini encontrara el cuerpo -dijo Brunetti, como pensando en voz alta. En vista de que Pucetti callaba, le insto-: ?Que mas? Siga. ?Que mas dijeron de Moro?

– Todo esta aqui, senor -dijo el agente, poniendo una carpeta en la mesa de Brunetti. Parecio sopesar lo que iba a decir-: Ya se que parece extrano, pero da la impresion de que a la mayoria no les importa. No como nos importaria a nosotros o a cualquiera, si le pasara una cosa asi a un conocido o a un companero de trabajo. - Reflexiono y agrego-: Daba un poco de tristeza, su manera de hablar, como si no lo conocieran. Si vivian alli juntos, si iban a clase juntos, ?como no habian de conocerlo? -Al oirse levantar la voz, Pucetti se obligo a calmarse-. De todos modos, uno me dijo que un par de dias antes habia tenido una clase con Moro y que por la noche y al dia siguiente habian estado estudiando juntos, preparando un examen.

– ?Cuando era el examen?

– Al dia siguiente.

– ?Al dia siguiente de que? ?De la muerte?

– Si, senor.

La conclusion de Brunetti fue terminante, pero aun asi pregunto a Pucetti:

– ?A usted que le parece?

Era evidente que el agente se habia preparado para esa pregunta, porque su respuesta fue inmediata.

– La gente se suicida, bueno, por lo menos, eso me parece a mi, se suicida, quiza, despues de un examen, si el resultado es malo. Por lo menos, eso haria yo -dijo, y agrego-: aunque yo nunca me mataria por un estupido examen.

– ?Por que se suicidaria usted, Pucetti?

El agente miro a su superior con ojos de buho.

– Pues, me parece que por nada. ?Y usted, senor?

Brunetti rechazo la idea con un ademan.

– Por nada, desde luego. Aunque supongo que eso nunca se sabe. -Tenia amigos que estaban suicidandose con el estres, el tabaco o el alcohol, y algunos tenian hijos que se suicidaban con la droga, pero no recordaba a nadie, por lo menos, en este momento, a quien considerase capaz de darse la muerte deliberadamente. Pero quiza esta sea la razon por la que un suicidio cae siempre como un rayo: el que se suicida es siempre aquel de quien menos sospecharias semejante acto.

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