– Vete con cuidado.

– Alli -dije levantando la llama y mostrandole el suelo del desvan.

Un crujido la sobresalto y me agarro del brazo.

– Ratones, supongo -y cediendo a un impulso un tanto desafiante, anadi-: ?Quieres subir? Hay una escalera.

Vacilo.

– ?Pasas tu primero?

– Por supuesto.

Ahora estaba contento de haber venido. Me encontraba en aquel sitio que tantas veces, en mis horas de pesadilla, habia visitado. Apuntale el baston en una bala de heno, me meti el encendedor en el bolsillo, tentando con las manos busque la escalera de mano y empece a trepar por ella. Empresa dificil, pero deseaba ardientemente demostrarme algo, no solo a mi mismo sino -supongo- tambien a Alice.

Tumbado en el suelo del desvan, me asome e ilumine el camino a Alice. Esta subio rapidamente la escalera y, despues de aceptar la ayuda que yo le ofrecia, se agarro a mi brazo. Estaba temblando.

Sin ayuda del baston, tenia que apoyarme en su hombro para ponerme de pie. Automaticamente, enlazo con el brazo mi cintura. A veces las minusvalias tienen sus compensaciones.

– Si te preguntas como me las arregle, siendo nino, para subir hasta aqui, te dire que entonces tenia dos piernas validas, porque la polio me ataco despues.

Habia menos balas que entonces y estaban colocadas de diferente manera, pero me aposte en una y trate de representarme la escena que habia presenciado la tarde de noviembre de 1943. Desplace el encendedor hacia el angulo del tejado desde donde, a traves de una rendija, habia podido mirar y, despues, a la zona donde habia visto a Barbara y a Cliff Morton tumbados en el suelo.

Alice me sometio a un interrogatorio minucioso -o, por lo menos, asi me lo parecio-, poniendo un interes excesivo, por no decir libidinoso, en los detalles de la violacion, la postura exacta de los dos y su mayor o menor desnudez. Quiso saber si Morton llevaba puestos los pantalones (no los llevaba, el recuerdo de sus muslos velludos y de sus nalgas sacudidas por movimientos convulsivos sigue provocandome profundas nauseas), si eran visibles los pechos de Barbara (tenia la blusa y el sosten levantados hasta los hombros), si ella iba perfumada (no me di cuenta) y si las bragas eran de algodon o de alguna materia mas delicada (como si yo pudiera saberlo). Fui contestando a sus preguntas con toda la candidez que me fue posible y se lo referi todo hasta el momento en que Barbara comenzo a pelear con su agresor y a golpear el suelo con los punos. No tengo inconveniente en confesar que algunas de las cosas que queria decir se me quedaban atascadas en la garganta, pero Alice aguardaba impasible hasta que yo recuperaba la voz y, despues, friamente, todavia me acribillaba con preguntas complementarias. Las inhibiciones no frenaban sus pasos.

Buscamos el agujero hecho por la bala y encontramos un lugar de la madera, a la altura de la cadera, que el experto forense, doctor Atcliffe, habia aserrado llevandose todo un fragmento de una viga. Como no teniamos delante el angulo de la bala, no podiamos calcular desde que punto podia haber sido disparada.

– ?Ya basta?

Alice asintio con la cabeza.

Bajar por una escalera de mano con una pierna maltrecha es mucho peor que subirla. Cuando, ya abajo, volvi a reunirme con Alice, adverti que estaba jadeando. Ella me sugirio que nos sentasemos un momento en una de las balas.

– ?Consideras que valia la pena tanto esfuerzo? -le pregunte.

– No es cosa que tu estes en situacion de juzgar -me respondio bruscamente, pero despues, como advirtiendo que debia suavizar la observacion, anadio-: pero te estoy agradecida.

– ?Y ahora, que?

– Ahora los Lockwood.

– Seguro que ya no viven en la granja.

– Dare con ellos.

Observe que, en la conjugacion del verbo, habia cambiado de persona. Hasta ahora se habia mostrado encantada de contar con mi ayuda. ?Queria afirmar su independencia? ?Habia dejado de serle util? Por extrano que pueda parecer, dadas mis anteriores demostraciones de contrariedad, yo ahora acusaba aquella punalada que me habia asestado con su repulsa. Si Alice proseguia sus absurdas pesquisas, yo tambien queria participar en ellas.

Busque el baston.

– Vamos a probar en la granja.

El viento, al cruzar la era, nos azoto el rostro juntamente con la lluvia. Me parecio que en una de las ventanas se movia una cortina, pero pense que debia de tratarse de una rafaga que se habia colado a traves de los batientes. No hubo respuesta a nuestra llamada.

Volvi a repetirla.

– A estas alturas, habra cambiado de duenos -repeti.

– No estaria tan segura -dijo Alice, que estaba explorando uno de los lados de la casa-. Mira que he encontrado… Ven a verlo si el recuerdo no resulta demasiado doloroso para ti.

La segui. Estaba junto a la puerta trasera y tenia la mano sobre una tabla de planchar, cubierta de herrumbre; la misma en la que la senora Lockwood me habia apoyado para zurrarme con la zapatilla.

Lance un fingido gemido. Nos hacia falta un descanso.

– De haber cambiado de duenos, se habrian desembarazado de este trasto -dijo Alice-. ?Ves la cocina? ?Tiene la misma pinta de antes?

Me adelante para comprobarlo.

De pronto se oyo un disparo.

– ?Cristo! -exclame.

En algun punto situado sobre nuestras cabezas el tiro habia arrancado esquirlas de piedra, que habian rebotado contra los cantos rodados del suelo.

– ?Estas bien? -pregunte a Alice.

– Creo que si -respondio, mientras se sacudia un poco de musgo que habia quedado prendido en su manga.

– ?Valiente loco!

Lo veia, al otro lado de la era, empunando la escopeta: la figura de un hombre, vestido con un impermeable negro y unas botas, apostado junto al tractor, riendose como un insensato. Me puse a gritar:

– ?A que viene eso?

Me adelante cojeando hacia el, furioso hasta el punto de olvidar que aquel hombre empunaba un arma.

– ?No me oye? -grite.

Por toda respuesta, escupio generosamente en el capo de mi coche.

– ?Bah, un labriego! -me dije.

Alice me habia alcanzado.

– ?Theo, ten cuidado!

Pero yo estaba lo bastante cerca de el para reconocerlo. Su rostro habia engordado y su cabello, antes negro, ahora estaba entreverado de gris. En su sonrisa habia algun que otro hueco, pero el rostro seguia siendo agraciado y sano, un rostro que no habria estado fuera de lugar en una revista de modas de Fair Isle.

Era Bernard Lockwood.

– Podrias habernos matado.

– Ratas -dijo por todo comentario.

Lo mire con fijeza. No hubo ningun indicio de que me hubiera reconocido.

Miro de reojo a Alice y, lentamente, dijo:

– Estaba disparando a las ratas.

Senti el impulso irreprimible de soltarle un punetazo. (Los punos los tengo buenos.) Sin sacarle los ojos de encima, dije:

– Alice, sera mejor que te metas en el coche.

Bernard dijo:

– ?No entiendes ingles? Estaba disparando a dos ratas que estaban alli, junto a la zanja. ?Sabandijas!

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