Cuando frente a nuestra sucursal bancaria abrieron una tienda de material de fontaneria y articulos para cuartos de bano, madre aseguro que todo el dinero del banco se iria pronto por el desague, y al cabo de un mes detuvieron a un directivo del banco por desfalco.
Poco despues de que falleciera mi padre, el ano pasado, mi madre afirmo que lo habia presentido, porque un filodendro que le regalo mi padre se habia marchitado y muerto, a pesar de ella lo habia regado con regularidad. Dijo que la misma planta habia danado sus raices y era imposible que llegara el agua. El informe de la autopsia que recibio mas tarde decia que mi padre tenia bloqueadas las arterias en un noventa por ciento antes de sufrir el ataque cardiaco que acabo con su vida a los setenta y cuatro anos. Mi padre no era chino, como mi madre, sino norteamericano de origen angloirlandes, y cada manana disfrutaba con sus cinco tiras de bacon y tres huevos fritos por un solo lado.
Recuerdo esta habilidad de mi madre porque ahora nos visita en la casa que mi marido y yo acabamos de comprar en Woodside, y me pregunto que vera.
Harold y yo fuimos afortunados al encontrar esta casa, que esta cerca de la colina donde la Carretera 9 alcanza su punto mas alto, y desde ahi se llega por tres bifurcaciones, a izquierda-derecha-izquierda, de caminos sin asfaltar ni senalizar, esto ultimo porque los vecinos siempre arrancan los letreros indicadores para dificultar la llegada de vendedores, urbanizadores e inspectores municipales. Estamos a solo tres cuartos de hora del piso de mi madre en San Francisco, pero el recorrido se convirtio en un penoso trayecto de una hora con mi madre en el coche. Tras entrar en la serpenteante carretera de dos carriles en direccion a la cima, mi madre toco suavemente el hombro de Harold y le dijo en voz baja:
– Ai, un neumatico chirria. -Y poco despues anadio-: Gastais demasiado el coche.
Harold sonrio y aminoro la marcha, pero vi que apretaba el volante del Jaguar, mientras miraba nerviosamente por el espejo retrovisor la hilera de automoviles impacientes que crecia de un minuto a otro. En el fondo me alegraba de su incomodidad, porque el siempre seguia demasiado de cerca a los Buick conducidos por ancianas, haciendo sonar el claxon y acelerando el motor, como si fuese a embestirlas a menos que se hicieran a un lado.
Al mismo tiempo me sentia irritada conmigo misma por mi mezquindad, por pensar que Harold se merecia aquel tormento, pero no podia evitarlo. Estaba furiosa con el, mientras que yo le exasperaba. Aquella manana, antes de que recogieramos a mi madre, me habia dicho:
– Deberias pagar tu los exterminadores, porque Mirugai es tu gato y, por lo tanto, las pulgas son tuyas. Es lo justo.
Ninguno de nuestros amigos podria creer que nos peleabamos por algo tan estupido como las pulgas del gato, pero tampoco creerian jamas que nuestros problemas son mucho mas profundos de lo que haria pensar esa minucia, tan profundos que ni siquiera se donde esta el fondo.
Y ahora que mi madre esta aqui -va a quedarse una semana, o hasta que hayan terminado de colocar la nueva instalacion electrica en su edificio de San Francisco- tenemos que fingir que no ocurre nada preocupante entre nosotros.
Entretanto nos pregunta una y otra vez por que hemos pagado tanto dinero por un granero restaurado y una piscina forrada de moho, todo rodeado por cuatro acres de terreno, dos de los cuales estan llenos de secoyas y zumaque venenoso. En realidad no pregunta, sino que se limita a decir: «
Durante el breve recorrido por la casa ya ha encontrado defectos. Dice que la inclinacion del suelo la hace sentirse como si corriera hacia abajo», cree que la habitacion para huespedes en la que va a alojarse, y que es en realidad un antiguo henil al que se le ha puesto un tejado inclinado, esta desequilibrado, ve aranas en los rincones altos e incluso pulgas saltando en el aire, como salpicaduras de aceite caliente. Mi madre sabe que, a pesar de los lujosos detalles tan caros, esta casa sigue siendo un granero. Ella se da cuenta de todo esto, y me enoja que solo se fije en lo negativo, pero cuando miro a mi alrededor, veo que todo lo que ha dicho es cierto, lo cual me convence de que tambien percibe lo que ocurre entre Harold y yo, sabe lo que va a sucedernos, porque recuerdo otra cosa que vio cuando yo tenia ocho anos.
