– La sinagoga Vieja-Nueva -explico Gustav mientras subian las escaleras hacia el portal y se ponian a cubierto en el portico, que no era demasiado grande, pero permitia resguardarse de la lluvia-. Tiene mas de seiscientos anos.

– Lo se -replico Sarah mientras sus acompanantes cerraban los paraguas-. Aqui era donde el rabi Low ensenaba, ?verdad?

– Exacto. -El muchacho, que conocia muy bien la historia del barrio, asintio apasionadamente-. Su tumba esta en el cementerio, no muy lejos de aqui. Puede visitarla si lo desea.

– Tal vez mas tarde -contesto Sarah.

Le alegraba ver que el muchacho se implicaba en su papel de guia y, si las cosas hubieran ido de otra manera, le habria encantado que le ensenara mas monumentos. Pero no habia tiempo para distracciones…

– Las cinco en punto -constato Cranston mirando su reloj de bolsillo-. Hemos sido puntuales.

– No este tan orgulloso de su puntualidad britanica. El tiempo en este mundo pertenece unicamente a Dios.

Sarah y sus acompanantes se volvieron. Con el ruido de fondo de la lluvia no se habian dado cuenta de que la puerta de la sinagoga se entreabria y en ella aparecia un rostro redondeado y sonrosado, enmarcado por cabellos y barba grises, que al cabo de un momento los saludaba en voz baja con un «Shalom».

– Shalom -contesto Gustav, haciendo una reverencia-. Rabi Oppenheim, estos son lady Kincaid y sus acompanantes.

– Ya lo suponia -replico el rabino, que parecia dominar la lengua inglesa tanto como el muchacho. Su voz tenia una agradable dulzura, aunque Sarah creyo notar en ella un matiz de burla.

– Shalom, rabi Oppenheim -dijo la joven, inclinando la cabeza respetuosamente-. Gracias por recibirnos. Es para mi un honor.

– Sus palabras parecen sinceras -constato Oppenheim, y por un momento dio la impresion de que la miraba con mayor simpatia-. Gustav me ha dicho que desea hablar conmigo.

– Asi es.

– ?Y estos dos caballeros?

– Son mis acompanantes. El senor Friedrich Hingis, de la Facultad de Arqueologia de la Universidad de Ginebra…

– Y el doctor Horace Cranston, especialista en enfermedades mentales -se apresuro a decir Cranston, a quien parecia resultar insoportable que lo presentara una dama.

– Hmm -murmuro el rabino, haciendo una ligera mueca de fingido respeto con los labios-. Asi pues, hoy tenemos personas sabias como invitados en la casa del Senor. Gustav me dijo que queria hablar conmigo del Golem…

– Exacto -asintio Sarah-. Si me lo permite, me gustaria hacerle algunas preguntas.

– ?Cree usted en su existencia?

– ?Como dice?

– Hace unas semanas, lady Kincaid, se presentaron aqui mismo dos compatriotas suyos, periodistas del London Times.

– Lo se -afirmo Sarah-. Lei el articulo…

– Ellos tambien querian saber que ocurria con el Golem y su regreso, pero no mostraron el mas minimo respeto ni consideracion, solo parecian buscar un buen titular. Por eso vuelvo a hacerle la pregunta, lady Kincaid: ?cree usted en la existencia del Golem?

– Creo que eso dependera de sus respuestas -contesto Sarah elocuentemente-. En cualquier caso, la experiencia me ha ensenado que hay cosas para las que el raciocinio no encuentra explicacion de buenas a primeras.

– Esta bien -comento el rabino, y abrio de par en par la puerta de la sinagoga. Entonces se vio la toga negra que llevaba, distintiva de su rango-. Con esas palabras, milady, ha abierto usted las puertas de la casa de Dios. Pase.

Sarah asintio agradecida y siguio la invitacion. Sin embargo, cuando Hingis se dispuso a hacer lo mismo, Oppenheim le cerro el paso.

– Solo lady Kincaid y el muchacho -senalo.

– Pero nosotros somos sus acompanantes -objeto Cranston energicamente-. No puede cuestionarse que…

– Por favor, doctor -lo interrumpio Sarah, y con una mirada penetrante le dio a entender que tambien se las arreglaria sola. Cranston solto un sonoro bufido y su figura magra adopto un aire estirado.

– Como guste -se limito a comentar-. Mucha suerte en la caza. Tally-ho.

Sarah asintio y siguio al rabino que, despues de que el joven Gustav hubiera cruzado el umbral, cerro la puerta a cal y canto. La luz de unas velas y de unas lamparas de aceite de bronce iluminaban el recinto que se extendia ante ellos y que tenia una boveda gotica muy alta, sostenida por dos columnas octogonales. Una silleria de madera oscura bordeaba los muros y el centro de la nave estaba ocupado por un pulpito cercado por una imponente reja de hierro forjado. Mas alla de las columnas, debajo de un artistico timpano, se hallaba el verdadero corazon de la sinagoga: el arca de la Tora, donde se guardaban los rollos con los escritos sagrados.

– Este lugar -dijo Oppenheim en voz baja- ha resistido a todas las protestas a las que mi pueblo fue sometido en siglos pasados. Ha proporcionado refugio y proteccion en muchisimas ocasiones y aqui han ocurrido cosas importantes.

– Lo se -dijo Sarah inclinando respetuosamente la cabeza, un gesto que parecio gustar al rabino.

– ?De verdad es usted una lady inglesa? -pregunto francamente asombrado-. Sinceramente, no es usted como esperaba…

– ?Y que esperaba?

– A decir verdad, no lo se. En cualquier caso, la idea de que una joven britanica de origen noble viniera precisamente a este lugar me parecio tan descabellada que no tuve mas remedio que aceptar el encuentro. En cierto modo, pues, tiene que agradecerle a mi curiosidad el hecho de estar aqui ahora.

– Le estoy muy agradecida a su curiosidad -afirmo sonriendo Sarah, a la que complacian las maneras sencillas y el humor soterrado del rabino-. Y me alegro de que se haya tomado un tiempo para esta entrevista.

– Como bien puede imaginarse, no ocurre demasiado a menudo que nos visite alguien de fuera, y en su caso me parecio algo descabellado por tres motivos: es usted mujer, pertenece a la nobleza y, no lo olvidemos, si no me equivoco, es usted cristiana.

– No se equivoca -admitio Sarah-. Pero mi padre me enseno que, aunque las personas busquen a Dios de distintas maneras, todas son hijos suyos.

– Sabias palabras -asintio el rabino-. Su padre debe de ser un hombre inteligente.

– Era un hombre inteligente -puntualizo Sarah.

– Disculpe. -Oppenheim escruto su rostro y parecio distinguir el dolor que se reflejaba en el. Por eso cambio de tema enseguida-. Asi pues, ?ha venido usted por el Golem?

– Efectivamente.

– ?Que desea saber?

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