y sutil de su presencia. Sin embargo, creo que experimento un definido halito de esperanza cuando recuerdo la puerta de Stoichev, porque nuestro encuentro con el supuso un paso decisivo en la busqueda de Rossi.
Mucho despues, cuando leia en voz alta informacion acerca de los monasterios que habia extramuros de la Constantinopla bizantina, santuarios adonde sus habitantes escapaban a veces de edictos sobre algun aspecto de los rituales eclesiasticos, donde no estaban protegidos por las grandes murallas de la ciudad, sino un poco a salvo de la tirania del Estado, pensaba en Stoichev. Su jardin, sus manzanos y cerezos inclinados moteados de blanco, la casa asentada en un patio profundo, sus hojas nuevas y colmenas azules, la doble puerta de madera antigua, la tranquilidad que reinaba en el lugar, el aire de devocion, de retiro deliberado.
Nos quedamos ante la cancela mientras el polvo se posaba alrededor del coche de Ranov.
Helen fue la primera en levantar el tirador de uno de los viejos pestillos. Ranov se demoro con aire hosco, como si detestara que alguien le viera alli, incluso nosotros, y yo me sentia extranamente clavado al suelo. Por un momento, me senti hipnotizado por la vibracion matutina de hojas y abejas, y por una sensacion de miedo inesperada y enfermiza. Quiza Stoichev no nos seria de ayuda, pense, un callejon sin salida definitivo, en cuyo caso regresariamos a casa despues de haber recorrido un largo camino hacia ninguna parte. Ya lo habia imaginado un centenar de veces: el vuelo en silencio a Nueva York desde Sofia o Estambul (me gustaria ver a Turgut una vez mas, pense) y la reorganizacion de mi vida sin Rossi, las preguntas sobre donde habia estado, los problemas con el departamento derivados de mi larga ausencia, la reanudacion de mi tesis sobre los comerciantes holandeses (gente placida, prosaica) bajo la batuta de un nuevo director infinitamente inferior, y la puerta cerrada del despacho de Rossi. Por encima de todo, temia aquella puerta cerrada, y la consiguiente investigacion, el interrogatorio inadecuado de la policia («Bien, senor… Paul, ?no es cierto? ?Inicio un viaje dos dias despues de la desaparicion del director de su tesis?»), el pequeno y confuso grupo de personas congregado en alguna
especie de funeral, incluso la cuestion de los trabajos de Rossi, sus derechos de autor, sus propiedades.
Regresar con la mano de Helen enlazada en la mia seria un gran consuelo, por supuesto.
Tenia la intencion de pedirle que se casara conmigo en cuanto este horror terminara. Antes debia ahorrar un poco de dinero, si podia, y llevarla a Boston para que conociera a mis padres. Si, regresaria con su mano enlazada en la mia, pero no habria padre a quien pedirla en matrimonio. Vi entre una neblina de pesar que Helen abria la puerta.
La casa de Stoichev se estaba hundiendo en un terreno desigual, en parte patio y en parte huerto. Los cimientos estaban construidos con una piedra de un marron grisaceo sujeta con estuco blanco. Averigue mas tarde que esta piedra era una especie de granito, con el que se habian construido la mayoria de edificios bulgaros. Sobre los cimientos, las paredes eran de ladrillo, pero ladrillo del mas suave dorado rojizo, como si se hubieran empapado de la luz del sol durante generaciones. El tejado era de tejas rojas acanaladas. Tanto el tejado como las paredes se veian algo deteriorados. Daba la impresion de que toda la casa hubiera crecido poco a poco de la tierra, y de que ahora estaba regresando a ella con la misma lentitud, y de que los arboles se habian alzado sobre el edificio para disimular este proceso.
La primera planta habia desarrollado una laberintica ala a un lado, y por la otra se extendia un emparrado, cubierto con los zarcillos de las parras por arriba y cercado por rosas palidas en la parte inferior. Bajo el emparrado habia una mesa de madera y cuatro sillas toscas, y pense que la sombra de las hojas de parra se harian mas profundas aqui cuando el verano avanzara. Al otro lado, y bajo el mas venerable de los manzanos, colgaban dos colmenas fantasmales, y cerca de ellas, a pleno sol, habia un pequeno jardin donde alguien habia dispuesto ya verduras translucidas en pulcras hileras. Capte el olor a hierbas y tal vez a lavanda, a cesped recien cortado y cebollas especiales para freir. Alguien cuidaba de este viejo lugar con carino, y casi esperaba ver a Stoichev con habito de monje, arrodillado con su desplantador en el jardin.
Entonces, una voz empezo a cantar en el interior, tal vez cerca de la chimenea desmoronada y las ventanas del primer piso. No era el canto de baritono del ermitano, sino una voz femenina fuerte y potente, una melodia energica que consiguio interesar incluso al hosco Ranov, que estaba a mi lado con el cigarrillo.
– ?Izvinete! -grito-. ?Dobar den!
El canto se interrumpio de repente, seguido de un ruido metalico y un golpe sordo. Se abrio la puerta de la casa y la joven que aparecio nos miro fijamente, como si le resultara inexplicable ver gente en el patio.