Un dia mi madre miro el interior de mi cuenco de arroz y me dijo que me casaria con un mal hombre.
Despues de aquella cena, hace tantos anos, me dijo:
– Aii, Lena, tu futuro marido tendra una marca de viruela por cada grano de arroz que dejes. -Dejo el cuenco sobre la mesa y anadio-: Una vez conoci a un hombre picado de viruelas, un hombre ruin, un mal hombre.
Pense en un vecino despreciable que tenia hoyos en las mejillas, y era cierto, aquellas marcas tenian el tamano de los granos de arroz. Era un chico de unos doce anos que se llamaba Arnold.
Cada vez que pasaba ante su casa, cuando volvia a la mia al salir de la escuela, Arnold me disparaba gomas elasticas a las piernas, y una vez atropello a mi muneca con su bicicleta y le aplasto las piernas por debajo de las rodillas. Yo no queria que aquel muchacho cruel fuese mi futuro marido, asi que cogi el cuenco de arroz frio y rebane hasta el ultimo grano. Luego sonrei a mi madre, confiada en que mi futuro marido no seria Arnold sino otro cuyo rostro tendria la suavidad de mi cuenco de porcelana, ahora limpio. Pero mi madre suspiro.
– Ayer tampoco terminaste el arroz -observo.
Pense en aquellos bocados de arroz sin terminar, en los granos pegados al cuenco el dia anterior y los demas dias, y mi corazon de ocho anos se encogio mas y mas, aterrorizado por la creciente posibilidad de que el ruin Arnold estuviera destinado a ser mi marido y que, debido a mis malos habitos alimenticios, aquel rostro horrible acabara pareciendo a la luna llena de crateres.
Esto no deberia haber sido mas que un curioso incidente de mi infancia, pero es un recuerdo que acude de vez en cuando a mi mente con una mezcla de nausea y remordimiento. El odio que me inspiraba Arnold habia crecido hasta tal punto que finalmente encontre la manera de hacerle morir. Deje que una cosa se derivara de otra. Desde luego, en conjunto podria tratarse de una serie de coincidencias vagamentes relacionadas y, tanto si asi fue en realidad como si no, se que la intencion estaba presente, porque cuando quiero que algo suceda o deje de suceder, empiezo a considerar que todos los acontecimientos son pertinentes, una oportunidad que he de aprovechar o evitar.
Encontre la oportunidad. La misma semana que mi madre me hablo del cuenco de arroz y de mi futuro marido, vi una pelicula asombrosa en la escuela dominical. Recuerdo que la maestra habia disminuido la iluminacion hasta que solo podiamos ver nuestras siluetas. Entonces, situandose al frente de la sala llena de inquietos y bien alimentados ninos chinos nacidos en Estados Unidos, nos dijo:
– Esta pelicula os mostrara por que debeis dar diezmos a Dios, para que se haga su obra. Quiero que penseis en cinco centavos de golosinas, o la cantidad que gasteis cada semana en caramelos, galletas, dulces… y compareis eso con lo que ahora vais a ver. Y pensad tambien en cuales son vuestras verdaderas bendiciones en la vida.
Entonces puso en marcha el ruidoso proyector. En la pelicula aparecian misioneros en Africa y la India. Aquellas buenas gentes trabajaban con personas cuyas piernas estaban hinchadas hasta tal punto que parecian troncos de arboles, cuyos miembros entumecidos estaban tan retorcidos como enredaderas en la jungla. Pero la afeccion mas terrible de aquellos hombres y mujeres era la lepra. Sus rostros estaban cubiertos por toda clase de horrores imaginables: hoyos y pustulas, grietas, protuberancias y fisuras que sin duda habian estallado con la misma vehemencia que unos caracoles retorciendose en un lecho de sal. Si mi madre hubiera estado en la sala habria dicho que aquella pobre gente era victima de futuros maridos y esposas que se habian negado a comer fuentes enteras de alimentos.
Tras ver esta pelicula hice una cosa terrible. Vi lo que deberia hacer para no tener que casarme con Arnold. Empece a dejar mas arroz en mi cuenco y luego amplie mi prodigalidad mas alla de la comida china. N o terminaba la tarta de maiz a la crema, el brocoli, las galletas crujientes de arroz o los bocadillos de mantequilla de cacahuete, y una vez, al morder una barra de caramelo y ver sus protuberancias, sus puntos oscuros y secretos, su viscosa cremosidad, tambien la sacrifique.
Me dije que probablemente no le sucederia nada a Arnold, que quiza no cogeria la lepra, no iria a Africa y no