norteamericano que tendria la edad de Lau Po, quiza cincuenta anos. Recuerdo que su frente sudorosa parecia llorar cada vez que yo movia una pieza. Llevaba un traje gris y maloliente, uno de cuyos bolsillos contenia un gran panuelo grande con el que se enjugaba la palma antes de deslizar la mano hacia la pieza de ajedrez elegida con un gran floreo.

Enfundada en un almidonado vestido blanco y rosa, con un rasposo encaje en el cuello, uno de los dos que mi madre me habia confeccionado para aquellas ocasiones especiales, me sujetaba el menton con las palmas, los codos ligeramente apoyados en la mesa, tal como mi madre me habia ensenado para posar ante la prensa, y balanceaba los pies calzados con zapatos de charol como una nina impaciente en un autobus escolar. Entonces me detenia, aspiraba, agitaba la pieza elegida en el aire, como si no me decidiera, y finalmente la colocaba en su nuevo lugar amenazante y completaba la jugada dirigiendo a mi adversario una sonrisa de triunfo.

Ya no jugaba en el callejon de Waverly Place, nunca visitaba el parque infantil donde se reunian las palomas y los viejos. Iba a la escuela y regresaba directamente a casa para aprender nuevos secretos del ajedrez, ventajas habilmente ocultas, nuevas rutas de escape.

Pero en casa me resultaba dificil concentrarme. Mi madre tenia la costumbre de permanecer a mi lado mientras yo planeaba mis jugadas. Creo que se consideraba una especie de aliada protectora. Apretaba los labios y despues de cada jugada emitia un tenue «hummmm» nasal.

– Mama, no puedo practicar si te quedas aqui -le dije un dia.

Ella se retiro a la cocina y empezo a trastear ruidosamente con cazuelas y sartenes. Cuando ceso el ruido, vi por el rabillo del ojo que estaba de pie en el vano de la puerta. Emitio otro «?hummm!», esta vez con la garganta.

Mis padres hicieron muchas concesiones para permitirme practicar. Una vez me queje de que el dormitorio que compartia con mis hermanos era tan ruidoso que me impedia pensar. A partir de entonces los chicos durmieron en una cama instalada en la sala de estar, en el lado que daba a la calle. Dije que no podia terminar el arroz porque la cabeza no me funcionaba bien cuando tenia el estomago demasiado lleno. Me levantaba de la mesa con los cuencos a medio terminar y nadie protestaba. Una sola tarea no pude evitar: los sabados, cuando no se celebraba ningun torneo, tenia que Acompanar a mi madre al mercado. Ella caminaba orgullosa a mi lado y visitaba tiendas, pero compraba muy poco.

– Esta es mi hija, Wave-ly Jong -decia a todo el que nos miraba.

Un dia, al salir de una tienda, se lo plantee.

– Desearia que no hicieras eso, mama -le dije en voz baja-. Decir a todo el mundo que soy tu hija…

Mi madre se paro en seco en medio de la acera atestada de gente. Los transeuntes pasaban cargados con pesadas bolsas, rozandonos o empujandonos con los hombros.

– Aiii-ya. ?Tanta verguenza estar con madre? -Me apreto la mano mas fuerte todavia, mientras me fulminaba con la mirada.

– No es eso -le dije, bajando la vista-, pero se nota tanto… haces que me sienta violenta.

– ?Violenta por ser mi hija? -La voz le temblaba de ira.

– Eso no es lo que quiero decir, no es lo que he dicho.

– ?Que dices entonces?

Sabia que era un error seguir discutiendo, pero no pude contenerme.

– ?Por que tienes que utilizarme para lucirte? Si quieres hacerla, ?por que no aprendes a jugar al ajedrez?

Los ojos de mi madre se transformaron en dos peligrosas ranuras negras. No tenia palabras para mi, sino solo silencio.

Note el soplo del viento alrededor de mi cabeza. De un tiron, me libre de la mano de mi madre que aferraba la mia y gire sobre mis talones, tropezando con una anciana, cuya bolsa de la compra cayo al suelo.

– ?Aiii-ya! ?Nina estupida! -gritaron mi madre y la mujer.

Naranjas y latas de conservas rodaron por la acera. Mientras mi madre ayudaba a la anciana a recoger los alimentos en desbandada, me di a la fuga. Corri calle abajo, sorteando a los transeuntes, sin mirar atras.

