– Y yo no pienso en nada que no sea mi hijo -dijo Moro friamente.

– ?Hay en sus pensamientos algo que pueda decirme? -pregunto Brunetti, y rectifico-: ?O que quiera decirme?

– ?Que interes pueden tener mis pensamientos para usted, comisario? -pregunto el medico. Brunetti observo que, mientras hablaba, Moro no dejaba de mover la mano derecha, frotando el pulgar y el indice, como si retorcieran un hijo invisible.

– Como le decia, dottore, creo que a estas alturas usted se encuentra ya mas alla de las mentiras, y por eso no le ocultare que no creo que su hijo se matara.

Moro desvio la mirada un momento y luego la clavo otra vez en su visitante.

– Estoy mas alla de muchas cosas, ademas de las mentiras, comisario.

– ?Que quiere decir? -pregunto Brunetti extremando la cortesia.

– Que tengo muy poco interes por el futuro.

– ?Se refiere a su propio futuro?

– Mi propio futuro y el de cualquier otra persona.

– ?El de su esposa? -pregunto Brunetti, avergonzado de si mismo.

Moro parpadeo dos veces, parecio meditar la pregunta y respondio:

– Mi esposa y yo estamos separados.

– ?El de su hija, entonces? -pregunto Brunetti recordando que en uno de los articulos que habia leido sobre Moro se mencionaba a una nina.

– La nina esta bajo la custodia de su madre -dijo Moro con aparente indiferencia.

Brunetti fue a responder que no por eso dejaba el de ser el padre, pero no se atrevio, y se limito a decir:

– Una separacion es una situacion juridica.

Moro tardo mucho en contestar. Al fin dijo:

– Me parece que no le entiendo.

Hasta ese momento, Brunetti no prestaba mucha atencion a las palabras, se dejaba guiar por la intuicion, como si navegara con piloto automatico. Su mente hacia abstraccion del significado de lo que decian y se fijaba sobre todo en el tono y los gestos de Moro, su postura y el registro de su voz. Brunetti intuia que aquel hombre se habia trasladado a algun lugar situado lejos del dolor, casi como si le hubieran puesto el corazon bajo proteccion y solo le hubieran dejado la mente para responder preguntas. Pero quedaba tambien una sensacion de miedo; no miedo de Brunetti sino de decir algo que pudiera revelar lo que habia detras de aquella fachada de tranquilo autodominio.

Brunetti decidio responder lo que era evidente que el doctor habia planteado como pregunta.

– He hablado con su esposa, dottore, y ella no parece guardarle rencor.

– ?Esperaba que me lo guardara?

– Dadas las circunstancias, creo que seria comprensible. En cierta medida, ella podria hacerle responsable de lo que le ocurrio a su hijo. Es probable que la decision de enviarlo a la academia partiera de usted.

Moro le lanzo una mirada de asombro, abrio la boca como para defenderse, pero callo. Brunetti aparto los ojos de la colera del otro hombre y, cuando volvio a mirar, la cara de Moro estaba vacia de expresion.

Brunetti estuvo mucho rato sin saber que decir. Cuando por fin hablo, fue para decir espontaneamente:

– Me gustaria que confiara en mi, dottore.

Al cabo de un rato, Moro dijo con voz cansada:

– Y a mi me gustaria confiar en usted, comisario. Pero no confio, ni quiero confiar. -Vio que Brunetti iba a protestar y agrego rapidamente-: No es que no me parezca un hombre honrado; es que he aprendido que no hay que confiar en nadie. -Brunetti trato nuevamente de hablar, y esta vez Moro le atajo levantando una mano-. Ademas, usted representa a un Estado que yo considero tan criminal como negligente, razon mas que sobrada para que yo le niegue mi confianza.

En el primer momento, estas palabras ofendieron a Brunetti y suscitaron en el el deseo de defenderse a si mismo y su honor, pero, durante el silencio que siguio, comprendio que las palabras del doctor no tenian en absoluto nada que ver con el personalmente. Moro lo veia contaminado, simplemente, porque trabajaba para el Estado. Y el comisario descubrio que no podia rebatir la idea porque, en el fondo, simpatizaba con ella.