Yo iba a salir a su encuentro, pero Ranov se me adelanto. Se quito el sombrero, hizo un gesto con la cabeza y una reverencia y saludo a la joven con un torrente de bulgaro. La muchacha habia apoyado la mano en la mejilla y contemplaba a Ranov con una curiosidad que me parecio mezclada con cautela. Cuando la mire con mas detenimiento, vi que no era tan joven como habia imaginado, pero su energia y vigor me llevaron a pensar que bien podia ser la autora del resplandeciente jardin y los buenos olores de la cocina. Llevaba el pelo retirado de su cara redonda. Tenia un lunar oscuro en la frente. Sus ojos, boca y barbilla parecian los de una nina pequena y bonita. Un delantal protegia su blusa blanca y la falda azul. Nos inspecciono con una mirada penetrante que no tenia nada que ver con la inocencia de sus ojos y observe que, tras su veloz interrogatorio, Ranov abria la cartera y le ensenaba una tarjeta. Fuera la hija o el ama de llaves de Stoichev (?los profesores jubilados tenian amas de casa en los paises comunistas?), no era idiota. Tuve la impresion de que Ranov hacia un esfuerzo inusual por mostrarse encantador. Se volvio, sonriente, y nos presento.
– Esta es Irina Hristova -explico mientras estrechabamos su mano-. Es la zorrina del profesor Stoichev.
– ?La zorrina? -pregunte, y por un segundo pense que se trataba de una metafora complicada.
– La hija de su hermana -aclaro Ranov.
Encendio otro cigarrillo y ofrecio la cajetilla a Irina Hristova, quien la rechazo con un energico movimiento de cabeza. Cuando el hombre explico que veniamos de Estados Unidos, la sorpresa se vio reflejada en los ojos de la joven y nos miro con suma cautela.
Despues se puso a reir, aunque no supe por que. Ranov volvio a fruncir el ceno (creo que no era capaz de aparentar felicidad mas de unos pocos minutos seguidos), y ella se volvio y nos dejo entrar.
Una vez mas, la casa me pillo por sorpresa. Por fuera podia parecer una bonita granja antigua, pero por dentro, debido a una oscuridad que contrastaba con la luminosidad del exterior, era un museo. La puerta se abria a una amplia sala con chimenea, donde la luz del sol caia sobre las piedras donde se encendia el fuego. Los muebles (comodas de madera oscura muy trabajadas, provistas de espejos, butacas y bancos suntuosos) ya eran fascinantes de por si, pero lo que atrajo mi atencion y provoco que Helen lanzara una exclamacion de admiracion fue la rara mezcla de tejidos tradicionales y cuadros primitivos, sobre todo iconos, de una calidad que en muchos casos me parecieron superiores a los que habiamos visto en las iglesias de Sofia. Habia Madonas de ojos luminosos y santos tristes de labios delgados, grandes y pequenos, realzados con pintura dorada o recubiertos de plata
batida, apostoles erguidos en barcas y martires que padecian con paciencia su martirio.
Estos colores antiguos, intensos y tenidos de humo, se repetian por todas partes en
alfombras y mandiles tejidos con dibujos geometricos, e incluso en un chaleco bordado y un par de panuelos ribeteados de monedas diminutas. Helen senalo el chaleco, que tenia ristras de bolsillos horizontales cosidos a cada lado.
– Para balas -se limito a decir.
Al lado del chaleco colgaban un par de cuchillos. Yo tenia ganas de preguntar quien los habia llevado, quien habia recibido aquellas balas, quien habia portado aquellas dagas.
Alguien habia llenado un jarron de ceramica con rosas y hojas verdes, que parecian henchidas de una vida sobrenatural entre aquellos tesoros marchitos. El suelo estaba muy pulido. Vi otra sala similar al otro lado.
Ranov tambien estaba mirando a su alrededor, y resoplo.
– En mi opinion, al profesor Stoichev no se le deberia permitir que guardara tantas posesiones nacionales. Deberian venderse en beneficio del pueblo.
O bien Irina no entendia el ingles, o no se digno contestar a esto. Salio de la sala seguida por nosotros y subio un estrecho tramo de escaleras. No se que esperaba ver al final. Tal vez encontrariamos una guarida sembrada de desperdicios, o tal vez una cueva en la que el viejo profesor invernaba, o quiza, pense, con aquella ya familiar punzada de desdicha, descubririamos un pulcro y ordenado despacho como el que habia dado cobijo a la mente tumultuosa y esplendida del profesor Rossi. Casi habia dejado atras esta vision, cuando se abrio la puerta al final de la escalera, y un hombre de pelo blanco, menudo pero erguido, salio al rellano. Irina corrio hacia el, agarro su brazo con ambas manos y le hablo en un veloz bulgaro mezclado con alguna carcajada.
El anciano se volvio hacia nosotros, sereno, silencioso, con expresion reservada, y por un momento tuve la sensacion de que estaba mirando al suelo, aunque nos miraba a nosotros.