– ?Meimei! ?Meimei! -gritaba mi madre a voz en cuello.

Hui por un callejon, pase ante tiendas oscuras, con las cortinas corridas, y comerciantes que limpiaban la mugre de sus escaparates, sali a la luz del sol, a una amplia calle llena de turistas que examinaban chucherias y souvenirs, me meti en otro callejon oscuro, sali a otra calle, entre en otro callejon… Corri hasta notar punzadas de dolor y me di cuenta de que no tenia ningun lugar a donde ir, de que no estaba huyendo de nada. En aquellos callejones no habia ninguna ruta de escape.

Mi aliento parecia el humo de un voraz incendio. Hacia frio. Me sente en un cubo de plastico volcado, junto a una columna de cajas vacias, apoye el menton en las manos y reflexione. Imagine a mi madre recorriendo las calles, primero a paso vivo y luego, abandonando la busqueda y regresando lentamente a casa para esperarme alli. Al cabo de dos horas me levante y, con las piernas temblorosas, volvi despacio a casa.

El callejon estaba en silencio y vi las luces amarillas de nuestro piso, brillantes en la noche como los ojos de un tigre. Con mucha cautela, procurando no hacer el menor ruido que advirtiera de mi presencia, subi los dieciseis peldanos hasta el piso. Gire el pomo de la puerta, pero estaba cerrada con llave. Oi el ruido de una silla, pasos rapidos, el clic-clic de la llave en la cerradura… y la puerta se abrio.

– Ya era hora de que llegaras a casa -me dijo Vincent-. Te has metido en un buen lio.

Mi hermano volvio a su sitio en la mesa, sobre la que habia una fuente con los restos de un gran pescado, su cabeza carnosa todavia unida a las espinas, nadando a contracorriente, en un vano intento de huida. Inmovil, esperando mi castigo, oi la voz seca de mi madre:

– Esa nina no es nuestra. Nada que ver con nosotros. Los demas no me miraron. Los palillos de hueso tintineaban en el interior de los cuencas, cuyo contenido pasaba velozmente a las bocas hambrientas.

Entre en mi dormitorio, cerre la puerta y me tendi en la cama. El cuarto estaba a oscuras, el techo lleno de sombras producidas por las luces de los pisos vecinos a la hora de la cena.

Imagine un tablero de ajedrez con sesenta y cuatro casillas blancas y negras. Ante mi estaba mi adversaria, dos ranuras negras y airadas por ojos y una sonrisa de triunfadora.

– Viento mas fuerte no puede verse -me dijo.

Sus fichas negras avanzaron por el tablero, desfilando lentamente hacia cada nivel sucesivo como una sola unidad. Mis fichas blancas gritaron y se escabulleron, cayendo por el borde del tablero una tras otra. A medida que sus fichas se aproximaban a mi lado del tablero, senti que me volvia cada vez mas liviana. Me alce en el aire y sali volando por la ventana. Subi y subi, por encima del callejon y los tejados, donde me recogio el viento y me llevo hacia el cielo nocturno, hasta que todo lo de abajo desaparecio y me encontre sola.

Cerre los ojos y me concentre en mi siguiente jugada.

LENA ST. CLAIR

La voz desde el muro

Cuando era pequena, mi madre me dijo que mi bisabuelo sentencio a un mendigo a morir de la peor manera posible, y que luego el muerto regreso y mato a mi bisabuelo. O bien sucedio eso, o bien murio de gripe una semana despues.

Una y otra vez yo representaba mentalmente los ultimos momentos del mendigo. Veia al verdugo quitandole la camisa y conduciendole al patio.

– Este traidor ha sido condenado a morir de un millar de tajos -leia el verdugo.

Pero antes de que pudiera levantar su espada afilada para quitarle poco a poco la vida, vieron que la mente del mendigo ya se habia roto en mil fragmentos. Unos dias despues, mi bisabuelo alzo la vista de sus libros y vio a aquel mismo hombre, con el aspecto de un jarron roto cuyos pedazos han sido pegados apresuradamente.

– Cuando la espada me iba sajando lentamente -dijo el espectro-, pense que eso era lo peor que habria de soportar jamas, pero por cierto me equivocaba. Lo peor esta en el otro lado.

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