Brunetti se puso en pie, pero cansinamente, sin aquella falsa energia que habia puesto en este mismo movimiento cuando hablaba con Patta.

– SI decide hablar, dottore, le agradecere que me llame.

– Desde luego -dijo el medico con un simil de cortesia.

Moro se levanto haciendo palanca con las manos en los brazos del sillon y acompano a Brunetti a la puerta del apartamento.

15

En la calle, al ir a sacar el telefonino, Brunetti descubrio que no lo llevaba; se habria quedado en el despacho o en su casa, en el bolsillo de otra chaqueta. Se resistio al canto de sirena que le susurraba que seria inutil llamar a la signara Moro, que ella no querria hablar con el tan tarde. Se resistio, en todo caso, mientras hacia dos vanos intentos para hablar con ella desde telefonos publicos. El primero, uno de esos nuevos telefonos plateados de diseno aerodinamico que habian sustituido a los feos pero seguros telefonos color naranja, se nego a aceptar su tarjeta, y el segundo frustro sus tentativas emitiendo un persistente balido mecanico en lugar de la senal para marcar. Brunetti arranco la tarjeta de la ranura, la guardo en la cartera y, sintiendose justificado por haberlo intentado por lo menos, decidio volver a la questura para lo poco que quedaba de la jornada.

El comisario viajaba de pie en la gondola que hacia el traghetto entre la Salute y San Marco, y sus rodillas de veneciano absorbian automaticamente el vaiven entre el golpe de remo de ios gondolieri y el contragolpe de las olas de la marea que subia. Mientras cruzaba lentamente el Canal Grande, Brunetti descubrio la magnitud de la abulia que puede llegar a invadir a una persona: frente a el se levantaba el Palazzo Ducale, sobre el que asomaban las cupulas refulgentes de la Basilica di San Marco, y el los miraba como si fueran el telon de fondo de una pobre representacion provinciana de Otelo. ?Como habia podido llegar a un estado en que semejante belleza lo dejara frio? Siguiendo la misma reflexion, acompanado por el monotono chirriar de los remos, Brunetti se preguntaba como podia sentarse frente a Paola y no desear pasarle las manos por los pechos, o contemplar a sus hijos sentados en el sofa haciendo algo tan estupido como ver television y no sentir que se le abrasaban las entranas de terror al pensar en los peligros que los acecharian durante toda la vida.

La gondola se deslizo hasta el imbarcadero y el salto al muelle, conminandose a dejar esas estupidas elucubraciones en el barco. La experiencia le habia ensenado que su capacidad de asombro permanecia intacta y que volveria a despertarse, y el recuperaria aquella sensibilidad para las cosas bellas de su entorno, que casi dolia de tan viva.

Una mujer muy bella, conocida suya, habia tratado de convencerle anos atras de que, en cierto aspecto, su belleza suponia una maldicion, porque era lo unico que interesaba a la gente, que no reparaba en las otras cualidades que ella pudiera poseer. Entonces el habia rechazado la idea, que le parecia simple deseo de la mujer de que le regalaran los oidos -cosa que el no dejo de hacer-, pero ahora empezaba a comprender lo que ella habia querido decir, extrapolandolo a la ciudad. En realidad, a nadie parecia importarle lo que fuera de Venecia - ?como explicar si no la actuacion de sus ultimos gobiernos?-, mientras pudieran sacar provecho de ella explotando su belleza, por lo menos, mientras lograra conservarla.

En la questura, Brunett' subio al despacho de la signorina Elettra, donde encontro a esta leyendo // Gazzettino. Ella le sonrio senalando el editorial titulado «Los norteamericanos».

– Al parecer, el presidente electo quiere levantar todas las restricciones en el uso de combustibles fosiles -dijo ella, y leyo el titular-: «Bofetada a los ecologistas».

– Parece muy propio de el -dijo Brunetti, que no estaba interesado en continuar la discusion y se preguntaba si la signorina Elettra se habria convertido a las apasionadas ideas ecologicas de

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